El camino al gran descubrimiento

Fronteras

La palabra en la mente de un científico cuando inicia el camino hacia un descubrimiento no es ‘Eureka’, como la leyenda de Arquímedes pudiera hacer pensar: es más bien ‘Pero ¿qué rayos?’, o incluso algo más contundente. Porque el camino al descubrimiento científico empieza con algo que no funciona como debería: algo que no responde como se esperaba o no está donde o cuando se pensaba. El camino al descubrimiento empieza con una pregunta, y las preguntas más interesantes, valiosas y potentes surgen de una anomalía. O, en el mejor de los casos, del fracaso de una teoría en explicar un fragmento de la realidad observada. El tipo de observación que hace exclamar: ‘Pero ¿qué diablos?’.

En la ciencia de llenar los huecos, la que Thomas Kuhn llamaba ‘ciencia normal’, se trabaja dentro de un marco y los experimentos que se realizan tienen una respuesta esperada. El paradigma indica en qué dirección hay que mirar y el resultado está más o menos cantado. Se trata de ir llenando las casillas de un formulario preimpreso; un trabajo importante y necesario, pero que no hace saltar consensos por los aires ni impulsa carreras meteóricas. El juego va de afinar las medidas un orden de magnitud, o de completar la serie estratigráfica, o de ensamblar los elementos faltantes de la cadena genética o metabólica. En este tipo de ciencia se trabaja mucho la metodología, el diseño de experimentos y el instrumental; es la ciencia de andar por casa, la de todos los días. La que hacen la mayoría de los científicos.

Y lo es porque los paradigmas, cuando solidifican, son estructuras intelectuales muy sólidas que cubren un amplio espacio. No sólo ayudan a explicar lo que antes no se entendía, sino que permiten entender mejor lo que ya se comprendía antes. Su poder es tal que pronto aparecen en todos los rincones de sus disciplinas, e incluso desbordan a las cercanas; a menudo resultan ser capaces de fertilización cruzada con paradigmas vecinos, creando nuevas y potentes combinaciones explicatorias. Muchas carreras científicas pueden hacerse, y de hecho se hacen, dentro de un paradigma, haciendo ciencia normal. Hay mucho trabajo que hacer dentro de un paradigma, explorando sus rincones y utilizando sus capacidades hasta el máximo.

Lo que no quita que el momento excitante se produzca con el ‘Pero ¿qué diablos?’; con el resultado inesperado y contradictorio, el feo e insignificante dato que contradice la hermosa y redonda teoría, la anomalía que se sale de lo esperado. Lo excitante empieza en el punto en el que el paradigma cede porque hay una realidad que no puede encajarse dentro.

Ése es el momento por el que vive un científico: el momento ‘Pero ¿qué leñe?’ cuando comprende que lo que acaba de presencia no tiene encaje en el paradigma, que su descubrimiento se sale de la ciencia normal y entra en el escurridizo, excitante, creativo y peligroso mundo del reemplazo de paradigmas.

Porque los paradigmas no son sólo estructuras intelectuales; también son redes reales que vinculan personas, carreras e instituciones. El acceso a becas y plazas, los premios y puestos en sociedades científicas, las decisiones editoriales en revistas, libros de texto e incluso que los edificios de los campus lleven uno u otro nombre a largo plazo dependen de esas redes. Los cambios de paradigma no son un tranquilo tránsito intelectual, un cerebral y frío relevo de una idea caduca por otra más moderna y mejor; son verdaderas carnicerías con enemistades personales, bloqueos, trampas y navajazos en los que no son desconocidos los golpes por debajo de la cintura ni las rupturas de amistades de décadas. En teoría la ciencia debe despojar la razón de la pasión; en la practica los científicos son humanos y confunden como el que más las ideas con las personas que las defienden. El resultado no es bonito; un viejo refrán dice que los viejos paradigmas jamás son rechazados, simplemente el ultimo de sus defensores se jubila o muere.

De modo que la carrera de un debelador de paradigmas no es un jardín de rosas. Implica enfrentarse a la resistencia, al principio completa y de toda la especialidad, más tarde esporádica; implica sacrificios (de amistades, de apoyos, de respaldo) y en general implica una vida profesional mucho menos cómoda que dentro de la ciencia normal. En algún momento del camino todo científico que ha tenido ese momento ‘Pero ¿qué porras?’ lo ha debido maldecir; ha debido desear nunca haber tropezado con ese inconveniente hecho, ese dato insignificante y anodino que lo puso todo en marcha.

Pero la recompensa es dulce cuando se obtiene el éxito. Porque matar un paradigma implica hacer nacer otro que llevará para siempre el nombre y la descendencia intelectual de su creador. A la larga significará honor, reconocimiento, premios; más respaldo a la investigación del que jamás se soñó, un espacio permanente en los libros de texto a partir de esa generación, reconocimiento social. El cambio, además, suele ser tan brusco como para provocar vértigo; según el chascarrillo las tres fases de aceptación de una nueva teoría en ciencia son

1.- Eso es imposible
2.- Eso es teóricamente posible pero extremadamente improbable
3.- Ya lo sabía yo

Ese ‘Ya lo sabía yo’ por parte de amigos, enemigos y mediopensionistas es el mayor honor al que puede aspirar un científico: significa que las aportaciones realizadas tienen solidez, que su trabajo y los trabajos que ha tenido que pasar en su carrera tienen sentido, que sus ideas y conceptos no serán olvidados. Y el camino hacia el ‘Ya lo sabía yo’ no arranca en un ‘Eureka’, sino en un ‘Pero ¿esto qué &/%%/&% es?

Sobre el autor: José Cervera (@Retiario) es periodista especializado en ciencia y tecnología y da clases de periodismo digital.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.Los campos obligatorios están marcados con *