Para los adolescentes, la aceptación por el grupo del que se consideran parte es de importancia capital. Tienen una gran preocupación por la imagen que proyectan, sobre todo hacia quienes forman su círculo social. Por esa razón se avergüenzan con facilidad, incluso, por el mero hecho de saberse observados.
Sufren más que niños y adultos al sentirse excluidos de un grupo, y ese sufrimiento tiene un correlato neurológico. Cuando un adulto se siente excluido, se activan las áreas del encéfalo implicadas en la percepción del dolor, el enfado y el disgusto, sí, pero a continuación se activa una zona de la corteza cerebral que relativiza la importancia de la exclusión. En adolescentes, sin embargo, esta última zona apenas se activa, y las anteriores lo hacen en mayor medida que en niños y adultos. Por tanto, no debe extrañar que los amigos tengan un gran ascendiente sobre ellos.
En ninguna otra etapa de la vida importan tanto las amistades como en la adolescencia, ni se otorga tanta importancia a sus opiniones como en esos años. Por eso, los adolescentes asumen más riesgos en presencia de amigos que cuando están solos. Es más, el circuito de recompensa encefálico se activa más y las regiones cerebrales implicadas en el autocontrol responden en menor medida cuando están en compañía de amigos; en los adultos no se observa eso. Y es que los adolescentes experimentan una fuerte necesidad de pertenencia al grupo, y por esa razón sus decisiones se ven muy afectadas por la presencia de sus “colegas”.
Hasta la pubertad, el comportamiento prosocial es bastante indiscriminado. Sin embargo, entre los 16 y los 18 años se va haciendo más selectivo. Los amigos pasan a ser los máximos beneficiados en confianza, reciprocidad y generosidad. En otras palabras, los adolescentes dan cada vez más importancia a la identidad de las personas con las que se relacionan, probablemente por las mismas razones por las que les valoran cada vez más su propia identidad y cómo les ven los demás conforme se van considerando miembros de un grupo.
Por otro lado, durante la adolescencia se sigue desarrollando la “teoría de la mente”, esa facultad de adoptar el punto de vista mental de otros individuos que probablemente compartimos con otras especies, como chimpancés, orangutanes y ciertos cuervos. Y de modo similar, la capacidad para la introspección y el análisis del estado mental propio no se desarrolla de forma completa hasta mediada la tercera década de vida. En parte por estas razones, durante esta etapa cambia también la forma en que los adolescentes se relacionan con los demás.
En la niñez no se diferencia con nitidez el daño accidental del intencionado, pero esa distinción se acentúa de la pubertad en adelante. Conforme pasan los años, al presenciar un daño accidental, las áreas del encéfalo que procesan el dolor se activan cada vez menos y, por comparación, al presenciar un daño causado de forma intencionada, se activan cada vez más las áreas de la corteza prefrontal que valoran y hacen juicios. La valoración de la intencionalidad dañina de una acción es el punto de partida de los juicios morales, por lo que durante la adolescencia esos juicios se hacen cada vez más sofisticados.
Como afirma la neuropsicóloga Sarah-Jay Blakemore, durante la adolescencia nos inventamos a nosotros mismos; en eso, precisamente, consiste ser adolescente. Ese largo viaje nos proporciona un sentido de la identidad personal y una comprensión de los demás que nos capacita para, al llegar a la edad adulta, ser independientes de nuestros progenitores y estar más integrados en el grupo de nuestros pares.
Nota:
Esta anotación es parte de una colección de tres artículos dedicados a la neuropsicología de la adolescencia. Los artículos son El desajuste adolescente, En busca de la identidad personal y El cerebro humano tarda en madurar.
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU
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