La tala sistemática de bosques para disponer de tierras de labranza y la persecución a que fue sometido el lobo hace aproximadamente un siglo en algunas zonas de Norteamérica, provocó que la densidad de sus poblaciones experimentara un fuerte descenso. Como consecuencia, a los lobos cada vez les resultó más difícil encontrar parejas reproductoras y empezaron a reproducirse con perros y coyotes. Normalmente ni unos ni otros hubieran llegado a los bosques por los que merodeaba el lobo, pero los coyotes lo hicieron gracias al descenso de la densidad de arbolado provocado por la tala, y los perros fueron llevados a esas zonas por los agricultores que aclaraban el bosque.
La hibridación entre individuos de diferentes especies animales no suele dar lugar a ejemplares fértiles. Sin embargo, este no ha sido el caso que nos ocupa; los híbridos de lobos, coyotes y perros, a los que en inglés les han dado el nombre de coywolf (coywolves en plural) son una excepción. En Norteamérica hay millones de estos coyotes híbridos o coyotes orientales, como también los llaman. Empezaron a extenderse desde el sur de Ontario, ocuparon el noreste de los Estados Unidos y se extienden ahora hacia el sureste. Han penetrado incluso en áreas urbanas, como Boston, Washington o Nueva York.
La ocupación de entornos metropolitanos puede haber sido facilitada por la herencia canina, ya que los perros toleran el ruido y la presencia de la gente, algo que no es del agrado de coyotes y lobos. Por otra parte, pueden llegar a tener doble tamaño que un coyote normal, y tienen mandíbulas más grandes, más masa muscular y extremidades más potentes y rápidas. Un coywolf puede abatir un venado con facilidad, y un grupo de ellos, dar caza a un alce. Los coyotes, al contrario que los lobos, no son proclives a adentrarse en el bosque. Sin embargo, el coyote híbrido se desenvuelve con similar comodidad en el bosque y en las zonas abiertas.
La hibridación, además, parece haber ayudado a los coyotes orientales a ampliar su dieta, ya que no rechazan alimentos que los individuos de las estirpes originales no consumen. Los coywolves comen calabazas, sandías y otros vegetales; también consumen roedores y mamíferos pequeños en general. En los parques urbanos cazan ardillas y hasta mascotas, como gatos, de los que no dejan ni el cráneo. Acceden a las urbes a través de las vías de ferrocarril y aprenden a cruzar las carreteras de tráfico rápido mirando a los dos lados antes de hacerlo. Y han adoptado un modo de vida nocturno, de manera que no provocan el rechazo de la población.
Dos terceras partes del genoma de los coywolves es de la estirpe de los coyotes, una cuarta parte es herencia lobuna, y el resto, un décima parte aproximadamente, procede de los perros. Ante esos datos ¿cabría hablar de una nueva especie animal? ¿O sería más adecuado considerar que la especie sigue siendo el coyote? No son preguntas de fácil respuesta. Los humanos tendemos a clasificar, a asignar los objetos y los seres vivos a unas categorías determinadas, a meterlos en “cajones” que hemos definido de acuerdo con criterios que nos resultan útiles. Pero muchas veces la realidad, la naturaleza, se resiste a ese ejercicio; se resiste a dejarse meter en cajones, porque no hay fronteras claras, nítidas, evidentes. Es cierto que éste, al haber sido provocado por la acción humana, es un caso especial, pero en la naturaleza hay más ejemplos. Y es que aunque a nosotros los moldes puedan resultarnos cómodos, la naturaleza, en ocasiones, se resiste a aceptarlos.
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU
Este artículo fue publicado en la sección #con_ciencia del diario Deia el 8 de noviembre de 2015.
curioseantes
Paradoja Sorites…
😉