La relación entre ciencia y desarrollo es algo más compleja de cómo se suele pensar, pero esa relación existe, máxime desde el siglo XIX, y muy especialmente durante el siglo XX y la actualidad. No toda la contribución de la ciencia al desarrollo de los países y al bienestar de la humanidad ha venido de la mano de innovaciones industriales. Éstas han sido muy importantes, por supuesto, y el ejemplo de la electricidad es palmario. Pero si hoy la agricultura es capaz de alimentar a más de seis mil millones de seres humanos también es cosa de la ciencia. Y si hemos sido capaces de poner a raya a muchísimas enfermedades infecciosas, ello se ha debido a la ciencia.
Es fácil concluir que, como hasta ahora, la ciencia ha de jugar un papel determinante en la resolución de muchos de los grandes retos que tiene la humanidad ante sí. La alimentación, la salud y el acceso a bienes y comodidades básicas para toda la población son objetivos que no podrán alcanzarse sin un potente y sostenido desarrollo científico y tecnológico. La ciencia no será el único factor determinante, por supuesto, pero será decisiva y su importancia será cada vez mayor. Al referirme a la ciencia me referiré a la modalidad que hemos heredado de la llamada “revolución científica”, ese movimiento intelectual que se inicia con el cambio de cosmovisión que tuvo su origen en la obra de Copérnico y que dio sus primeros pasos gracias a personajes como Kepler y Galileo. El grado de conocimiento y comprensión de la realidad que hemos adquirido desde entonces es impresionante, aunque es posible, como afirma David Deutsch, que sólo nos encontremos al comienzo de la infinitud, al comienzo de una travesía de duración infinita de avances en la comprensión de la naturaleza.
Los científicos que protagonizaron la revolución científica y la mayoría de los que vinieron después estaban motivados por el afán por conocer, por comprender, no se dedicaron a desentrañar los misterios de la naturaleza con el propósito de obtener algo práctico, concreto o material de su trabajo. Tampoco lo desdeñaban, y varios de ellos eran firmes defensores del valor de la filosofía natural como fuente de conocimiento útil desde ese punto de vista. Es más, desde los comienzos de ese periodo existía la convicción de que el conocimiento era fuente de riqueza. El que mejor formuló esa idea fue el pensador y político británico Francis Bacon, cuya expresión “Knowledge is power, not mere argument nor ornament” (El conocimiento es poder, no simple argumento o adorno) ha hecho fortuna. Bacon propuso, de hecho, la creación de instituciones que propiciaran el cultivo del conocimiento científico para a partir de él, dominar la naturaleza, obtener de ella riqueza y, en última instancia, poder para la nación. La Sociedad Real británica se fundó siguiendo, en gran parte, la inspiración del barón de Verulam.
Pero en sus primeros años, a pesar de lo espectaculares que hoy nos parecen muchos de sus logros, el desarrollo científico no se tradujo en beneficios materiales reseñables. La mayor parte de las grandes innovaciones que cambiaron el mundo durante la Ilustración tuvieron su origen en el trabajo de artesanos e inventores aficionados, no en los frutos de la ciencia propiamente dicha.
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología en la UPV/EHU y coordinador de su Cátedra de Cultura Científica.
molinos
Me va a gustar esta serie.
Justo hoy, mientras anotaba esquinas dobladas de El Danubio de Magris, me he encontrado con esta cita que te dejo aquí.
«Las ciencias ayudan a no perder la cabeza, a seguir adelante y a descubrir que el mundo, a fin de cuentas, es bueno y está firmemente unido: quien goza de una sólida formación científica acaba por sentirse a sus anchas, incluso entre los objetos que cambian y pierden continuamente su identidad».
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