En una anotación anterior presentábamos el modelo imponderable, el primer modelo estándar de la física. Hoy vamos a ver cómo evolucionó a lo largo del siglo XIX y cómo el afán por completarlo llevó a una física más allá del modelo estándar.
El modelo imponderable, que se había ganado su lugar como el estándar alrededor de 1800, tenía dos virtudes principales. Por una parte explicaba inmediatamente la existencia de los fenómenos por la mera presencia del agente correspondiente y, por otro encajaba con la moda científica de la época: la cuantificación.
En 1785, Charles Augustin Coulomb estableció, para satisfacción de los miembros de la Académie des Sciences de París, que las fuerzas entre los fluidos en la electricidad y en el magnetismo disminuían, como lo hacía la fuerza de la gravedad, con el cuadrado de la distancia entre los elementos que interactuaban.
Pierre Simon de Laplace y su escuela mantuvieron durante mucho tiempo la ambición de cuantificar las fuerzas a distancia que se suponía que actuaban entre los elementos del fluido de calor (que ellos llamaban calórico) y entre las partículas de luz y la materia. Hoy puede parecernos absurdo por irreal pero Laplace y Jean Baptiste Biot se las arreglaron para, a partir de estas premisas, y en el marco del modelo imponderable, explicar con detalle la refracción, tanto simple como doble, la polarización y otros fenómenos ópticos.
Tomando literalmente el concepto de calor como fluido conservado, Laplace creó una magnífica teoría de los procesos adiabáticos que resolvía el viejo problema de la escandalosa discrepancia entre los tratamientos teóricos y los resultados experimentales de las mediciones de la velocidad del sonido en el aire. Si bien no hacía uso de fuerzas a distancia, esta teoría adiabática asumía (y potenciaba la creencia en) la existencia del calórico.
Hasta aquí las virtudes. El fallo más grave en el modelo imponderable no es el que todo podríamos pensar de entrada, esto es, la multiplicación en el número de fluidos sin peso en una época en la que la química estaba aprendiendo a vivir estrictamente según la balanza, sino la independencia ontológica de estos fluidos. La unificación que parecía proponer el modelo se basaba más en el paralelismo entre los tratamientos de los fenómenos que en la conexión entre los agentes.
Esta debilidad pareció empezar a superarse con la relación entre electricidad y magnetismo descubierta por Hans Christian Oersted en 1819 al observar que un cable por el que circula una corriente eléctrica actúa sobre un imán y a la inversa.
Pero fue un espejismo. El abandono paulatino de la teoría corpuscular de la luz en favor de la ondulatoria que empezó a comienzos del XIX, y la destrucción sin paliativos del calórico por parte de la teoría cinética del calor a mediados de siglo, acabaron con los fundamentos del modelo.
Era necesario una nueva síntesis, un nuevo modelo global. Este pareció surgir con la unificación que realizó James Clerk Maxwell de la electricidad, el magnetismo, la luz y el calor radiante. Esta unificación despertó la fiebre electromagnética y alrededor de 1900 la idea era reducir la materia a electromagnetismo. Max Planck era un firme partidario de esta idea, y de sus investigaciones para completar el programa electromagnético surgió la hipótesis cuántica que lo acabaría trastocando todo.
El modelo imponderable falló y el electromagnético no llegó a cuajar. Hoy conservamos como recuerdo del imponderable algunas ideas, como la de electrón, corriente eléctrica o flujo de calor, que tantos quebraderos da a los estudiantes de termodinámica al dotarlos de un lenguaje de otra época.
Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance
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