Viene de Las humanidades contraatacan
A comienzos de los años noventa los científicos reaccionaron finalmente contra la creciente presencia intelectual e institucional de lo que hemos dado en llamar “estudios de la ciencia”.
En 1994 dos científicos, Paul Gross (biólogo) y Norman Levitt (matemático), publicaron una invectiva titulada Higher Superstition: The Academic Left and Its Quarrels with Science (Superstición superior: La izquierda académica y sus objeciones a la ciencia) contra el constructivismo social de los estudios de la ciencia y el relativismo de la teoría postmoderna, que entendían que era su sustento filosófico.
Gross y Levitt temían en concreto las consecuencias para las universidades, donde los estudios de la ciencia estaban ganando terreno a expensas de la ciencia propiamente dicha, a cuenta de suponerse que evaluaban el trabajo de los científicos desde una perspectiva externa a la propia disciplina objeto de estudio. La libertad académica de los distintos estudiosos en otros campos de elegir sus temas de investigación no daba derecho, según Gross y Levitt, a analizar el trabajo en las ciencias o, si lo daba, los científicos tendrían entonces el derecho simétrico, esto es, deberían poder evaluar el trabajo de la gente de humanidades en general y, en concreto, el de los sociólogos y filósofos de la ciencia.
Dos años más tarde Alan Sokal (físico) escribió una parodia de análisis postmoderno de la gravedad cuántica (Transgressing the Boundaries: Towards a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity) , llena de errores científicos de bulto (intencionados) y con lo último en jerga académica, y lo envió a Social Text, una revista famosa por sus posiciones postmodernas. Los editores de la revista la tomaron como un texto serio y la publicaron en un número dedicado a las science wars, por lo visto considerando a Sokal como un científico que se pasaba al lado oscuro. Cuando Sokal puso de manifiesto la farsa las science wars llenaron los titulares de la prensa generalista. El caso Sokal provocó muchas risas a cuenta de los crédulos (y, en cierto modo, ignorantes) “teóricos de la cultura” y muchas discusiones tormentosas en los vasos de agua académicos.
Pero como saben los estudiosos de la historia, las guerras no estallan cuando quieren, sino cuando “deben”, esto es, cuando se dan las circunstancias socioeconómicas que hacen probable el conflicto.
No debemos olvidar que, si bien las circunstancias académicas eran las mismas, a estos efectos, en todo el mundo occidental, las science wars estallan en Estados Unidos.
En 1989 había caído el muro de Berlín. Con el fin de la Guerra Fría el apoyo financiero a la ciencia por parte del gobierno de los Estados Unidos estaba reduciéndose y un congreso en mano de los republicanos estaba amenazando con cortar aún más las inversiones federales en ciencia (y humanidades). Los recortes adquirieron nombre y apellidos con la cancelación del Gran Colisionador Superconductor (SSC, por sus siglas en inglés) en 1993. Este colisionador habría sido mucho mayor que el LHC del CERN en Ginebra: para que nos hagamos una idea, con 13 TeV de energía combinada (6,5 TeV por protón) el LHC ostenta el récord de energía de un colisionador, bien el SSC habría tenido 40 TeV (20 TeV por protón) para empezar.
A raíz de esta cancelación las discusiones en torno a en qué se gastaba el presupuesto y bajo qué criterios fueron motivo de discusiones recurrentes en círculos académicos. Lo que se percibía como la continua disparidad entre lo que recibían las ciencias y las humanidades y su rendimiento para la sociedad, y la probable influencia de la literatura de sociólogos y filósofos de la ciencia en un Congreso donde la gran mayoría de sus miembros tenía formación humanística, coadyuvaron a que los científicos adquirieran consciencia de los retos a los que se enfrentaban su estatus tanto intelectual como institucional.
Las science wars no han terminado. La proliferación y el amparo institucional a las pseudociencias es solo la punta del iceberg. El lado oscuro es cada vez más fuerte.
Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance
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Robert
Yo pienso sencillamente, que la maltrecha economía de los EUA no daba para mas. Y de hecho a muchos gobiernos no les gusta gastar en ciencia.