Sangre de dragón

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El dragón de Komodo –Varanus komodoensis– no es un dragón sino un lagarto. Es quizás el de mayor tamaño que existe: puede llegar a medir hasta 3 m de largo y pesar 70 kg. Sobreviven hoy unos pocos miles de ejemplares de la especie en algunas islas de Indonesia; la mayor parte, alrededor de mil quinientos, en la de Komodo de donde proviene su nombre.

El dragón de Komodo se alimenta principalmente de carroña, pero también se comporta como depredador sit-and-wait, o sea, “siéntate-y-espera”. Quiere esto decir que no es un cazador al uso, no persigue a sus presas, sino que las espera, agazapado, de manera que cuando una pasa a su lado le lanza un zarpazo y, si puede, le propina un buen mordisco. En algunos casos eso es suficiente para atraparla. En otros, sin embargo, la presa escapa, aunque normalmente acaba muriendo.

La mordedura del dragón de Komodo causa un daño grave a sus presas. Por un lado, y aunque este es un tema controvertido, parece que al morder, el dragón transfiere algo de veneno a la presa. Y por el otro, mantiene en su boca un multicultivo de bacterias que, al penetrar en la sangre de la presa, le producen una infección que acaba dando lugar a su muerte y captura por su asaltante o por otros dragones.

Que se alimente de carroña y que mantenga un cultivo de múltiples bacterias en su cavidad bucal son dos hechos con una interesante implicación: el varano es inmune a buen número de patógenos bacterianos. La carroña es materia orgánica con un alto contenido en microorganismos, bacterias patógenas entre ellos. Y qué decir de sus propios cultivos bacterianos: si son capaces de provocar septicemias en sus presas es porque contienen cepas patógenas. Por lo tanto, si el dragón de Komodo no se infecta cada vez que ingiere una presa, aparte de la barrera que pueda suponer el epitelio de sus tejidos digestivos, ha de tener algún potente sistema defensivo. Y en efecto, así es. La sangre de Varanus contiene medio centenar de péptidos –proteínas de pequeño tamaño- con actividad antibacteriana.

Lo interesante de los péptidos antibacterianos encontrados en la sangre del dragón de Komodo es que parecen ser eficaces contra Pseudomonas aeruginosa y Staphylococcus aureus. Esas dos bacterias se encuentran en la lista de doce declaradas en febrero de este año por la Organización Mundial de la Salud como “patógenos prioritarios”. Son bacterias que han desarrollado resistencia a muchos antibióticos. Pseudomonas, en concreto, es una de las tres de máxima prioridad, y Staphylococcus es de prioridad alta.

En este momento se desarrolla una línea de investigación que busca encontrar nuevos antibióticos a partir de los péptidos antibacterianos de la sangre de los varanos. Pero hay un problema. Hay pocos ejemplares de esta especie, razón por la cual se encuentra en peligro de extinción. Por eso resulta muy caro trabajar con estos animales, además de que al tratarse de una especie protegida no pueden capturarse tantos como sería de desear. Este caso nos recuerda, una vez más, que nos interesa proteger los entornos naturales: no solo por razones de equilibrio ecológico global, sino porque además, esos entornos son y serán fuente de numerosas sustancias con las que ampliar el catálogo de fármacos al servicio de nuestra salud.

Esta historia tiene un cierto aroma a brujería y hechizos. Nos recuerda a las pociones para las que había que utilizar sangre de víbora o similares. Y sin embargo, no tiene nada de medieval; al contrario, es una historia de hoy y esperemos que, también, sea una historia de mañana.

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Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU


Una versión anterior de este artículo fue publicada en el diario Deia el 8 de octubre de 2017.

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