Este texto de Luis Martínez Sáez apareció originalmente en el número 13 (2013) de la revista CIC Network y lo reproducimos en su integridad por su interés.
La crisis ha entrado en el mundo de la ciencia como elefante en cacharrería, llevándose por delante el futuro de instalaciones científicas, metas, programas y proyectos que la investigación tenía entre manos. No ha existido diálogo ni un examen previo, mínimamente riguroso, sobre lo prescindible –si lo había– y aquello otro en lo que recortar significaba tirar por la borda inversiones de años y la expectativa de recoger los frutos.
La necesidad global de reducir el gasto, ha sido aplicada a la investigación con la irracionalidad más devastadora fruto del desconocimiento de quienes manejan la segadora de fondos, que no saben que hay reducciones que conllevan parar la máquina. Sería incluso aceptable que, en nuestra situación económica, el sector de la investigación, a pesar de contar con un peso en el PIB inferior a la media de los países europeos, pudiese aportar alguna pequeña cuota a los recortes. Pero, tanto por la cuantía como por la forma de hacerlo, de manera indiscriminada, tratando a centros y científicos como a uno de tantos lastres que arruinan nuestra economía, sin evaluar para nada la actividad de cada centro ni su producción científica y tecnológica, y con menos consideración y respeto que con otros capítulos del presupuesto cuya única rentabilidad es política, ha desembocado en una justa indignación del mundo científico.
Consecuencia de estas medidas son las noticias que a diario inundan nuestros medios de comunicación sobre la situación límite de centros e investigadores. Así nos enteramos, por ejemplo, de anécdotas expresivas, como del cierre en agosto por el CSIC de su edificio central en Madrid y de otras ocho instalaciones en toda España para ahorrar 36.000 €, o del caso de una investigadora que aplicó los 15.000 € que consiguió en Atrapa un millón junto a 2.500 € obtenidos por venta de lotería y otros 6.000 € de un concierto solidario, para repescar a un técnico de su laboratorio. También de que casi 300 equipos de investigación en agricultura se quedan sin las ayudas comprometidas, del hundimiento del Centro de Investigación Príncipe Felipe o de que no se hayan respetado compromisos con proyectos ya aprobados en el marco del Plan Nacional, no sólo bajando la cuantía de su dotación en un 19,5% sino que ésta será repartida en cuatro años en lugar de en tres.
Miremos donde miremos, en la poda de los árboles de la investigación, ya casi quedan solo los troncos. Las responsabilidades adquiridas en compromisos internacionales tampoco se libran. Según Rolf-Dieter Heuer, director general del CERN, a finales del 2012, España debía más de 110 millones de euros, deuda que se habría reducido en parte quedando ahora 55 millones pendientes de pago. También existen dificultades para aportar nuestra participación en ESO y ESA.
Respecto a la cuota de España en estas grandes organizaciones científicas europeas, nadie puede dudar de la importancia que tienen para nuestros científicos y también para las industrias que obtienen contratos ligados a sus proyectos aunque cabría analizar la relación entre los fondos que aportamos y los que somos capaces de retornar.
Dicho esto, no estaría mal que en estos momentos en los que Europa impulsa la sobriedad y vigila los muchos derroches perpetrados en algunos países, examinase también a estas grandes organizaciones científicas para ver cómo se puede adelgazar su enorme estructura de gobierno y gestión, y adecuar los sueldos y privilegios de sus directivos a estos tiempos porque resultan cada vez más difíciles de asumir por los países participantes.
En cambio, hay centros de investigación en España que, aunque su volumen no suponga más que el chocolate del loro, de la noche a la mañana, han sufrido recortes de hasta casi el 45% en su presupuesto quedando al borde del colapso operativo.
La situación económica que atraviesan los centros de investigación se agrava por un recrudecimiento de las trabas burocrático-administrativas que entorpecen la gestión de los proyectos hasta la desesperación, y las dificultades para disponer, en la práctica, de los fondos a pesar de que el centro ya los tenga aprobados. “En un país con seis millones de parados, que la administración sólo genere retrasos en la tramitación de nuevos empleos con fondos obtenidos de manera competitiva en la Unión Europea es para mí, como investigador, injustificable; y como ciudadano de este país, muy difícil de soportar”, señalaba José Alcamí, del Instituto Carlos III, en declaraciones a elmundo.es (06-02-2013). Y añadía: «Los proyectos europeos no admiten prórroga, de manera que la parte del dinero del proyecto que no se gasta por culpa del retraso hay que devolverla».
Estas contradicciones, por llamarlas de manera suave, llegan al caso límite de que un instituto de investigación, en lo que va de año 2013, no haya podido utilizar aún los fondos asociados a su condición de Centro de Excelencia Severo Ochoa que deberían haberse gastado ya en el 2012*.
Esta manera de proceder delata, al menos, dos graves desenfoques en quienes nos dirigen: el primero, es que nuestros gobernantes siguen sin apostar, de manera decidida, por invertir en I+D. Hacen patente que no creen en el papel de la investigación científica en la economía de las sociedades avanzadas a las que deberíamos pertenecer. No actúan de acuerdo con el valor imprescindible de la ciencia en la sociedad actual y el enriquecimiento que, de diversas maneras, aporta al sistema productivo.
Lo tan pregonado en los últimos años sobre la necesidad de cambiar nuestro modelo productivo y de liberar la economía de burbujas engañosas para trasladar su fortaleza a la innovación tecnológica, es papel mojado. En definitiva, hacen suya la crítica a centros y científicos por dedicar tiempo y fondos a la investigación básica y se suman a la imagen de una actividad cara y poco útil para un mundo tan pragmático como el nuestro, que necesita producir a corto plazo.
Las aplicaciones prácticas de una investigación fundamental surgen, a veces, después de muchas décadas. Por ello, no sería mucho pedir (para eso se les paga), a quienes nos gobiernan, que entiendan que los plazos para extraer la rentabilidad a una investigación básica poco tienen que ver con los de sus mandatos. Tampoco es exigir demasiado de quienes llevan el timón de nuestra economía que comprendan que nuestro mundo desarrollado no sería posible sin la ciencia que da lugar a todo lo que manejamos. ¿Cuántos miles de millones mueve hoy en día la electrónica en el mundo? ¿Qué podríamos hacer sin internet? ¿Cómo funcionar en nuestras vidas sin la telefonía móvil o sin televisión? Nada de ello existiría sin la investigación básica que permitió primero descubrir el electrón allá por el 1896 y estudiar a fondo sus características para explotarlo después.
Es lógico que la investigación hecha de la mano de las empresas tenga un objetivo de rentabilidad más inmediato. Ello hace que sea muy importante reforzar en la práctica el puente entre ambas orillas –investigación pública e investigación privada– para lograr un perfecto sistema. El Premio Nobel Jerome Friedman decía sobre este particular: “La innovación es la clave del futuro, pero la investigación básica es la clave de la innovación”. Y, añadía: “…hay que prestar especial atención a la ciencia fundamental porque mucha gente y muchos líderes políticos no entienden su valor. Sin el apoyo debido a la investigación básica no se produce la innovación más importante, la que cambia la forma en que vivimos porque esa innovación procede de nuevos conocimientos que se aplican en nuevas tecnologías”. Y para citar otra voz en algo tan elemental, Arthur J. Carty, presidente del Consejo Nacional de Investigación de Canadá, decía en otra entrevista: “se puede decir que el dinero convierte la investigación en conocimiento y la innovación convierte el conocimiento en riqueza”.
Por otra parte, tengamos en cuenta que ramas de la investigación básica exigen cada día más el diseño y construcción de una instrumentación puntera e innovadora que supone retornos cuantiosos para las empresas que la construyen y un enriquecimiento de su know-how que las capacita para estar mejor preparadas y optar a concursos internacionales con los desarrollos más avanzados. En definitiva, no hay capacidades tecnológicas sin ciencia aplicada ni ésta sin ciencia por aplicar. Negar el valor y la rentabilidad de la investigación fundamental, más allá del incremento del conocimiento, es de miopes. Y truncarla, para ahorrar en exceso, el peor despilfarro que se puede hacer.
El segundo grave desenfoque en las decisiones de nuestros gobernantes es la falta de inversión en el mejor capital humano, formado y por formar, que ya está provocando un despoblamiento del mejor talento que hemos conseguido tener después de muchos años de esfuerzo. Es la gente joven, la mejor formada y más brillante, la que emigra. Cuando se contempla este panorama, que garantiza un empobrecimiento para muchos años, dan ganas de preguntarse: ¿no podríamos hacer lo propio con los políticos ineptos y despilfarradores animándoles a que se busquen la vida en las antípodas? “España puede tardar 20 años en recuperarse de los recortes en ciencia”, declaraba recientemente el científico y empresario Craig Venter.
En resumen, nuestros dirigentes, con sus recortes y su manera exclusiva de hacerlos, demuestran que hablan de I+D pero no creen en ella y la tratan más como un lujo intelectual que como una inversión efectiva y un motor de primera magnitud para nuestra economía. Evidencian también que no entienden su dinámica porque en ciencia un proyecto interrumpido es, la mayoría de las veces, una inversión que se tira por la borda arruinando años de esfuerzos. “Los científicos y tecnólogos, manejan materias de una enorme importancia para la economía y el bienestar de los países desarrollados pero siguen sin contar en la toma de decisiones. Incluso cuando se trata de aquellas materias que conocen mejor que nadie.”
Por su parte, los científicos, aunque escaldados y sabedores de que la investigación es uno de los primeros capítulos en caer cuando vienen mal dadas, se preguntan cómo es posible que en esta situación se mantenga el apoyo a organismos y entidades que parecen gozar de impunidad, a pesar de que sus órganos rectores han despilfarrado a manos llenas (cada lector puede poner los nombres), y cuyos desmanes tendremos que pagar el resto de los ciudadanos mientras sus gestores, como castigo, se retiran con indemnizaciones de escándalo. ¿Cómo es posible que un simple proyecto de investigación, que ha debido ser evaluado y aprobado, con un presupuesto ridículo, que tiene principio y fin, deba ser auditado antes, durante y después de su ejecución, con una minuciosidad paralizante, mientras que en ese otro mundo, pueden construirse, por ejemplo, aeropuertos que ya nacen muertos?
Como consecuencia, no hay un día en el que pesos pesados de la investigación española publiquen artículos o hagan declaraciones criticando la gravedad de estos errores para con la investigación y sobre la cortedad de miras que trata a la investigación como si fuese una farola superflua que hoy se puede apagar sin más porque mañana, cuando mejoren las cosas, ya la volveremos a encender.
Llama la atención, no obstante, que la mayoría de estas críticas denuncien los hechos pero no analicen sus causas. Este mazazo a la ciencia no puede tratarse como un arma política más cuyo objetivo sea simplemente desgastar a un gobierno. Porque las decisiones de éste no son fruto de una persecución premeditada a la investigación sino la consecuencia lógica de unas profundas carencias que impiden ver el valor económico y cultural de la investigación científica. Y ello, al mismo tiempo, es la resultante de esas mismas penurias ancestrales que anidan en nuestra sociedad y en la cultura ciudadana.
Por eso sorprende que, entre tanto científico justamente quejumbroso, no haya alguno que se pregunte, “¿qué estamos haciendo tan mal los centros y los científicos para que la ciencia pueda ser tan fácilmente maltratada por nuestros gobernantes?” O lo que es igual, “¿por qué estas medidas que empobrecen hasta su peor límite la I+D española y que suponen un grave retroceso en la orientación de nuestro sistema productivo tienen tan poco costo político para quienes las deciden?”. Porque, si nos fijamos bien, las protestas más enérgicas apenas han tenido un eco relevante fuera del propio ámbito de la ciencia. La mayoría de los comentarios en los medios de comunicación tienen más que ver con el análisis económico que con la esencia misma del problema. Parece que a pocos interesa buscar las causas, la raíz de la situación, porque siempre es más sencillo quedarse en la cáscara política sin ir más allá. Si buscamos esas raíces, el nuestro es fundamentalmente un problema instalado en nuestra sociedad que aflora en quienes surgen de ella y que, en este caso, tienen responsabilidades de gobierno. Es cierto que, al menos en materia de ciencia, cabría pedir unos planteamientos y una visión más fundada que la que pueda tener el gran público. Pero, llegada la crisis, ha sido mucho más cómodo cortar y no arriesgarse. Volviendo a la ya citada entrevista con J. Friedman: «Parte del problema es que la sociedad no comprende del todo la importancia de la ciencia y no presiona lo suficiente a los gobiernos para que la apoyen como se apoya el deporte u otras cosas».
Por tanto, a la pregunta del por qué sea tan fácil a nuestros líderes cortar los fondos para investigar, la respuesta es sencilla: sus decisiones, por encima de la crisis puntual que padecemos, expresan la misma visión pobre que sobre el papel de la ciencia tiene la ciudadanía. Nuestros líderes son fruto, en definitiva, de nuestra sociedad que es casi analfabeta (término que utilizaba el ya desaparecido Presidente de la Academia de Ciencias, Martín Municio) en materia de ciencia y tecnología. De poco sirve que la innovación forme parte de nuestras vidas porque el gran público no es consciente del papel decisivo que la I+D desempeña en la solución de sus problemas, incluidos los económicos. Manejamos medios fantásticos, con una tecnología sorprendente, pero sin querer saber nada sobre la ciencia y los principios físicos que los hacen posible. De poco sirve que en las encuestas se refleje que el hombre de la calle tiene en buena consideración la ciencia y a los investigadores. Ello no tiene un reflejo operativo en esa incultura.
Y tampoco se reconoce al conocimiento científico su dimensión cultural. Para la mayoría de los ciudadanos, ciencia y cultura son términos contradictorios que se excluyen mutuamente. Incluso para algunos, la ciencia solo aporta deshumanización cuando sin ella jamás podríamos conocer la verdadera ubicación del hombre en la historia y en el Universo. La sociedad, inmersa en una tradicional manera de entender la cultura, se niega a aceptar que la convulsión tecnológica que estamos viviendo es tal que hemos de ver en ella la esencia misma de nuestro cambio cultural. La incultura y el desconocimiento del sentido de los avances científicos es un grave problema porque conlleva una renuncia a ser ciudadanos informados y capacitados para opinar, intervenir e influir en aquellas decisiones de política científica que nos afectan. Y ello es más peligroso en un país en el que, como el nuestro, sobran políticos y falta una seria política científica. En definitiva, esta situación de la ciencia en los ciudadanos se evidencia en los políticos, en los gobernantes y legisladores, en los empresarios de prensa y periodistas…, y también en muchos funcionarios que pueblan nuestros ministerios y que ni entienden ni les interesa entender cómo se diseña, desarrolla y gestiona l investigación hoy en día, y las singularidades administrativas que necesitaría la ejecución correcta de sus proyectos. El sistema de I+D se encuentra ante un muro rígido, sostenido por una normativa y control administrativos obsoletos, que impiden la gestión ágil y eficaz por los centros.
Llegados a este punto cabe preguntarse: si la causa de muchos de nuestros males proviene de que la ciencia no ocupa el lugar que le corresponde en la sociedad, ¿a quién podemos echarle la culpa? No es este el momento de hablar del primer e importantísimo escalón que son los sucesivos planes de enseñanza que, lejos de fomentar las vocaciones de ciencias, están provocando la huida de los jóvenes a otras disciplinas y el desaliento de tantos profesores de estas materias.
En la búsqueda de responsables, ha sido tradicional culpar también a los medios de comunicación, por dar tan poca importancia y repercusión a las noticias y a las materias relacionadas con la investigación. Y es verdad que, aunque la producción científica en todo el mundo ha aumentado de manera exponencial, los medios no solo no han ampliado sus espacios sino que, en ocasiones, los han disminuido. Los periodistas que escriben e informan de ciencia están muchas veces sometidos a los medios e, incluso, aducen otras razones para justificar la realidad. Así, por ejemplo, una conocida periodista, responsable en su día de la sección de ciencia de su periódico, se exoneraba de toda culpa: “Los periodistas sufrimos las consecuencias de tener una comunidad científica que en realidad no forma una comunidad. Es pequeña, fragmentada y, lógicamente, no tiene apenas peso político o social. No hay científicos famosos o simplemente conocidos. Apenas participan en las decisiones de política científica. No hay casi grandes proyectos científicos, no existen grupos de presión, foros donde se discutan temas que importan a la sociedad, polémicas políticas o sociales relacionadas con la ciencia. O sea, no existen apenas elementos para la actualidad periodística.”
Para algún periodista científico, sin embargo, las críticas a la prensa provienen de un desenfoque sobre su papel en estas materias. En concreto, que afirmaciones como “los periodistas tienen una responsabilidad en la educación científica”, “los periodistas somos mensajeros de los científicos ante la sociedad” o que “el periodismo científico es sobre todo divulgación”, son prejuicios sobre el periodismo científico sobre los que es necesario reflexionar y cambiar. Por nuestra parte, sin entrar a juzgar, por ejemplo, el despilfarro social de tantos programas de televisión que dan vergüenza ajena, preferimos la opinión de Miguel López Rubio, también periodista científico, sobre la responsabilidad de la prensa en la cultura científica de nuestros ciudadanos: “Mientras se siga primando la noticia-anécdota; o la investigación al servicio de la noticia social, mientras no se ponga en valor el hecho investigador en sí, de la misma manera que se pone en valor la creatividad del arquitecto, la pericia del médico al emplear una novedosa técnica, la meticulosidad del diseñador de moda o la maestría del director de cine, no habrá nada que hacer. Y en eso, de nuevo, es necesario apelar a la comunidad científica y a quienes nos dedicamos a la divulgación: somos responsables de hacer lobby, de convencer al gatekeeper (ese guardián de la puerta que deja entrar unas noticias en la agenda mediática y otras no) sobre la importancia del trabajo científico y de quienes lo hacen. Los investigadores deben ser nuestros aliados y vencer el miedo a la exposición. Algo parecido les ocurre a los arquitectos: puede ser que Norman Foster o Gehry sean denostados por muchos de sus colegas con el título de ‘arquitectos estrella’ pero es igualmente cierto que, gracias a ellos, la arquitectura como arte que se supera a sí misma y ha llegado al gran público.”
Los medios son intermediarios, canales de transmisión de los mensajes, puentes entre la ciencia y la sociedad pero no son los que investigan y crean conocimiento. Por ello, se quiera ver o no, lo que estamos viviendo demuestra que no es suficiente investigar aún sabiendo que la primera responsabilidad de los científicos para con la sociedad sea hacer ciencia de la mejor calidad. Los resultados de la investigación no pueden quedarse en un coto cerrado como si fuesen propiedad exclusiva de los científicos.
La sociedad reclama aumentar sus conocimientos, saber más de las cosas que manejan los científicos, que se transmitan capacidades tecnológicas a las empresas para que sean más competitivas y, en general, que los resultados y los avances mejoren su calidad de vida. En definitiva, es necesario que la sociedad perciba que le llegan los ‘retornos sociales de la ciencia’, a los que tiene derecho porque paga las facturas de la investigación.
Por ello, los centros de investigación necesitan, primero, percatarse de esta situación que no es sólo mala para los ciudadanos sino también, y como se demuestra ahora, para los propios investigadores; y, segundo, poner de manera decidida los medios necesarios para convertir a los ciudadanos en sus mejores aliados. Esta será la mejor defensa frente a las decisiones políticas equivocadas.
La política de acercamiento sólo puede provenir de la orilla de la investigación. Porque nadie da lo que no tiene y la cultura científica no puede surgir de quien carece de ella. Por eso, no habrá cambios sobre estas materias en la sociedad si no logramos modificar previamente la actitud de muchos científicos que deben bajar de su torre de marfil, entender que son los ciudadanos los que financian su trabajo y que no es rebajar ni desprestigiar la ciencia cuando se difunde al gran público en un lenguaje asequible.
La comunicación y divulgación de la ciencia no es una obligación individual de cada científico pero sí una responsabilidad colectiva. A los investigadores solo se les pide que den facilidades a los comunicadores especializados para que hagan llegar sus resultados de manera comprensible. Ésta es más una obligación de los centros y de las universidades que deben disponer de estructuras permanentes para difundir lo que hacen y buscar puentes de encuentro con el público. Así lo entendió en su día la entonces ministra Mercedes Cabrera que impulsó la creación de las Unidades de Cultura Científica como departamentos permanentes cuya misión es servir de interface entre los centros y los medios de comunicación o directamente con la población.
Gracias a ello, las cosas han mejorado aunque de manera insuficiente y muchos científicos no sólo colaboran actualmente con estas unidades sino que tienen sus propios blogs porque consideran que la mejor divulgación tiene que provenir de ellos directamente. Internet y las redes sociales abren posibilidades inimaginables de encuentro directo y suprimen la dependencia de las agencias de noticias y medios de comunicación tantas veces interesados. Permiten además colgar todo tipo de materiales audiovisuales para ilustrar las noticias y llegar a los receptores de manera más acorde con nuestra cultura visual. Por ello, los centros necesitan disponer de servicios multimedia preparados para ilustrar las noticias con esos materiales y tener mejor acogida en las televisiones y medios digitales. No obstante, sólo estamos comenzando y se necesita tiempo para lograr mejores resultados. Un artículo en la revista Science advertía de que la comunicación científica en internet no está logrando alcanzar al gran público y que el elitismo, la endogamia, el declive del periodismo y el desconocimiento de las redes sociales lastraban su difusión.
En definitiva, esta crisis que ha golpeado los fondos para la investigación es más el efecto de un grave desconocimiento que una exigencia de nuestra situación económica. Por ello, es un buen momento para plantearnos las relaciones de la ciencia con los ciudadanos, si queremos que quienes gobiernan modulen sus decisiones sobre la I+D en el futuro. La sociedad tiene todo el derecho a que, desde la ciencia, le trasmitamos mucho mejor nuestros mensajes y elevemos su conocimiento de lo que la investigación significa para todos. Con palabras de J. Friedman: “Debemos persuadir a la sociedad de que la ciencia es relevante, tenemos que escuchar las preocupaciones sobre algunos problemas que pueden asociarse a la tecnología y hacerles frente. Pero sin la participación de la sociedad en el debate, careceremos de interlocutores y de apoyo”.
No podemos finalizar sin decir que la divulgación también cuesta dinero. De la misma manera que solicitamos del Estado que dedique un significativo tanto por ciento del PIB a la I+D, también le podemos pedir que mantenga al menos las dotaciones destinadas al Plan de Comunicación que se canalizaban a través de FECYT. Los centros, por su parte, deben aportar su grano de arena, manteniendo sus Unidades de Cultura Científica y destinando un suficiente tanto por ciento a divulgar sus resultados.
* No sorprende que el pasado 27 de febrero, la Confederación de Sociedades Científicas de España (COSCE), escribiese una carta al Presidente del Gobierno denunciando, entre otras cosas, la obstaculización de fondos para la I+D por parte del Ministerio de Hacienda.
Luis A. Martínez Sáez es físico, responsable de Comunicación, Ediciones y Divulgación del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC) donde fue pionero en crear una Unidad de Cultura Científica. Es director de la Fundación Starlight, y autor del libro Comunicar la Ciencia (Cotec, Colección Innovación Práctica, 2006)
Edición realizada por César Tomé López a partir de materiales suministrados por CIC Network
“Ciencia y crisis, ¿examen de conciencia?” por Luis A. Martínez Sáez
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