Indispensable, discreta y sin dueño

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Si alguien les pregunta cuáles son los principales productos sobre los que se ha erigido nuestra civilización, es probable que respondan que el petróleo. También es posible que citen el hierro. Quizás alguien nombre el plástico. Y yo añadiría el papel. Pero pocos pensarían en la arena, ese producto formado por granos principalmente de cuarzo (sílice) -aunque la composición varía dependiendo de su origen- y cuyos tamaños se encuentran entre los 0,06 y 2 milímetros. La arena no es tan conspicua como el petróleo, el hierro o el plástico, por lo que quizás no seamos muy conscientes de hasta qué punto dependemos de ella. Pero nos es indispensable: con arena se fabrica el hormigón, los ladrillos y el yeso con los que se han levantado las aldeas, ciudades y urbes modernas, y construido las vías que las conectan. Con arena se fabrica el vidrio que ha hecho accesible la luz a nuestros hogares. Y los microchips.

La arena es discreta pero la usamos en cantidades ingentes: sólo en 2010 se utilizaron en el mundo once mil millones de toneladas para fabricar hormigón, lo que representa alrededor de dos terceras partes del gasto de arena total. Se estima que en la actualidad se emplean cuarenta mil millones de toneladas de arenas y gravas. Es un recurso que, como el petróleo, ha hecho falta mucho tiempo para formarse y no se renueva. De hecho, cada vez es más difícil conseguirla y su extracción causa daños graves a los ecosistemas marinos. Y no, la arena del Sahara y otros desiertos no sirve; sus granos son muy finos y están demasiado redondeados por la erosión del viento. La mejor arena para fabricar hormigón es la que se deposita en los lechos fluviales; la marina no es adecuada porque los cloruros que contiene son corrosivos para las armaduras de acero.

La necesidad de arena es tal que en Italia la mafia ha entrado en el negocio, y en India hay numerosos grupos mafiosos a su alrededor. En Marruecos, Argelia, Vietnam, Indonesia y Malasia están documentadas extracciones ilegales de arena, pero se estima que son habituales en 70 países. Al menos 24 islas han desaparecido en Indonesia por la acción de los piratas de la arena, que la venden en Singapur para arrebatar espacio al mar.

En tanto no se hallen alternativas, lo más conveniente sería reducir las necesidades de hormigón tratando de disminuir la construcción de nuevas edificaciones e infraestructuras, pero hace falta incluso para poder mantener en buenas condiciones las actuales. Se ensayan procedimientos para la conservación del hormigón basados en la capacidad de ciertas bacterias y hongos para producir carbonato cálcico, que actuaría rellenando las grietas que surgen con el paso del tiempo, pero esa vía no puede ofrecer soluciones en plazos razonables. Otra posibilidad consiste en su reciclaje, pero el volumen que permiten reciclar las demoliciones no va más allá del 20% de las necesidades.

Es muy posible que haya que cambiar los métodos actuales de construcción y hay quien piensa que quizás la impresión en tres dimensiones de grandes estructuras con materiales diseñados ad hoc pueda ser la solución. Aunque lo más probable es que las soluciones no lleguen de ninguno de los métodos o materiales en los que se piensa ahora, sino de algún procedimiento radicalmente nuevo.

El número de granos de arena que hay en el mundo es una socorrida metáfora para expresar grandes cantidades. Pero no es infinito. Es un recurso sin dueño, escaso y del que todos pueden aprovecharse, un recurso afectado por una “tragedia de los bienes comunes” de extensión planetaria.

Nota: Agradezco a Manuel F. Herrador que revisase una primera versión esta anotación y sus sugerencias.

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Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU


Una versión anterior de este artículo fue publicada en el diario Deia el 11 de marzo de 2018.

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