El gorrión cantor, Melospiza melodia, es un pájaro de Norteamérica. Al parecer tiene un agradable canto –de ahí su nombre- y ningún rasgo de especial relevancia lo distingue de tantos y tantos pajarillos como en el mundo hay. Pero se da la circunstancia de que del gorrión cantor sabemos que el miedo a los depredadores tiene un efecto muy marcado sobre su potencial reproductor.
Que un depredador tienda a reducir o, al menos, controlar el tamaño de las poblaciones de sus presas es una noción sólidamente establecida. Al atacarlas, el depredador no sólo hace que disminuya su número actual, sino que también tiende a reducir el número de sus futuras presas potenciales, puesto que los individuos capturados ya no dejarán ninguna descendencia. Hay ocasiones en que los propios depredadores pueden acabar despareciendo como consecuencia de haber disminuido de forma excesiva el tamaño de la población o poblaciones que les sirven de alimento. Pero lo que aprendimos con Melospiza es que, además de ese efecto directo, los depredadores pueden ejercer un notable efecto indirecto sobre los efectivos de las poblaciones de presas a través del miedo que les provocan.
Los gorriones cantores que perciben la presencia de depredadores en su entorno anidan en zonas de vegetación más densa, tienen un comportamiento más miedoso –o más cauto-, permanecen menos tiempo en el nido incubando los huevos y, por último, frecuentan menos el nido para alimentar a los polluelos tras la eclosión. Como consecuencia de todo ello, el número de crías de una madre atemorizada es hasta un 40% inferior al de las que no perciben amenaza alguna. Ese es el que, con toda propiedad, cabría denominar coste del miedo.
Pues bien, no son sólo los gorriones cantores los que sufren de forma desproporcionada los efectos de sus depredadores. En un enclave del Canadá donde se ha investigado este fenómeno, el miedo que causan sobre los mapaches los perros –que son sus principales depredadores- hace que aquéllos reduzcan de forma notable el tiempo dedicado a buscar comida, eviten las áreas en que perciben la presencia de éstos, y dejen de consumir los alimentos que abundan en esas áreas. En el caso de los mapaches esos alimentos son otros animales (cangrejos, gusanos y peces, sobre todo) que se libran de ser comidos, ya que son las presas que, a su vez, son atrapadas por los mapaches cuando éstos se encuentran fuera de peligro.
Si reparamos en las implicaciones profundas de todo esto, nos daremos cuenta de que los efectos del miedo no sólo van más allá de alterar el modo de vida de los mapaches, con lo que ello conlleva en términos de adquisición de recursos alimenticios y, por lo tanto, de sus consecuencias en lo relativo a su potencial reproductor. Además, al incidir en otras especies -fundamentalmente en aquellas que el mapache deja de depredar- ejerce profundos efectos sobre la red trófica (que es el conjunto de individuos relacionados entre sí por servir unos de alimento de los otros) y, por ende, sobre el funcionamiento del ecosistema en su totalidad.
Seguramente no en todos los casos se producen fenómenos como los aquí descritos, pues no siempre se encuentran presentes las mismas o similares especies, pero lo cierto es que el miedo puede ejercer un profundo impacto sobre el funcionamiento de los ecosistemas. Sabíamos de su influencia en las relaciones interpersonales, así como del papel que puede jugar en las sociedades humanas y en las relaciones internacionales. Vemos ahora que esa emoción tan básica, puede incluso llegar a dibujar eso que los especialistas en ecología denominan “paisaje del miedo”.
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU
Este artículo fue publicado en la sección #con_ciencia del diario Deia el 13 de marzo de 2016.