Antes de mediados del siglo XVIII pocos eruditos o filósofos naturales en el occidente cristiano ponía en duda las cronología derivadas de las narraciones mosaicas. Creían que la Tierra era poco más antigua que los pocos miles de años del registro de la historia humana. A partir de la segunda mitad del XVIII, sin embargo, las investigaciones sobre los estratos de la Tierra y los fósiles empezaron a sugerir que la corteza terrestre había sufrido innumerables ciclos de formación y destrucción y que había alojado una serie de organismos vivos en continuo cambio mucho antes de la aparición de los humanos.
Sin embargo el problema de la determinación de la edad de la Tierra parecía inabordable a la comprensión humana, como confesaban geólogos de la talla de James Hutton o Charles Lyell. Para 1840, de hecho, se habían identificado ya y puesto en orden cronológico las subdivisiones más importantes de la columna estratigráfica; sin embargo era una cronología sin escala, una historia de la Tierra sin fechas.
En 1859 Charles Darwin, en El origen de las especies, intentó determinar una fecha geológica estimando cuánto tiempo sería necesario para erosionar un espesor determinado de estratos terrestres. Su conclusión de que se necesitarían al menos 300 millones de años para hacer desaparecer los estratos relativamente recientes del Weald, un distrito del sur de Inglaterra, provocó una reacción inmediata. Al año siguiente, John Phillips, autor en 1841 del primer intento de escala temporal geológica basado en la correlación de fósiles, afirmó que esa cifra era errónea y que para erosionar toda la columna estratigráfica bastarían 100 millones de años a lo sumo.
Poco después el físico William Thomson (más tarde barón Kelvin) calculó que 100 millones de años serían más que suficientes para que la Tierra se enfriase hasta su temperatura actual a partir de un estado completamente fundido primigenio. Las conclusiones de Kelvin, basadas en la hipótesis ampliamente aceptada de que la Tierra se había formado a partir de una nebulosa primordial y apoyadas en las últimas teorías de la termodinámica que tan potentes demostraban ser, marcaron la pauta hasta finales del siglo XIX. Las estimaciones posteriores de las velocidades de erosión y sedimentación, de la radiación solar y el enfriamiento, del momento de la formación de la Luna y los océanos, terminaban llegando al entorno de una cifra: 100 millones de años.
Todo cambió cuando se descubrió en 1903 que los elementos radioactivos emiten calor constantemente. Al año siguiente, Ernest Rutherford sugirió que la ratio de la abundancia de los elementos radioactivos con respecto a los productos de su desintegración proporcionaría un método para medir las edades de las rocas. Robert John Strutt y su estudiante Arthur Holmes desarrollaron la idea de Rutherford. Para 1911 Holmes ya había usado el ratio uranio/plomo para estimar las edades de distintas rocas del Precámbrico. Una parecía tener 1600 millones de años de antigüedad.
Este salto en el orden de magnitud de la edad de la Tierra llevó a que muchos científicos fuesen inicialmente escépticos. Veinte años después, y en buena parte gracias al trabajo de Holmes, la mayoría de los geólogos ya aceptaban la datación radiactiva como el método más fiable para determinar la edad de las rocas y de la Tierra misma. El descubrimiento de los isótopos en 1913 y el desarrollo del espectrómetro de masas moderno en los años treinta fueron cruciales para la consolidación de la datación radiactiva.
En los años cuarenta el método radiactivo había establecido unos límites a la edad de la Tierra de entre 4.000 y 5.000 millones de años. En 1956 Clair Cameron Patterson comparó los isótopos de la corteza terrestre con los de cinco meteoritos. Sobre esta base llegó a la conclusión de que la edad tanto de la Tierra como de los meteoritos era de 4.550 ± 70 millones de años. Todas las determinaciones posteriores tienden a confirmar el dato de Patterson, siendo el valor generalmente aceptado en la actualidad de 4.540 ± 50 millones de años.
Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance
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