La verdadera composición última del universo (I): Más allá del modelo estándar

Experientia docet

Los primeros filósofos crearon cosmogonías, explicaciones del origen del universo tal y como lo conocemos, a partir de elementos preexistentes. Incluso el libro del Génesis presenta a Dios como un demiurgo que ordena el caos, en ningún momento dice que crease de la nada. La composición última del universo en todos estos relatos corresponde a cuatro o cinco elementos básicos, en algún caso reducible a solo uno.

Como sabemos, el desarrollo de las ciencias químicas a partir del siglo XVII culmina con el concepto de elemento químico y la creación de la tabla periódica en el siglo XIX. Pero a finales de ese siglo ya está demostrada la existencia de una partícula subatómica, el electrón y en la década de los setenta del siglo XX el modelo estándar de la física de partículas se presenta como una construcción sólida para comprender la estructura subatómica de la materia, modelo que culmina en 2012 con el hallazgo del bosón de Higgs.

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Según el modelo estándar el universo debería estar compuesto en última instancia de 6 leptones y sus antipartículas, 6 quarks y sus antipartículas y cinco bosones, uno de ellos el de Higgs. Sin embargo, no podemos saber que esto sea así con absoluta certeza hasta que no descubramos qué composición tiene el 24% de la materia del universo que denominamos materia oscura; la materia bariónica, la ordinaria, representa tan solo el 4,6% de la masa-energía total del universo, siendo el resto, 71%, energía oscura.

Parece como si ya conociésemos mucho de la composición del universo. Puede que sea así, pero no por lo que imaginamos. Puede que la verdadera composición del universo haya estado desde hace décadas, si no siglos, delante de nuestros ojos pero que no nos hayamos parado a verla. Y esta composición sería sorprendente, además de lógicamente consistente. Pero completamente anti-intuitiva y hasta repulsiva para el sentido común de más de uno.

La palabra clave es “verdadera”. Además, como de los sobreentendidos sobre esta expresión surgen algunas interpretaciones prejuiciosas sobre lo que es y lo que no es, puede que merezca la pena pararnos un momento para explorar un problema tan antiguo como la filosofía: cuál es la naturaleza de la verdad, qué es lo verdadero en definitiva. Afortunadamente no será necesario dar una respuesta global y definitiva al problema, nos bastará bosquejar en qué consiste y ver cómo nos afecta significativamente a la hora de responder a nuestra pregunta sobre la verdadera composición última del universo.

Todos tenemos un vasta colección de creencias y estamos convencidos de que son verdaderas, porque, si no lo fuesen, ¿por qué otra razón creeríamos en ellas? Estas colecciones de creencias tienen consecuencias directas, tangibles, en las decisiones, en los comentarios y en las acciones que tomamos día a día. Tanto la historia como los acontecimientos de hoy día están llenos de incidentes (decisiones políticas, guerras, asesinatos, persecuciones religiosas, por nombrar algunos) motivados en buena medida por la convicción de un individuo o de un grupo de individuos de que un conjunto de creencias es verdadero y otro es falso. La verdad, lo verdadero, es algo que damos por supuesto cada minuto del día y muchas veces con consecuencias que distan mucho de ser triviales.

La cuestión principal, a saber, ¿qué hace que una afirmación sea verdadera?, no debe confundirse con el problema epistemológico sobre la verdad. Éste se formula con una pregunta parecida pero completamente diferente en el fondo: ¿cómo llegamos a saber qué afirmaciones y creencias son verdaderas? Una pregunta muy importante pero no la que nos interesa ahora para averiguar la verdadera composición última del universo.

Nuestra pregunta sobre la verdad se refiere a la existencia de algo que las afirmaciones (o las creencias) verdaderas tienen en común que hace que sean verdaderas. Esa es la pregunta, pues, ¿qué tienen en común las afirmaciones (o las creencias) verdaderas que las hace verdaderas?

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Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance

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