Culturas del honor

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En un estudio realizado hace dos décadas en los Estados Unidos, observaron que los jóvenes blancos procedentes del Sur tienden a responder a los insultos de forma más agresiva que los del Norte. Entre los negros no observaron diferencias. También encontraron que en unos y otros estados se cometía un número similar de asesinatos en coincidencia con la comisión de otros delitos, y sin embargo, en los del Sur eran más frecuentes los producidos como consecuencia de una discusión que acaba de la peor manera posible.

Esos comportamientos están asociados a algo que antropólogos culturales y otros científicos sociales denominan “culturas del honor”. En las culturas del honor hay una gran preocupación por la reputación y una propensión a responder de forma violenta a cualquier actitud que sea interpretada como menosprecio o falta de respeto. Buscan así defender su prestigio aunque para ello tengan que recurrir a la violencia. Pero hay más: quienes forman parte de esas culturas son muy reacios a aceptar que tienen problemas de salud mental, pues ello conllevaría reconocer una forma de debilidad y, por ende, de vulnerabilidad. No es sorprendente, por ello, que traten de evitar el uso de antidepresivos y que la incidencia de suicidios sea alta. Por contraste, las denominadas “culturas de la dignidad” se caracterizan por comportamientos muy diferentes. En éstas las personas son valoradas simplemente por el hecho de serlo, por su condición de seres humanos. En las culturas de la dignidad no es normal el recurso inmediato a comportamientos violentos como consecuencia de una ofensa o lo que pueda interpretarse como tal.

Al parecer, en las culturas del honor las personas valen lo que vale su reputación y esa es la razón por la que su defensa es tan importante. Hay numerosos precedentes en Occidente de fenómenos propios de esas culturas, como las justas medievales y otras modalidades de duelos que perduraron hasta hace poco más de un siglo. Y en la actualidad son muy comunes en las áreas ya citadas en los Estados Unidos y en otras como Paquistán, Afganistán o Somalia.

Uno de los investigadores que realizaron el estudio antes citado pensaba que la cultura del honor podría estar relacionada con el fervor religioso. Al fin y al cabo, tanto la población de los estados del Sur norteamericano como la de los países musulmanes citados se caracterizan por una fuerte religiosidad. Sin embargo, los datos no avalan la existencia de tal vínculo. Al parecer, las culturas del honor suelen desarrollarse en grupos humanos en los que reinan condiciones de gran inseguridad, tanto de naturaleza económica como la derivada de la ausencia de leyes o de su frecuente incumplimiento; bajo esas condiciones, la reputación puede ser una buena forma de defensa cuando no hay instituciones que puedan prestar socorro y protección en caso de necesidad o, de haberlas, cuando se prefiere no recurrir a ellas. Así se explica, por ejemplo, la importancia de la cultura del honor en grupos mafiosos y bandas de delincuentes.

Se trata de culturas muy persistentes. Su importancia entre los hombres blancos del Sur de los Estados Unidos se retrotrae a la llegada de ganaderos de origen escocés procedentes del Ulster en la primera mitad del siglo XVII, quienes hubieron de enfrentarse a todo tipo de amenazas y, muy especialmente, a la de los ladrones de ganado. El tiempo habría atenuado las manifestaciones más extremas de esa cultura, pero no las ha eliminado. No deberíamos, por tanto, descartar que ciertos comportamientos chulescos y respuestas airadas a bromas de escasa trascendencia que observamos en nuestro entorno, tengan su origen en una cultura del honor heredada.


Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU


Una versión anterior de este artículo fue publicada en el diario Deia el 4 de diciembre de 2016.

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