Todos los días laborables salimos a caminar de madrugada. Algunas de las caminatas de estas semanas de atrás, hacia las seis de la mañana (hora solar) y si el cielo estaba despejado, nos han deparado un hermoso espectáculo. En los días de luna menguante -ya casi nueva- hacia el sudeste y a una altura inferior a los 45º con relación al horizonte, la Luna aparecía mirando hacia el sur y hacia el cénit, alineada con tres planetas formando una recta casi perfecta.
El 9 de noviembre, de los cuatro objetos celestes era nuestro satélite el más próximo al horizonte; le seguía Venus; algo más alto y mucho más tenue se encontraba Marte; y finalmente, algo más lejos y más arriba aún, Júpiter. El pasado lunes, 7 de diciembre, el orden era algo diferente, porque Venus era el primero de la línea, el más cercano al horizonte; más arriba y muy cerca de Venus, estaba la Luna, aunque muy menguada ya; Marte y Júpiter seguían a éstos. Tanto el 9 de noviembre como el 7 de diciembre los cuatro astros dibujaban una recta imaginaria que se dirigía desde el horizonte y el sudeste, hacia el cénit y el sur en trayectoria ascendente.
En ambas ocasiones, conforme se aproximaba el amanecer, pasadas las siete de la mañana, el movimiento de rotación de la Tierra, que nos llevaba al encuentro del Sol, alejaba a los tres planetas del horizonte y los elevaba hacia el cénit, hasta que la luz de nuestra estrella los ocultaba a la vista. Para entonces la Luna era invisible a nuestros ojos.
Antes de nosotros millones de seres humanos han contemplado el cielo de noche y han visto estrellas y planetas desplazarse por la bóveda celeste. La inmensa mayoría de nuestros antepasados, cuando miraban al cielo y veían a los astros ir de un lado para otro en el firmamento, no sabían qué era lo que veían. Algunos, observadores pacientes y sistemáticos, llegaron a identificar pautas regulares. Unos pocos fueron capaces de predecir los movimientos de los objetos celestes, pero siempre bajo el supuesto implícito de que su posición, como observadores, permanecía estática. Durante estos días he tratado de imaginar las sensaciones que hubo de experimentar Copérnico al ir dando forma a su modelo del Universo, al tomar conciencia de lo que significaba y de la posición que en él adquiría la Tierra y, por lo tanto, los seres humanos. El vértigo tuvo que ser pavoroso.
Hoy sabemos que la Tierra se mueve a unos 100 000 km/h alrededor del Sol, que éste lo hace a 220 km/s alrededor del centro de la Vía Láctea, y que nuestra galaxia, junto con otras de un mismo grupo del que forma parte, se desplaza por el Cosmos a la velocidad de 552 km/s. Nos encontramos en ese torbellino inimaginable, contra toda evidencia aparente. Por eso no se me va de la cabeza la idea, reforzada por la celebración del centenario de la Teoría de la Relatividad General, de que la ciencia es un camino que nos aleja sin remedio de los dictados del sentido común.
El espectáculo de la noche, de sus astros en movimiento, es hermoso, pero no lo sería más si ignorásemos su naturaleza y si desconociésemos que se trata de cuerpos que describen órbitas alrededor del Sol o de otros objetos celestes. De la misma forma que Newton no restó un ápice de belleza al arcoíris, tampoco Copérnico, ni quienes le siguieron, han hecho que el Cosmos ejerza sobre nosotros una fascinación menor. Al contrario, el espectáculo es, gracias a ellos, mucho más hermoso.
Nota: Tuve acceso a la imagen que ilustra esta anotación (y a bastantes más) gracias a Manu Arregi (El Navegante), que me proporcionó las referencias adecuadas.
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU
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Iñaki
Opino, al contrario que otra gente, que entender el funcionamiento de las cosas no quita ni un ápice de la belleza del universo. Mas bien, es el comprender su funcionamiento (o al menos intentarlo) lo que da belleza al universo.
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