Ignacio Palacios-Huerta
Hace unos días recordaba una cita del primer capítulo de mi libro ‘Beautiful Game Theory’ (Princeton University Press, 2014) en la que reproducía las siguientes palabras del conocido periodista y escritor Enric González:
“La industrialización acelerada del siglo XIX legó al siglo XX dos fenómenos de masas curiosamente hermanados: el marxismo y el fútbol. Ambos nacieron de la inmigración del campo a la ciudad, de la crisis de lo divino y, en definitiva, de la alienación del nuevo proletariado. El marxismo propuso como soluciones la socialización de los medios de producción y la hegemonía de la clase obrera. El fútbol propuso un balón, once jugadores y una bandera. A estas alturas, no cabe duda sobre cuál era la oferta más atractiva. Lo esencial en el éxito del fútbol no es el balón, ni el jugador, sino la bandera (…) El fútbol se basa en el clan (los hinchas del club), el templo (el estadio), la guerra (el enemigo es el club del otro barrio, o la otra ciudad, o el otro país) y la eternidad (una camiseta y una bandera cuya tradición, supuestamente gloriosa, heredan sucesivas generaciones). Con el fútbol, uno nunca camina solo.”
Estas acertadas reflexiones de Enric fueron las primeras que aparecieron en mi cabeza en medio del terremoto emocional generalizado (con sus múltiples réplicas) que sacudió el panorama futbolístico internacional por el nacimiento, auge y caída, en poco más de 48 horas, de la llamada Superliga Europea el pasado mes de abril. La rapidez con que se desarrollaron los acontecimientos fue tan vertiginosa que resulta difícil intuir lo que los dueños y dirigentes de los nueve clubs involucrados pensaron antes, durante y después de este gran fiasco. Pero algo parece claro: calibraron mal el impacto que su idea iba a tener sobre la “bandera”.
Un primer análisis de lo sucedido podría culpar, al menos en parte, al tipo de propietarios que en las últimas décadas se han ido incorporando al mundo del futbol, especialmente en la Premier League. Sin embargo, este análisis, además de superficial, me parece bastante parcial y simplista, puesto que no todo es negativo en este nuevo escenario. Muchos de esos dueños, por no decir todos, llegan con una estrategia clara basada principalmente en aportar cantidades ingentes de dinero y recursos a sus nuevas propiedades con la intención de extender al mundo del balón su exitosa carrera en otros sectores e industrias. Esto, indudablemente, supone una estupenda oportunidad para implementar prácticas más eficientes alrededor del balón, las cuales podrían derivar, a la larga, en una mayor profesionalidad del sector, en el sentido más amplio de la expresión. La experiencia de varios años con este modelo de “copia y pega” nos dice, sin embargo, que no es tan fácil ni directo “transportar” esos éxitos y prácticas más eficientes desde otras industrias hasta el deporte rey.
En base a esto, distinguiría dos elementos claves que pueden permitir clasificar a estos nuevos dueños según el tipo de aproximación que adoptan hacia el mundo del balompié: su nivel de compromiso a medio y largo plazo con su nuevo proyecto y su nivel de predisposición no solo a aportar sino, sobre todo, a aprender. Así, podemos identificar dos tipos de dueños de fútbol: los “aprendices y adaptables” por un lado, y los “ineficientes y no adaptables” por otro. Entre los primeros, los más exitosos suelen ser los que están más dispuestos a no dejarse distraer mucho por su propio ego y a no tratar a su equipo como un mero juguete o pasatiempo. En general, los “aprendices y adaptables” son una buena noticia para el fútbol profesional y su aportación ha sido, en neto, positiva para este sector. Aun así, ni siquiera para este grupo resulta fácil e inmediato adaptarse a su nuevo ecosistema. Por ejemplo, miremos el caso de los propietarios de fútbol estadounidenses que han optado por cruzar el charco. Éste es un colectivo que viene de una tradición deportiva donde la innovación y el cambio han sido y son factores determinantes, y que se presupone tiene una mentalidad más abierta. Estados Unidos, como sabemos, es un país con ligas cerradas en todos sus principales deportes profesionales (NFL, MLB, NBA, MLS, NHL). Tal vez por este tipo de razones, más culturales si cabe, muchos han querido transitar, casi de manera instintiva, hacia una liga europea cerrada o semicerrada (entre clubs de élite, por supuesto) sin entender que la meritocracia que representan los ascensos y descensos es un componente esencial de la cultura del fútbol europeo y un factor clave de su éxito y fracaso, así como un elemento con un importantísimo arraigo social. En definitiva, si una lección nos puede dejar el affaire de la Superliga es que, si uno quiere tener más posibilidades de éxito a la hora de gestionar una entidad deportiva, es fundamental leer y entender la realidad social sobre la que se desarrolla, especialmente en un deporte tan asimilable a un fenómeno social total como es el fútbol.
¿Y el clan y el templo? ¿Hacia dónde van? Tanto el clan (hinchas) como el templo (el estadio), que Enric mencionaba en su artículo, también están experimentando su propio proceso de evolución. Cambia la tecnología, cambian, a través de ella, los hábitos de consumo de la afición y cambia, con todo ello, la manera que el clan tiene de aproximarse al fútbol, especialmente las nuevas generaciones. En un primer análisis general, podemos identificar varios factores que intervienen en esta transformación.
En primer lugar, cada vez más personas tienen acceso a la experiencia fuera del estadio, a distancia, y no sólo de su equipo sino de muchos otros equipos. Y lo hacen más a menudo, todos los días de la semana. El juego global se está volviendo y se volverá aún más global. En segundo lugar, las experiencias fuera del estadio producen un escenario de mayor “consumo”, pero a la vez también de menos apego, menos identidad y menos capital social. Hace poco me comentaba un productor creativo de la compañía Red Bull cómo la nueva tecnología de “realidad virtual” pronto nos permitirá a los aficionados ver el partido desde casa con cámaras de 360 grados, como si lo estuviésemos jugando nosotros mismos, simplemente moviendo nuestro teléfono, algo que no se puede conseguir ni tan siquiera dentro el estadio por muy buena localidad que uno tenga. En tercer lugar, el acceso al fútbol bajo demanda está adoptando nuevas e interesantes formas de interacción entre clubes y afición, incluyendo contenidos exclusivos que van mucho más allá del tradicional partido del fin de semana, algo cada vez cada más demandado.
En definitiva, que las nuevas tecnologías y, en general, la innovación tiene y tendrá un enorme poder para transformar el juego y el negocio que le rodea es tan evidente como que el ingrediente de “la bandera” seguirá representando un componente esencial en esta extraña combinación de deporte, industria y fenómeno social de clanes y masas que representa el fútbol moderno. La reciente experiencia de la exclusiva Superliga nos ha enseñado que aquellos que intenten romper la esencia primigenia del juego, bien mediante ligas cerradas o competiciones exageradamente elitistas, se encontrarán más pronto que tarde con el rechazo explícito del clan. Y como claro ejemplo de ello, según estoy escribiendo estas líneas, el Liverpool, cuyo dueño principal, John Henry, mostró su más profundo arrepentimiento por haberse sumado a la idea de la Superliga en un emotivo video, está anunciando la creación de un “supporters board” para que los aficionados participen directamente en aquellos asuntos que les sean de relevancia dentro de la entidad. Han sabido aceptar su grave error y entender que es materialmente imposible separar el negocio del fútbol de la bandera y sus cuatro principios esenciales: clan, templo, guerra y eternidad.
Sobre el autor: Ignacio Palacios-Huerta es catedrático de Economía, Estrategia y Gestión en la London School of Economics y Senior Fellow de la Fundación Ikerbasque (UPV/EHU)
Texto publicado originalmente en Campusa.