En un experimento cuyos resultados se publicaron en 2014, se colocó a 66 chavales de entre 16 y 18 años en un simulador de conducción para medir lo temerario de sus decisiones. A veces conducían solos y a veces lo hacían acompañados por otro adolescente. Los resultados demostraron lo que cualquier padre cree saber por intuición: que un chaval de esa edad es mucho más sensato cuando está solo que cuando le ven sus amigos.
La forma en que los adolescentes se exponen a determinados riesgos es un quebradero de cabeza para cualquier progenitor: alcohol, tabaco, drogas, sexo sin protección, peleas, accidentes de tráfico, comportamientos temerarios en general… ¿Por qué estos hijos nuestros (vuestros) parecen olvidar todo lo aprendido sobre seguridad y autocuidado cuando llegan a la adolescencia y se rodean de la banda de cabestros (con perdón) que pueden llegar a ser sus amigos?
Que los adolescentes son más temerarios no es solo una intuición. Según datos de la OMS la tasa de muerte entre los 15 y los 19 años es un 35% mayor que entre los 10 y los 14, y los comportamientos de riesgo están asociados a muchas de las amenazas para la vida durante este periodo: los accidentes de carretera es la principal causa de muerte para adolescentes en todo el mundo, seguidos por las autolesiones y otras formas de violencia. Además, algunas prácticas que pueden llevar a problemas de salud más adelante, como el tabaquismo, el alcoholismo o una vida sedentaria muchas veces provienen de malas elecciones hechas durante la adolescencia.
Más allá del «tú no me mandas»
Asociamos esa forma de asumir riesgos sin pensar en las consecuencias a la rebelión de la edad, el «tú ya no me mandas», pero algunas investigaciones recientes que recoge la revista Nature en su especial Ciencia adolescente han empleado un enfoque neurocientífico más profundo para entender este fenómeno.
Porque entender la forma en que los adolescentes interactúan con el riesgo es interesante. Es cierto que asumen más peligros que los adultos, algunos de ellos con graves consecuencias: heridas, lesiones, enfermedades o problemas de salud de por vida, antecedentes penales y encontronazos con la justicia… Pero hay otros tipos de riesgos, como los riesgos sociales, por ejemplo, a los que pueden ser mucho más adversos que las personas de más edad, y otros, como los riesgos positivos (hacer exámenes o pruebas que den acceso a niveles educativos superiores, por ejemplo) con los que se relacionan de forma más habitual que nosotros.
Y cada uno de estos comportamientos parece tener diferentes efectos en el cerebro. Tener esto en cuenta puede ser importante por ejemplo para decidir si hay que reducir o no la edad mínima para conducir, o cómo debe tratarse a un adolescente que haya cometido un crimen. Saber cómo el cerebro adolescente evalúa y maneja las situaciones de riesgo puede servir para diagnosticar enfermedades como la esquizofrenia o la depresión, a que a menudo empiezan a asomar la patita durante la estos años.
No es un campo nuevo. El cerebro adolescente y su relación con el riesgo lleva años analizándose. Las primeras teorías apuntaban a un posible desequilibrio durante el desarrollo cerebral: las áreas asociadas con la impulsividad y con la sensibilidad a la recompensa, especialmente la recompensa social, se desarrollan mucho antes y del tirón, mientras que el control de los procesos cognitivos, como la memoria de trabajo (cómo almacenamos y elaboramos la información), siguen un proceso más lento pero continuado durante todo el crecimiento. La metáfora habitual era la de un coche con el acelerador pulsado a fondo pero con los frenos defectuosos.
Y esto encajaba con algunos datos, pero no con el hecho de que algunos adolescentes no son tan proclives a asumir riesgos, algo que debería ser generalizado si hablamos de una cuestión asociada con la edad y el proceso de desarrollo. Por eso ahora la mayoría de los neurocientíficos consideran que diferentes sistemas desarrollándose a diferentes velocidades no significan que el cerebro esté desequilibrado.
La influencia de los iguales
Así que la investigación se orienta a un mayor abanico de riesgos y de influencias del ambiente. Para muchos adolescentes el riesgo no es solo lo que les puede causar daño físico o repercusiones legales: hay situaciones relativamente benignas, como pedir una cita a una persona que les gusta o dar la cara ante un progenitor o un profesor, que parecen para ellos mucho más arriesgadas.
En 2009, una investigación de la Universidad Temple, en Philadelphia, llevó a cabo una versión del experimento con el que abrimos este artículo: pidió a voluntarios adolescentes que se sometiesen a un escáner cerebral a la vez que jugaban a un videojuego en el que conducían un coche que pasaba por la enervante cantidad de 20 semáforos en 6 minutos. Algunos de ellos comenzaban a acelerar con la luz en ámbar mientras otros esperaban a que se pusiese en verde. A veces acelerar antes salía bien, pero otras terminaba en un accidente.
Los investigadores observaron que cuando los chavales jugaban a solas, asumían el riesgo de tener un accidente con la misma frecuencia que los adultos. Pero cuando se les decía que sus amigos les estaban viendo jugar desde la habitación de al lado, lo hacían con mucha más frecuencia. En otro experimento parecido, los chavales asumían muchos menos riesgos cuando se les decía que quien les estaba viendo jugar desde la sala contigua era su madre.
Mientras tanto, el escáner reveló una actividad muy intensa en las zonas del cerebro relacionadas con la recompensa, como la llamada núcleo estriado, cuando asumían riesgos mientras les veían sus amigos; cuando era su madre la que observaba, era la zona del córtex prefrontal, relacionada con el control cognitivo, la que se ponía a funcionar.
La influencia del grupo no siempre es negativa
Así que se pudo comprobar una vez más que la propensión a asumir riesgos en los adolescentes depende en gran medida de las relaciones sociales con sus iguales, y del miedo a quedar aislados. Esto, de nuevo, es una realidad casi palpable para todos aquellos padres preocupados porque los amigos de sus hijos puedan ser para ellos una mala influencia.
Pero no todo es malo, porque algunos experimentos han demostrado un efecto positivo en esta presión de sus iguales. En un estudio se pidió a varios adolescentes que jugasen un juego en el que tenían que elegir entre donar dinero a una buena causa o quedárselo, mientras otros adolescentes les veían. Los resultados mostraron que si el sujeto hacía una donación y los otros aprobaban el gesto, éste tendía a hacer más donaciones durante el resto del juego. Así que, aunque solemos asumir que la influencia del grupo es siempre algo negativo, la realidad parece ser algo más compleja.
Y es aun más interesante observar que el mismo sistema cerebral que empuja a los adolescentes a asumir riesgos insanos les empuja también a asumir riesgos positivos: la actividad en el núcleo estriado, concretamente un aumento en los receptores de dopamina de esas zonas, se ha relacionado con una mayor sensibilidad a recompensas por actos positivos, así como peligrosos.
Las limitaciones de estos estudios
Como casi todos, estos estudios tienen sus limitaciones porque es difícil reproducir en un laboratorio los estímulos, las actividades y las condiciones sociales y de comportamiento en las que se ven envueltos los adolescentes en su día a día. Como mucho se puede captar la inclinación a asumir riesgos de los chavales que participan en ellos, pero eso queda algo lejos de cómo afrontan riesgos cotidianos concretos.
Hay que tener en cuenta también que los adolescentes de estos estudios, igual que la media, solo se exponen a riesgos moderados, mientras que existen algunos individuos que están dispuestos a exponerse a riesgos muy elevados (violencia juvenil, acceso a lugares peligrosos por caídas o accidentes…), y estos podrían procesar esos riesgos de una forma muy distinta.
Pero teniendo en cuenta lo que estos estudios revelan y lo que podemos aprender de estos adolescentes medios, quizá debamos replantearnos esas ideas preconcebidas sobre la adolescencia y la presión del grupo: existe y funciona para mal, pero también para bien, algo de lo que se habla mucho menos.
Sobre la autora: Rocío Pérez Benavente (@galatea128) es periodista
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