Este texto de Alfonso Jesús Población apareció originalmente en el número 12 de la revista CIC Network (2012) y lo reproducimos en su integridad por su interés.
Quedaban unos días para que cumpliera 42 años cuando fue encontrado muerto en su habitación con claros síntomas de envenenamiento. A su lado una manzana mordida. ¿Quién era aquel anodino tipo que poseía una medalla del Imperio Británico, una de las mayores distinciones del país? Se hicieron todo tipo de especulaciones, especialmente sobre su compleja vida personal, pero casi nadie fue consciente de lo que aquel hombre legó a la humanidad. Este año se celebra el centenario de su nacimiento, pero quizá tenga que pasar más tiempo para poder valorar con ecuanimidad sus decisivos trabajos.
Alan Mathison Turing nació en el barrio londinense de Paddington el 23 de junio de 1912, durante un permiso de trabajo de su padre, funcionario británico en la India. Unos meses después, sus padres deben regresar a aquel país, decidiendo que sus dos hijos permanecieran en Inglaterra pensando en que su salud no se resintiera con las asfixiantes temperaturas de Madrás. Quedan bajo la tutela del matrimonio Ward, un coronel retirado y su esposa, de férrea ideología victoriana, en un pequeño pueblo costero del sureste del país, a 90 km. de Londres.
El ambiente en el que transcurre la infancia de Alan y su hermano John no puede decirse que fuera demasiado estimulante, ni social, ni intelectualmente. No se les permitía jugar a lo que deseaban, sufrían un estricto control de los horarios y hasta su madre recibía quejas porque John pasaba demasiadas horas en la biblioteca. Convivían con otros niños, las cuatro hijas del matrimonio y algún que otro huésped, a los que posteriormente se sumarían sus primos, aunque se procuraba que no tuvieran ningún tipo de relación con niños de clase trabajadora para no ‘perjudicar su educación’. Paseos por el desolado puerto marítimo, picnics en las pedregosas playas de St Leonards, o compartir el té con la servidumbre eran todo lo que ofrecían los Ward, que, a pesar del exclusivismo, poco se preocupaban por la formación de sus inquilinos (Alan, por ejemplo, aprendería a leer por su cuenta en tres semanas a través de un popular manual pedagógico británico, Reading without tears).
La vuelta a Inglaterra de la Sra. Turing en 1916 no mejoró la situación personal de los hermanos: John es internado en una escuela preparatoria de Kent, mientras Alan es obligado a acompañar a su madre en sus aficiones (ceremonias dominicales de la parroquia anglicana de la que era miembro activo destacado y largas sesiones de acuarela). Quizá debido a todas estas circunstancias, Alan fue manifestando un carácter contestatario, descarado y abiertamente hostil a aquellos que sucesivamente lo fueron tratando, la Sra. Ward, la niñera que dirigía el servicio de la mansión y después a su propia madre. Dos años después, Alan es también internado en el mismo centro que su hermano con el único objetivo de aprender latín, disciplina obligatoria para ingresar en una public school (instituciones privadas a pesar de su nombre). Una de las aspiraciones de las familias británicas de clase media con deseos de prosperar de la época era dar a sus hijos estudios en estas escuelas. Su madre se mostraba muy preocupada por la actitud de su hijo, que presentaba cuadernos con tachones, manchas y redacciones sin sentido alguno, mostrando el hastío con todo lo que proponían, básicamente la lectura y el estudio de autores clásicos. Él se sentía fascinado por la Naturaleza, los experimentos químicos, los números, pidiendo como regalos de Navidad, mapas y libros relacionados con las Ciencias. Sus padres recurrieron a profesores particulares en épocas vacacionales, alguno de los cuales se percató del potencial intelectual del chico.
Pese a todo, Alan aprobó el examen de ingreso en Sherborne en 1926, aunque las cosas no cambiaron mucho. Su mayor aliciente era auto resolverse las cuestiones que se planteaba, y sobre todo compartir sus inquietudes científicas con Christopher Morcom, un compañero un año mayor. La familia de Morcom disponía de un telescopio y laboratorios con los que los chicos aprendían por su cuenta. En esta época, con dieciséis años, Alan lee la teoría de la relatividad de Einstein, y es capaz de explicitar las críticas del científico a las leyes de Newton sin que éstas aparezcan en el texto original.
Desgraciadamente, su optimismo no dura mucho. En 1930 Morcom muere repentinamente, lo que sume a Alan en una profunda tristeza. Su innata rebeldía no acepta este hecho y trata de indagar en la mecánica cuántica si de algún modo mente y espíritu (a pesar de las críticas a las ideas religiosas de su madre, lleva escuchando desde niño aquello de la trascendencia del ser humano a la muerte) perviven. El afecto a su amigo es tal que escribirá cartas a la madre de Morcom durante tres años mostrándole no sólo su pesar sino también sus esperanzas de poder ‘comunicarse’ con él de algún modo. Aunque suene a descabellado, sus planteamientos serán retomados años después por otros científicos como Roger Penrose y Stuart Hameroff.
Su ingreso en el King’s College de la Universidad de Cambridge en 1931 supuso para Alan un punto de inflexión en cuanto a lo que hasta ese momento habían sido decepción tras decepción respecto a la vida académica, y también personal. Esta institución gozaba de una holgada situación económica, independiente de la universidad, lo que le confería una libertad envidiable en todos los sentidos (criterios propios a la hora de seleccionar a sus alumnos, a los temas sobre los que investigar, amplia experiencia, importantes recursos bibliográficos, conferenciantes de investigación puntera, etc.). Alan era consciente de que debía aprovechar la oportunidad.
El estudio del trabajo de John Von Neumann sobre mecánica cuántica le produce una especial admiración. Magnitudes físicas como la posición y el momento de una partícula son representadas por primera vez de un modo matemático riguroso mediante operadores lineales concretos dentro de un espacio de Hilbert. También trabaja en lógica formal y teoría de probabilidades, graduándose con honores en 1934. Al año siguiente logra una beca en la misma institución alcanzando el estatus de fellow (investigador post-doctoral de prestigio) por una brillante exposición de un trabajo en el que sin proponérselo, ‘redescubría’ el teorema central del límite, uno de los resultados básicos de la Estadística. La estabilidad económica le permitirá trabajar tranquilo.
También es una época decisiva en cuanto a su vida personal: acepta su homosexualidad como algo natural superando la lacra de suciedad e inmoralidad que Sherborne le había transmitido; se acerca a grupos universitarios literarios, filosóficos, algunos antibelicistas e incluso comunistas (estos últimos los rechaza apenas conocerlos: para Turing, la Ciencia no obedece a postulados políticos o económicos, sino que sus objetivos son la belleza y la verdad por encima de cualquier otra motivación espúrea); inicia su afición por el deporte (remo y carreras de fondo, principalmente; estuvo a punto de representar a su país en el equipo de maratón en las Olimpiadas de 1948, quedando quinto en las pruebas clasificatorias). Se siente a gusto por primera vez. En King’s lo que cada uno hiciera o pensara era irrelevante, sólo se valoraban los méritos intelectuales. Y desea corresponder adecuadamente, afrontando algún reto importante.
A principios del siglo XX, los matemáticos se enfrentan a una de las mayores crisis de la historia de esta disciplina: su fundamentación lógica. Uno de los problemas planteados por David Hilbert en el Congreso Internacional de París en 1900 versaba sobre la consistencia de los axiomas de la aritmética, postulados en los que se basa el esquema total de las matemáticas. La cuestión plantea si, después de cierto número de razonamientos lógicos de acuerdo al sistema de axiomas establecido, es posible toparse con alguna contradicción. La respuesta, demostrada en 1931 por Kurt Gödel, provocó cierto desánimo en la comunidad matemática: existen proposiciones bien definidas que ni pueden demostrarse como verdaderas, ni refutarse como falsas, son indecidibles. Estas conclusiones habían llamado la atención de Turing desde su época de estudiante, que lejos de desanimarse, decide afrontar el problema a partir de una variante no resuelta: dada una proposición concreta, ¿podemos encontrar un procedimiento concreto para saber si es cierta o no?
Esta cuestión, conocida como el Entscheidungsproblem (problema de la decisión), desembocó en uno de los trabajos de Turing más decisivos en la historia de la computación, On computable numbers with an application to the Entscheidungsproblem. En él, Alan Turing define rigurosamente el concepto de algoritmo en términos de una ‘teórica’ máquina (la máquina de Turing), y con estos elementos define qué es y qué no es computable. Al existir funciones no computables, concluye que determinadas proposiciones no pueden verificarse. Una máquina de Turing se compondría de cuatro elementos: una cinta imantada sin limitación de memoria dividida en celdillas sobre la que se leen o escriben símbolos de un alfabeto dado (no necesariamente numérico), un cabezal de lectura/escritura, una tabla de instrucciones o reglas que indican qué leer/escribir moviendo el cabezal a la izquierda o a la derecha y que nos lleva en cada momento a un cierto estado elegido entre un conjunto finito de ellos. Finalmente precisa de un registro de estados.
Su funcionamiento es básicamente como el de un ordenador actual, precedente de la arquitectura Von Neumann en la que se disponen dos partes diferenciadas: la propia máquina o unidad de procesado, y el programa de instrucciones a ejecutar en un dispositivo de memoria independiente. Turing se percata de que su máquina está limitada al conjunto de reglas y amplía la idea, definiendo la máquina universal de Turing, aquella capaz de llevar a cabo cualquier tarea computacional siempre y cuando disponga del sistema de reglas adecuado. Propuso variantes, como la de poder leer datos de varias cintas, o que a partir de un estado pudieran elegirse aleatoriamente distintas posibilidades. Su esquema anticipa también el llamado problema de parada, situación que se produce si al llegar a un determinado estado, la tabla de acciones no contiene una regla que diga cómo seguir (el típico ‘cuelgue’ del ordenador).
Pero su trabajo tiene aún más trascendencia. Muchos lógicos estaban trabajando en el mismo asunto, el de definir rigurosamente la idea de algoritmo en el fondo. Kurt Gödel lo había intentado mediante un procedimiento que tradujera la lógica a la aritmética, las llamadas funciones recursivas; Alonzo Church desarrolla la noción de calculabilidad efectiva, a través de procedimientos más analíticos, el denominado λ-cálculo. Con este sistema, Church llega antes que Turing a la misma conclusión sobre el problema de la decisión, demostrando que algunas funciones no pueden expresarse mediante funciones recursivas y que son éstas las que caracterizan exactamente las calculables efectivamente. Sin embargo, estos y otros modelos no convencen a la comunidad científica, detectándose lagunas (S. Kleene y J. B. Rosser prueban en 1935 que el λ-cálculo es inconsistente; años después Church lo depuraría, teniendo cierta influencia en el desarrollo de los lenguajes de programación, particularmente en el diseño del LISP). Turing acaba demostrando que los tres procedimientos son equivalentes, y todos aceptan que su forma de abordar el problema es la más clara y comprensible.
En Cambridge, Turing conoce a Maxwell Newman, una de las personas clave en su futuro profesional, que le aconseja que se traslade a Princeton ya que allí se encuentran los principales estudiosos de la computación: Gödel, Church, Kleene, Rosser, Von Neumann, entre otros. Allí lee su tesis doctoral dirigida por el propio Alonzo Church. Durante dos años avanzan resultados relevantes en teoría de la computación, entre ellos, que los problemas que puede resolver una máquina de Turing son aquellos cuya solución es expresable mediante un algoritmo. Pensándolo bien, es admirable que la génesis de nuestros modernos ordenadores no haya sido por evolución natural de las máquinas mecánicas de calcular, sino como consecuencia de trabajos teóricos en lógica y matemáticas.
En 1938 Von Neumann ofrece a Turing una plaza de profesor asociado en Princeton, una gran oportunidad para desarrollar una importante carrera en unos tiempos muy convulsos económica y políticamente. Pero vuelve a surgir su decidida personalidad: no se adapta al modo de vida norteamericano y decide volver a su beca en Cambridge. Tras algunos artículos sin mayor relevancia y un encontronazo con Wittgenstein por sus visiones contrapuestas sobre la filosofía de las matemáticas, el gobierno británico le propone formar parte del departamento de criptografía instalado en el más alto secreto en la mansión victoriana de Bletchley Park, a pocas millas de Londres.
Gran Bretaña declara la guerra a Alemania en 1939 y en pocos meses los alemanes ejecutan un bloqueo total a la isla. El control de las comunicaciones era vital y los alemanes habían desarrollado un sistema de codificación de los mensajes a través de un dispositivo similar a una máquina de escribir, la máquina Enigma. Los servicios de inteligencia polacos habían logrado decodificar algunos mensajes mediante un simulador que analizaba en un tiempo razonable las combinaciones a las que los mensajes interceptados daban lugar, pero conscientes de ello, los alemanes perfeccionaron su sistema incrementando notablemente su complejidad, desbordando las capacidades de análisis de cualquier método o herramienta conocidos.
Alan Turing y su equipo diseñaron un algoritmo diferente al polaco de tipo probabilístico y lo implementaron en unas máquinas denominadas Bombe (hubo sucesivos modelos que iban perfeccionándose). Gracias a las 211 Bombe de Bletchley Park (2000 personas estaban exclusivamente a su cargo), a la Colossus, y a la inteligencia de Turing y sus colaboradores, se estima que la Guerra se acortó al menos un par de años al conseguir descifrar con éxito el cifrado de Enigma. De todo ello, no se tuvieron demasiados detalles hasta finales de los años 70, dado que Winston Churchill, finalizada la contienda, ordenó destruir toda información al respecto. A Alan se le distinguió con la Orden del Imperio Británico por sus contribuciones (también se encargó en Bletchley Park de configurar un método seguro de comunicación directa y privada entre Churchill y Roosevelt). A pesar de la trascendencia de su trabajo, a modo de anécdota sobre su personalidad, baste mencionar que durante este periodo Alan se desplazaba diariamente desde su residencia en su vieja bicicleta, siendo numerosas las ocasiones en las que aparecía embadurnado de grasa al tener que colocar la cadena de la bicicleta debido a un problema que finalmente logró solucionar él mismo.
De la amplia experiencia adquirida en Bletchley Park y su fascinación por la programación y la computación, Alan se incorpora en 1945 al NPL (National Physical Laboratory) de Londres para diseñar y construir un ordenador. Allí desarrolla, entre otros, el ACE (Automatic Computing Engine), el ordenador más veloz de su época (a 1 Mhz), pensado para resolver diferentes tareas, no una única como hasta aquel momento. Impulsa para ello subrutinas específicas e inicia la idea de lenguajes de programación. Desafortunadamente, sus proyectos no son apoyados con los recursos económicos adecuados, y bastante defraudado abandona la institución tres años después, reincorporándose a través de Max Newman a la Universidad de Cambridge.
Allí afronta nuevos retos: el diseño de nuevos ordenadores, la inteligencia artificial y la morfogénesis. Lo que años después se bautizaría como Inteligencia Artificial, trataba en esencia de responder la cuestión de si una máquina puede llegar a comportarse de un modo inteligente. En un artículo publicado en 1950, Turing expone ‘el juego de imitación’ (posteriormente denominado test de Turing) en el que mediante una serie de preguntas y sin ver físicamente al interlocutor, se trata de averiguar a partir de las respuestas si estamos ante un ser humano o una máquina. Desde niño, Turing era un gran aficionado al ajedrez y siempre pensó que algún día una máquina pudiera vencer en este juego al ser humano. Turing concebía el funcionamiento del cerebro como un ordenador que pasa de ser una máquina desorganizada al nacer, a una máquina universal de Turing según crece y asimila ideas. Describe en este sentido la ‘neurona artificial’ anticipándose a las actuales redes neuronales, modelos ampliamente utilizados, por ejemplo, en el reconocimiento de patrones, como caracteres escritos (OCR), huellas digitales o rasgos faciales de una persona, o en la construcción de máquinas conexionistas.
Es asimismo precursor en los estudios del comportamiento animal (colonias de hormigas, bandadas de aves) en la consecución de un fin común (hoy existen múltiples algoritmos numéricos aplicados a problemas de optimización que reproducen las pautas animales). Este interés que Alan sintió desde niño por las Ciencias de la Naturaleza se plasmó en sus estudios de biomatemática. Entre ellos cabe destacar la identificación de la ‘sucesión de Fibonacci’ (1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21,….., cada término es la suma de los dos precedentes) en estructuras vegetales (por ejemplo, en la disposición de las hojas en algunas plantas, o la proporción en el número de escamas de las espirales de las piñas).
Buscando explicaciones sobre cómo se generan ciertos patrones, como las rayas en los tigres, establece un modelo teórico que describe la interacción de dos morfogenes, uno activador y otro inhibidor, mediante un sistema de ecuaciones en derivadas parciales no lineal. A principios de 2012, científicos del King’s College han verificado experimentalmente la validez de dicho modelo. Lamentablemente, esta meteórica carrera de descubrimientos quedó truncada como consecuencia de la intolerancia. En la investigación que surgió para aclarar un robo en el domicilio de Turing que él mismo denunció en 1952, admitió haber tenido relaciones homosexuales con un joven, lo que indujo a su procesamiento al amparo de las estrictas leyes británicas de la época, por más que el matemático se indignara ante tal violación de su vida privada. Declarado culpable, tuvo que elegir entre la cárcel o un tratamiento de estrógenos que redujera su libido. Elegida la segunda opción, los efectos físicos secundarios, el ser apartado de su trabajo, y la estrecha vigilancia a que fue sometido, desembocaron en una depresión con un fatal desenlace: fue hallado muerto por envenenamiento el 7 de junio de 1954 en su domicilio. Se decretó suicidio aunque el secretismo y la rapidez en cerrar el caso, motivaron no pocas controversias, incluida la de su propia madre.
Pocos científicos han logrado en tan corto espacio de tiempo vital resolver y avanzar en tantos campos de un modo tangible, práctico, como Alan Turing (lógica, computación, criptografía) iniciando otros tantos (neurociencia, inteligencia artificial, biomatemática). Los países anglosajones, Inglaterra principalmente, se han volcado este año en su memoria. Como ejemplo, en las recientes Olimpiadas de Londres, la antorcha olímpica se detuvo ante la estatua de Turing en el parque Sackville de Manchester el día de su cumpleaños. No obstante, a pesar de las disculpas del primer ministro Gordon Brown, el Parlamento Británico no ha considerado oportuno condenar aquel cruel veredicto alegando razones de tipo histórico-legal.
La celebración del centenario del nacimiento de Alan Turing ha multiplicado el número de artículos, libros y publicaciones en general sobre la vida y obra de este genial matemático. El lector interesado en profundizar en alguno de los múltiples frentes en los que trabajó puede consultar, además de la página oficial del evento (www.mathcomp.leeds.ac.uk/turing2012) en la que se encuentran sus artículos originales, la biografía de Andrew Hodges (Alan Turing: the Enigma, actualizada en 2012) centrada en su peripecia personal y el análisis de su personalidad, Los códigos secretos (Simon Singh, Debate, 2000) cuyo capítulo cuarto describe y explica con detalle la complejidad de la máquina Enigma; y Turing, del primer ordenador a la inteligencia artificial (Rafael Lahoz-Beltrá, Nivola, 2005), un espléndido recorrido por la controvertida historia del desarrollo del ordenador personal.
Alfonso Jesús Población Sáez es profesor titular del departamento de Matemática Aplicada de la Universidad de Valladolid, autor del libro Las Matemáticas en el Cine, responsable de la sección Cine y Matemáticas del portal Divulgamat de divulgación de las matemáticas de la RSME.
Edición realizada por César Tomé López a partir de materiales suministrados por CIC Network
Marta Macho Stadler
Alfonso Jesús Población Sáez
Alfonso Jesús Población Sáez
Muchas Gracias, Marta Macho Stadler. Comparto.
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Ha sido un viaje apasionante por la vida de Turing. Gracias.
“Alan Turing, un genio incomprendido&rdqu…
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Lola
Estupendo artículo. Y muy recomendable también el libro que ha publicado Turner «Alan Turing. Pionero de la era de la información». http://www.turnerlibros.com/Ent/Products/ProductDetail.aspx?ID=495
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Excelente resenna de la biografia de Turing.
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