Con objeto de aportar algo de orden al mundo natural los humanos han creado desde siempre clasificaciones de las sustancias en función de su sabor y de su aspecto. Entre las categorías de sustancias más antiguas están los ácidos, con su fuerte sabor agrio; los álcalis, amargos; y las sales, de aspecto cristalino y solubles en agua. Sin embargo, estos criterios han cambiado drásticamente a los largo de los siglos en función del avance del conocimiento científico, de las técnicas analíticas y de las teorías químicas.
El “antagonismo” entre ácidos y bases se conoce desde la antigüedad; los protoquímicos comenzaron a darse cuenta gradualmente de que el producto de estas “luchas” eran las sales. En el siglo XVIII, con la química ya establecida como actividad científica, la palabra “base” vino a significar cualquier sustancia que por reacción con un ácido daba lugar a una sal.
Entre las sustancias alcalinas más antiguas conocidas están la sosa (carbonato de sodio) y la potasa (carbonato de potasio). Se obtenían a partir de los extractos acuosos de las cenizas usadas en la producción de jabón y vidrio, de ahí su nombre genérico, del árabe al-qaly, “ceniza”. Estos álcalis “fijos” (no volátiles) se distinguían de otros álcalis que eran volátiles como el amoniaco, que se producían por descomposición de otras sustancias, como la urea de la orina. Algunas sustancias como la caliza o la creta, formas en la que se encuentra en estado natural el carbonato de calcio, se clasificaban como “tierras” alcalinas.
Los protoquímicos medievales europeos también disponían de sustancias como el espíritu del vinagre (ácido acético), cuyo proceso de purificación habían aprendido de sus predecesores árabes. En sus anaqueles también aparecían los ácidos inorgánicos, mucho más poderosos y corrosivos: espíritu de la sal (ácido clorhídrico), espíritu del nitro (ácido nítrico) y el espíritu del vitriolo (ácido sulfúrico). Estos ácidos eran capaces de disolver muchos materiales, incluidos los metales; incluso el oro, el más noble de todos ellos, sucumbía ante el “agua regia” (una mezcla de ácidos clorhídrico y nítrico). Esta capacidad como disolventes de los ácidos minerales los convertían en artículos comerciales de alto valor y en potentísimos símbolos del vocabulario alquímico.
El contacto entre cualquiera de estos espíritus y con un álcali provocaba una reacción tumultuosa, a veces muy violenta, generando mucho calor. Si el álcali era un carbonato también se observaba efervescencia ya que liberaba “aire” (dióxido de carbono, en realidad). Estos hechos cuadraban bien con las interpretaciones antropomórficas de los alquímicos, que pensaban en términos binarios y veían a álcalis y ácidos como poco menos que enemigos.
Los protoquímicos y después los químicos especularon de forma continuada con las causas últimas de la acidez y la basicidad. Una teoría que tiene su origen en Aristóteles, lo que no fue óbice para que mantuviese su influencia hasta entrado el siglo XVIII, mantenía que la materia tangible por sí misma no tiene propiedades intrínsecas; existían unas esencias intangibles, los “principios” como los de “acidez”, “basicidad” y “salinidad”, que se unían a la materia ordinaria. Estos principios, sin embargo, no podían aislarse, lo que hacía que ácidos y álcalis se definiesen de forma circular: una sustancia que reaccionaba vigorosamente con una categoría era clasificada como la otra. La teoría tenía un problema añadido, que era explicar el destino de estos principios tras la reacción, ya que las sales formadas diferían sustancialmente en propiedades de sus progenitores.
Robert Boyle redescubrió en el siglo XVII (Arnaldo de Villanueva ya dejó constancia de ello a principios del siglo XIV) que ciertas infusiones de plantas cambiaban de color al entrar en contacto con ácidos y álcalis conocidos. Así, por ejemplo, el sirope de violetas es azul por sí mismo, se vuelve rojo si entra en contacto con un ácido y verde si lo hace con un álcali (hoy día, aunque cada vez se use menos, el llamado tornasol es un extracto de determinados líquenes).
El redescubrimiento de Boyle permitió a los químicos romper la circularidad en la definición de ácidos y álcalis, ya que ahora podían clasificarse en función de una tercera referencia. Gracias a ello para demostrar que las neutralizaciones de ácidos y álcalis concretos se producían en unas proporciones de peso fijas había sólo un paso.
Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance
Esta anotación es una participación de Experientia docet en el XXXIX Carnaval de la Química cuyo blog anfitrión es Gominolas de petróleo
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