Los peces en el río

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Si han tenido ocasión de contemplar peces en una pecera, un estanque o, desde la orilla, en el cauce de un río, quizás haya reparado en que abren y cierran la boca de forma rítmica. Así respiran. Los movimientos de apertura y cierre de la boca, coordinados con los de los opérculos que protegen las branquias, sirven para tomar agua del exterior, hacerla pasar a través de los arcos branquiales y expulsarla después. Pero no la beben. De hecho, no tendría sentido alguno que bebiesen el agua que entra en la cavidad bucal. Es más, los peces de agua dulce han de intentar que no penetre en su cuerpo. Y como no pueden evitar que algo de agua llegue al interior, la expulsan en grandes cantidades. Veamos el porqué de todo esto.

Cuando dos disoluciones acuosas están separadas por una barrera que no permite el paso a su través de sustancias disueltas pero sí deja que pase el agua, ésta la atravesará moviéndose de donde hay menor concentración de dichas sustancias a donde hay mayor. Sus concentraciones a ambos lados de la barrera tenderán así a igualarse. Ello obedece a un fenómeno físico universal –llamado osmosis- que se manifiesta bajo diversas circunstancias.

Los peces de río viven en masas de agua de muy baja concentración salina. Por eso la llamamos agua dulce. Pero en sus fluidos corporales hay una concentración relativamente alta de sales y otras sustancias disueltas -mucho más alta que la que hay en el exterior- y han de mantenerla relativamente constante. Por ello, el agua del río tendería a entrar en el interior del pez hasta que la concentración de sustancias en sus líquidos corporales llegase a aproximarse a la exterior. Pero si eso ocurriera, el pez no sobreviviría. Por un lado, un pez no puede funcionar si la concentración de sustancias en su sangre y en sus células se reduce por debajo de cierto nivel. Y además, en ese proceso, al llenarse de agua el pez, aumentaría tanto su volumen que -en teoría al menos- podría llegar a reventar.

Los peces de agua dulce tienen una superficie corporal muy impermeable que impide la entrada de agua por esa vía. Pero no pueden ser impermeables los órganos que, por la función que desempeñan, participan en intercambios con el exterior: las branquias, que captan oxígeno y expulsan dióxido de carbono; y el sistema digestivo, que absorbe alimento. Por eso, el agua puede entrar en el organismo a través de esos órganos, y ello obliga a los peces a hacer tres cosas diferentes. Por un lado han de expulsar el agua que penetra a través de las branquias; lo hacen produciendo grandes volúmenes de orina. Por otro lado, como pierden así muchas sales –las que se escapan en la orina-, han de captar las pocas que hay en el agua y, a costa de un importante gasto de energía, transportarlas al interior; de lo contrario, los líquidos corporales acabarían teniendo una concentración similar a la del agua dulce en la que se encuentran. Y a las dos actividades anteriores han de sumar una importantísima precaución: deben evitar beber, pues sería absurdo que introdujesen así en el organismo el agua cuya entrada tratan por todos los medios de evitar.

Así pues, los peces de agua dulce –incluidos, por tanto, los de río- no beben. Tengan esto presente cuando en las celebraciones navideñas de estos días suene el popular villancico, ese que dice “mira cómo beben los peces en el río”. Eso sí, si les apetece cantar, canten. A los peces no les va a importar.


Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU

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Este artículo fue publicado en la sección #con_ciencia del diario Deia el 18 de diciembre de 2016.

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