En los años treinta del siglo XX Vannevar Bush desarrolló en el Instituto de Tecnología de Massachusetts una calculadora mecánica, que ocupaba una habitación, mucho más compleja que las construidas hasta entonces, capaz de resolver ecuaciones diferenciales.
Para usar el analizador diferencial de Bush, como otros similares creados en el Reino Unido o Noruega, el operador tenía que manipular primero toda una serie de engranajes, palancas, integradores de disco y motores eléctricos antes de introducir los datos trazando una curva en una tabla de entrada. Los resultados aparecían como una curva en una tabla de salida. Uno de los primeros empleos de Claude Shannon fue como operador del analizador diferencial de Bush.
Durante las décadas de los veinte y los treinta los equipos que empleaban tarjetas perforadas, desarrollados inicialmente para la oficina del censo y posteriormente usados en la contabilidad de las departamentos del gobierno de los Estados Unidos y las grandes empresas, empezaron a emplearse en las ciencias sociales primero y después en los observatorios astronómicos.
A finales de los años treinta, un físico estudiante de doctorado de Harvard, Howard Aiken, inspirándose en los trabajos de Babbage, concibió una calculadora que podía programarse para llevar a cabo distintos tipos de cálculos. Con el apoyo de los profesores de Harvard convenció a Industrial Business Machines (IBM), el mayor fabricante de equipos de tarjetas perforadas, que construyese el prototipo y lo donase a Harvard. La calculadora, llamada oficialmente Automatic Sequence Controlled Calculator, pero conocida en todas partes como Mark I, fue empleada de forma consistente por la marina de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Como los equipos IBM en los que se basaba, usaba relés electromecánicos; la misma tecnología que se empleaba en Alemania en la época para construir dispositivos similares pero mucho menos potentes.
Uno de los primeros programas de la Mark I lo diseñó John von Neumann en 1944 para determinar si la implosión era una alternativa viable en el diseño de una bomba atómica, dentro del marco del Proyecto Manhattan. La Mark I estuvo operativa hasta 1959.
La Mark I ocupaba una habitación. En los años sesenta se produce la revolución electrónica, que permite tener dispositivos mucho más pequeños y fiables. Empiezan a aparecer entonces las primeras calculadoras que ocupan solo una parte de una mesa. Las primeras que comercializa en el Reino Unido Sumlock Comptometer bajo la marca Anita aún usan tubos de vacío.
Pero es en 1964 cuando todo cambia. SONY, una firma japonesa, expone por primera vez el prototipo de una calculadora basada en transistores en la Exposición Universal de Nueva York. Poco tiempo después, SONY, Wang Laboratories y Sharp comenzaban la comercialización de calculadoras de sobremesa casi completamente electrónicas. Cada una costaba miles de dólares de la época, pero eso no impide que empiecen a parecer en observatorios y departamentos de investigación.
En los años setenta aparece el circuito integrado y con él la posibilidad de tener calculadoras muy potentes que se pueden sostener en una mano mientras se opera con ellas con la otra. A un precio inicial de los cientos de dólares cada una, su precio cae dramáticamente en poco tiempo. La regla de cálculo y las tablas impresas, que habían sobrevivido a todo lo anterior, son sustituidas rápidamente.
Aparte de las calculadoras simples, que solo realizan operaciones aritméticas sencillas, aparecen las denominadas científicas, capaces de calcular funciones trigonométricas o estadísticas, logaritmos y exponentes. Los principales fabricantes son la japonesa Busicom y las estadounidenses Texas Instruments y Hewlett Packard.
Los circuitos integrados se iban haciendo más potentes con lo que en los ochenta Casio, japonesa, lanza la primera calculadora portátil que puede representar funciones gráficamente. Sharp, Hewlett Packard y Texas Instruments lanzaron productos similares poco después.
Este tipo de calculadoras científicas y gráficas inunda universidades y laboratorios, muchas de ellas convertidas hoy día en una aplicación para el teléfono móvil inteligente. Con todo, como en el siglo XIX, las calculadoras son ya productos puramente comerciales.
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En la serie Apparatus buscamos el origen y la evolución de instrumentos y técnicas que han marcado hitos en la historia de la ciencia.
Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance
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