Este texto de Antonio Lafuente apareció originalmente en el número 3 de la revista CIC Network (2008) y lo reproducimos en su integridad por su interés.
El altruismo ya es moneda de curso legal. Cotiza al alza. Todos los días la prensa nos muestra cierta perplejidad al informar de que las organizaciones que lo incorporan como elemento estructural de su diseño adquieren ventajas comparativas. Vender gratis, por ejemplo, ya no es una práctica absurda. Hay muchas firmas cuyo negocio es dar servicios gratuitos para atraer usuarios que dejen registro de su presencia y criterio, una información que las nuevas tecnologías pueden convertir en un recurso aprovechable para vender publicidad. En el extremo de esta estrategia, característica de empresas como Google, eBay o Amazon, se crea un nuevo tipo de clientes en la red y transforma a los tradicionales usuarios en los nuevos produsers (produsuarios), gentes cuya conducta virtual ayuda a identificar tendencias. Las empresas no son altruistas pero han adoptado algunos de los perfiles que definen la cultura del altruismo, como lo son el libre acceso o el trabajo voluntario, pues obviamente los produsuarios no obtienen nada a cambio por su deambular nómada, salvo satisfacer la curiosidad.
En efecto, la gratuidad es aparente, porque alguien paga los servicios que se regalan. El caso, sin embargo, está dando mucho que pensar sobre el futuro de la economía, el papel de la cooperación y las fronteras que separan a los que producen de los que consumen. De pronto, el mundo se ha hecho más complejo y ya no encaja plenamente en los discursos dominantes desde el siglo XIX y hasta el final de la guerra fría. Es verdad que siguen siendo mayoría los defensores del interés individual como motor que regula y racionaliza nuestras sociedades.
La inercia que mantiene viva semejante creencia es imponente. Tanto que el altruismo vino a caer en un descrédito tan grande que Nietzsche lo calificó de moral de los esclavos, una retórica que exigía de los subalternos apoyarse entre sí para aminorar en lo posible la insostenibilidad de un mundo construido sobre los privilegios de los menos y la explotación de las masas. Altruismo, sumisión y caridad eran términos intercambiables y, en su conjunto, el alimento que se servía a los desheredados.
Pero las cosas están cambiando y el altruismo comienza a tener un prestigio social difícil de ignorar. Empecemos por lo obvio: el tercer sector, ese que conforman las ONG y otras formas de asociacionismo cívico, presupuestó en Francia por valor de 2.600 M€ durante 2006 y mantuvo el equivalente a 40.500 empleos de jornada completa. Hablamos de unas 40.800 organizaciones, cuya financiación procede en un 60% de donaciones privadas. En el Reino Unido se calcula que en 2004 había alrededor de 6 millones de militantes medioambientalistas y que los 23 millones de voluntarios que prestaron algún tipo de servicio social aportan 90 millones de horas de trabajo gratuito a la semana, cuyo coste a precios de mercado se eleva hasta los 45.000 M€ al año.
La historia misma de las ONG nos enseña que su recorrido ha sido tortuoso hasta lograr que, tras muchos conflictos con sus estados de origen, el sistema de Naciones Unidas comience a reconocerlas desde la década de 1990 como interlocutores de mérito. El altruismo entonces no está exclusivamente dirigido hacia los colegas, los compatriotas, los consanguíneos, los camaradas, los cofrades o los correligionarios, sino que, por el contrario, abre su ámbito de actuación hacia los humanos, en tanto que humanos.
Mucha gente sabe ya que Wikipedia es una enciclopedia hecha por millones de voluntarios, lo que hace inevitable la pregunta de cómo puede funcionar una empresa editorial donde los roles de autor, editor y lector son tan difusos. Ninguna respuesta es mejor que los hechos crudos: Wikipedia existe desde 2001 y sólo la versión inglesa tiene ya más de 2,3 millones de entradas. No hace mucho supimos que hay una fuerte correlación entre la calidad de un artículo y el número de ediciones que recibe. Para comprobarlo se diseñó un algoritmo capaz de analizar automáticamente los 50 millones de ediciones realizadas por los 4,79 editores de los 1,48 millones de artículos que incluyó la versión inglesa hasta noviembre de 2006. El resultado obliga a reflexionar a quienes dudan si pueden producir verdadero conocimiento millones de gentes extrañas entre sí y de quienes ignoramos sus calificaciones. El caso de Wikipedia, como el del software libre, prueba que la cooperación funciona para preservar bienes compartidos y también para crear otros que, a su vez, conforman nuevos ámbitos de sociabilidad.
Los neurofisiólogos además están comprobando que los pensamientos altruistas activan zonas primitivas del cerebro y cercanas a las relacionadas con el sexo y la comida. Lo que podría resumirse diciendo que hacer el bien “da gustito”. Por su parte, muchos etólogos coinciden en que todas las especies resuelven los conflictos de una manera muy parecida, lo que avala la hipótesis de que la capacidad moral es una cualidad intrínseca del cerebro.
Hace unas semanas E. O. Wilson (Harvard) se ha embarcado en una polémica con R. Dawkins (Cambridge), ambos reconocidos científicos y polémicos defensores de la sociobiología, porque el norteamericano quiere desdecirse y admitir que la selección por grupos, y no de parentesco, es el motor de la evolución. El asunto es tan significativo que merece varios párrafos. Para entenderlo, tendremos que acercarnos hasta Darwin y explicar cómo supo resolver el problema de que existiera lo social o lo común en un mundo dominado por el principio de supervivencia de los mejor adaptados. Para T. Huxley, nombrado “perro guardián” del evolucionismo decimonónico, nada había de escandaloso en que el mundo se construyera a dentelladas. No importa cuán obscenas fueran sus ideas, porque la cuestión de fondo queda sin resolver, dado que la existencia de insectos sociales era inexplicable para las versiones más simplistas del cuadro darwiniano. Era imposible ignorar la existencia de unos 500 estudios sobre estas especies admirables, y no falta quien habla de idilio entre los científicos y las abejas. Sea como fuere, lo cierto es que las colmenas cuestionaban el principio de selección, pues si contenían miembros cuya función como obreras les impedía reproducirse, era lícito preguntarse si la selección actuaba sobre los individuos o sobre las agrupaciones. Para resolverlo, Darwin inventó el concepto de instinto social, una especie de fuerza innata que movía a los animales a vivir en comunidades, una práctica basada en la división fisiológica del trabajo que les permitía sacar ventaja en la lucha por los recursos. Y así, lo mismo que los criadores logran perfeccionar las razas, también la naturaleza seleccionaba los grupos que cooperaban entre sí. O, en otros términos, que el egoísmo era una especie de patrimonio tribal y el garante de su continuidad histórica. Nadie, sin embargo, estaba demasiado satisfecho con esta solución de compromiso.
Algunos, como P. Kropotkin, no podían admitir que la historia de la vida fuera la de una carnicería despiadada y acusaron a los darwinistas furibundos de haber dado cobertura científica al dominio de los blancos sobre el planeta. La experiencia del anarquista, militar y príncipe ruso era muy distinta a la acuñada por el profesor de Cambridge, pues sus observaciones no se hicieron en los trópicos, sino en expediciones que recorrieron 80.000 km. por Siberia, una geografía extrema y de la escasez que forzaba la cooperación para sobrevivir. La lucha no era entre especies sino con el entorno. Así, mientras los darwinistas (que no Darwin, como ya se dijo) construyeron un mundo para superdotados y ventajistas, sus críticos lo explicaban mediante las nociones de altruismo, mutualismo y simbiótico. Y es que la ambigüedad moral de la biología hacía aborrecibles las nociones de progreso y de naturaleza.
Medio siglo de debates no contribuyeron a disolver las desconfianzas entre naturalistas. Y, la verdad, las discusiones ni pasaron desde el ámbito de la observación al de la experimentación, ni lograron deslindar las diferencias entre orden moral y orden natural. La genética vino en ayuda de quienes querían definiciones estrictas de altruismo y de adaptación para que dejaran de ser instintos nobles o crueles, si bien ocultos, transformándose en variables experimentales y consensuadas.
Dicho y hecho. Desde entonces, mediados de los 50, un individuo evoluciona -se adapta, pensaba Darwin; vence, diría Huxley-, cuando traspasa su contingente genético a la mayor cantidad posible de descendientes, ya sea mediante muchos apareamientos, ya sea protegiendo la descendencia de hijos, hermanos y parientes. Así, cuanto mayor es la consanguinidad mejor se entiende el altruismo, un gesto que en biología implica una disposición a sacrificarme en beneficio de otros. El altruismo entonces, cuando es por los tuyos, sólo es un disfraz que oculta al gen egoísta. En pocas palabras, la llegada de los grandes teóricos del neodarwinismo, J.B.S. Haldane y sobre todo W. Hamilton, el genio que convirtió tan intrincados debates en un problema matemático absorbido por la teoría de juegos, dio fundamento a la noción de selección por parentesco, dejando de lado la querella sobre si el principio de selección actuaba en los individuos o en los grupos. El centro de gravedad de la evolución estaba en los genes, lo demás eran patrañas y prejuicios. Y así, si aceptamos de buen grado liquidar nuestras viejas afecciones por el cuerpo, su imagen y su historia, y nos conformamos a verlo como una carcasa que sólo sirve para transportar genes entre generaciones -esta es la manera de hablar que hizo rico y famoso a Dawkins -, entonces el altruismo de las abejas o, en la naturaleza, no es más que una fantasía (para esclavos) que ayudó a pasar el rato a muchos filósofos y no pocos naturalistas. La propuesta desdeñaba cien años de esfuerzos para reconciliar biología y antropología. Pero, no era fácil, porque cada día comprobamos que el mundo, también el natural, no se agosta víctima de depredadores, abusones y codiciosos.
Muchos biólogos quedaron fascinados por el giro dado por los estudios sobre la evolución, convirtiendo un saber de exploradores y naturalistas en una disciplina para bioquímicos y matemáticos. Desde la década de los 60 es el paradigma dominante, pero en su robustez hay fisuras que reclaman atención. Por ejemplo, por muy sólidas que sean las leyes naturales, es absurdo exigir a los individuos que entiendan de estadística o de fisiognómica para saber por quién sacrificarse o con quién aparearse.
Lo razonable es atribuir semejantes decisiones a razones de contigüidad y no de herencia. De ahí que la selección por parentesco acaba siendo un caso especial de selección por grupos. Para explicarlo, nos ayudaremos de un juego creado en 1950 en la Rand Corporation y que goza de gran fortuna entre los biólogos y los economistas: el dilema del prisionero. El escenario es simple: usted y su cómplice en un crimen son interrogados por separado. Si ninguno habla (cooperan), ambos tendrán una sentencia pequeña (1 año de cárcel). Si los dos se acusan entre sí (delatan) habrá una condena mediana (3 años). El problema es que si uno colabora y el otro no, el que calla recibirá 5 años de castigo y el egoísta saldrá libre. ¿Qué hacer? El dilema es más frecuente de lo que quisiéramos y la respuesta racional es obvia: conviene colaborar. Lo que ocurre es que no siempre somos racionales, como quería Adam Smith, el ideólogo del laissez faire y la mano invisible. Lo normal es que uno traicione al otro, pues el delator pensará que su cómplice hizo las cábalas necesarias para concluir que debe colaborar. En efecto, la noticia es pésima para los amigos del altruismo, pues lo mejor es aprovecharse e ir a por todas. Pero la solución es buena si sólo hay un encuentro, pues cambia radicalmente si hay iteración, es decir si se repite muchas veces y, ante la disyuntiva de colaborar o delatar, se opta por la misma respuesta que eligió tu cómplice en la vez anterior. Lo que interesa hacer cabe en la simplicidad del toma y daca, es decir en la conducta que los biólogos llaman altruismo recíproco: te ayudo si me ayudas.
Sería perfecto, pero exige que aceptemos la remuneración demorada, lo que nadie, en principio, puede garantizar. La conducta altruista entonces es de muy alto riesgo, salvo que sean muchos los jugadores y se multipliquen los procesos. En fin, que las matemáticas dan la razón a quienes, contra las tesis de Malthus, ven una tarta que no deja de ensancharse. Y quienes rabien contra estos optimistas empedernidos, siguen teniendo que explicar el mismo problema de siempre: ¿por qué el mundo no colapsa?
Está claro que si hubiera más egoístas que altruistas se agostaría el bien del que quieren apropiarse. Y, por favor, ¿no es absurdo decir que la conducta egocéntrica les sirve a los egoístas para que siempre haya más altruistas de los que aprovecharse? También nos encallamos en lo tautológico si exigimos que el altruismo sea puro, sin posibilidad de movilizar ningún interés individual, tribal o colectivo, pues estaríamos definiendo como altruista una cualidad que es evolutivamente insostenible.
La selección por grupos ha sido argumentada por muchos biólogos y la mayoría atribuye a R.L. Trivers el mérito de haberla formulado en unos términos que suenan razonables. Para empezar, logró que el altruismo dejara de ser un problema exclusivamente genético y matemático, dando nuevo valor a los estudios de campo y al análisis de casos concretos. Los evolucionistas, obsesionados por los trabajos de laboratorio, se habían alejado demasiado de los bichos. Las investigaciones de Trivers encontraron que la conducta era consecuencia de la evolución, una deriva que exige de los animales cierta capacidad de empatía o, con otras palabras, una facilidad para detectar a los polizontes y demás “carotas” que intentan soslayar la regla de la reciprocidad. Dirán los escépticos que de nuevo la biología dejó de hablar el lenguaje de las variables cuantificables para regresar sobre la moralina civilizatoria. Pero, no. Lo que acaba de sostener Wilson es que la sociobiología avala la tesis de que el altruismo recíproco puede evolucionar.
La traza que va tomando este debate nos lleva a considerar la viabilidad de los grupos en el marco de lo que los economistas llaman tragedia de los comunes, un concepto de G. Hardin y que utilizó para explicar la desaparición de los bienes comunales en la Inglaterra moderna. El agostamiento de los pastizales se produjo porque alguno de los usuarios decidió poner a pastar alguna vaca más, lo que anima a los otros comuneros a imitar la conducta y, en fin, a acelerar la destrucción del bien que compartían. Los economistas neoliberales acogieron las ideas de Hardin con entusiasmo, como un aval para sus defensas de la gestión privada de los bienes (cerramiento), evitando así los abusos mediante reglas estrictas. E. Ostrom probó que la crisis del procomún, los bienes de todos y de nadie al mismo tiempo, tiene su origen en una crisis de gestión y que confundir, como hizo Hardin, bien comunal con libre acceso, sólo conduce a planteamientos extraños, como denunciar la ambición predicando la privatización. De hecho, el recorrido de Ostrom por los bienes comunes en varias épocas y culturas permitía conclusiones contundentes: funcionan si encuentran (y no hay manual, sino ensayo y error) su manera de ser gestionados.
Y esta parece ser también la situación en la que se encuentran los grupos viables por selección. No podemos hablar de ninguna forma de agrupación sin referirnos al bien que la sostiene y/o contribuye a sostener, y así lo que hay que estudiar son las distintas estrategias que les permiten conservar su identidad colectiva. O, en otros términos, sin procomún no hay comunidad, y las comunidades que no aprenden a gestionar el “pastizal” que las sustenta, derivan hacia la tragedia de los comunes: colapsan si no logran que prospere el altruismo recíproco. Y dos palabras más, antes de concluir. Los colapsos, naturales o sociales, son difíciles de observar porque tienden a no dejar huella, dado que, como dicen quienes saben de teoría de juegos y de genética darwiniana, son el resultado de procesos que no pueden evolucionar.
¿Es el procomún entonces el destino que nos une a todos? ¿Son los bienes comunes nuestro implacable futuro, los únicos sistemas que pueden evolucionar? S. J. Gould dedicó gran parte de su vida a luchar contra cualquier forma de teología en la evolución. Lo hizo para combatir a los partidarios de la eugenesia, las razas superiores y el coeficiente de inteligencia, como también para frenar a quienes veían muy lógico que los mejores triunfaran sobre los peor dotados. Tenía razón. Hoy no vamos a darle la vuelta a la tortilla para hacer darwinismo buenista.
Antonio Lafuente. Es doctor en Ciencias Físicas y, desde 1987, investigador científico en el Instituto de Historia del CSIC. Durante 1989 y 1990 fue Visiting Scholar en la Universidad de California (Berkeley). Entre sus libros se encuentran Los mundos de la ciencia en la Ilustración española (Madrid, 2003) y El carnaval de la tecnociencia (Gadir, 2007).
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Edición realizada por César Tomé López a partir de materiales suministrados por CIC Network
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