Viene de El despertar de la inquina
En 1959 el físico británico C.P. Snow publicaba un ensayo titulado “Las dos culturas” sobre la creciente separación existente entre las ciencias y las humanidades. Si bien Snow enfatizaba la necesidad de salvar esa separación desde ambas posiciones, su audiencia entendió el trabajo en el sentido de que promocionaba la necesidad de una mayor comprensión de la ciencia por parte de los líderes políticos y culturales (por eso, quizás, es un trabajo posiblemente más citado por gente de ciencias que de humanidades).
Y es que los antecedentes del trabajo de Snow revelaban las implicaciones políticas de la separación entre los dos grupos de intelectuales. Snow trabajaba para lo que en español sería algo así como la Comisión de la Función Pública (Civil Service Comission) británica, que en esa época estaba embarcada en una serie de debates sobre el exceso de funcionarios con una formación clásica y humanística frente a una científica o técnica especializada. Los críticos de la tendencia a favor de generalistas frente a especialistas señalaban como principal argumento la importancia de a ciencia para el estado y lamentaban la ausencia de científicos entre los diseñadores de sus políticas.
La ambición de Snow no tendría mucho éxito. En los años sesenta comenzó en los países occidentales en general, y especialmente en Estados Unidos, una amplia revolución romántica que incluía ataques a la ciencia como otra forma de autoridad. El movimiento “contracultural” criticaba las contribuciones de la ciencia, especialmente de las ciencias físicas (léase física y química), a la tecnología militar y a la polución industrial, y las carencias de la misma ciencia a la hora de resolver problemas sociales acuciantes.
Las protestas públicas llevaron a una disminución del apoyo político a la ciencia y la financiación gubernamental (aparte de programas espaciales, muy populares, o armamentísticos, secretos) se mantuvo igual o disminuyó a finales de los sesenta y los setenta. Los científicos aguantaron la tormenta con su posición institucional cuestionada pero incólume, aunque, mientras tanto, un nuevo reto surgía en el seno de las propias universidades.
Antropólogos, historiadores, filósofos y sociólogos vinieron a converger en una combinación laxa, un nuevo campo de estudio conocido como “estudios de la ciencia”, en el que de forma sistemática comenzaron a cuestionarse los métodos y principios de la ciencia.
La literatura de este nuevo campo de estudio empezó a girar en torno a una serie de conclusiones comunes que, en algunos casos parecía más puntos de partida que otra cosa. Entre ellas, las siguientes:
1 El conocimiento científico está construido socialmente, (es cultural en el sentido antropológico)…
2 …no se refiere a una verdad objetiva sobre la naturaleza,… (con esto, en un sentido muy estricto, no debería haber problemas; la ciencia elabora modelos de la naturaleza a partir de datos experimentales u observaciones y su verdad no es correspondiente sino coherente, si bien la reproducibilidad de experimentos y observaciones si la harían “objetiva”)
3 …sino que refleja las estrategias retóricas, las relaciones de poder y las consideraciones políticas de los políticos que construyen dicho conocimiento.
De estas conclusiones se deduciría lo siguiente:
El conocimiento científico no disfruta de una posición epistemológica privilegiada con respecto a otras formas de conocimiento y, por extensión, los científicos no deberían disfrutar de mayor estimación en sus “opiniones” que los estudiosos de otras áreas. (A este respecto véase la serie Anticiencia)
Habría que esperar a los noventa para una reacción digna de ese nombre por parte de los científicos.
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Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance
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