Como se dijo en una anotación anterior, somos los ciudadanos y las ciudadanas, a través de las decisiones que toman parlamentos y gobiernos, los principales contribuyentes económicos al desarrollo científico. Dado que los beneficios que se derivan de la adquisición y creación de conocimiento acaban siendo de carácter general, parece lógico que así sea. Además, en términos de retorno de la inversión, la investigación científica, especialmente la de carácter más fundamental, es una actividad de resultados poco previsibles y de largo plazo. Plazos e incertidumbres que la hacen muy poco atractiva para la iniciativa privada.
Muchos piensan que es bueno que la ciencia sea cosa, principalmente, de los gobiernos, porque recelan de la influencia que pueden tener agentes privados (empresas, principalmente) en la orientación que se da a las investigaciones científicas y prefieren que esté sometido al escrutinio público y que sean nuestros representantes quienes toman las decisiones relevantes. No es este el contexto para valorar esa idea, aunque en la anotación anterior se han proporcionado algunos elementos a tener en cuenta al respecto. Es importante, no obstante ser consciente de que el hecho de que la ciencia la gobierne la administración entraña otros riesgos de los que no se es del todo consciente. A modo de ejemplo, nos referiremos a continuación a tres de esos riesgos. Seguramente no son los únicos.
La obsesión por el llamado “conocimiento útil”
Algunos de los males de la ciencia actual no lo son por incumplir preceptos del ethos de la ciencia, sino por vulnerar directamente la esencia de la empresa científica en sí. En un mundo ideal lo lógico es que los investigadores se dejen guiar por su curiosidad y sus intereses intelectuales y traten de desentrañar los secretos de la naturaleza según sus propios criterios. Pero la actividad investigadora es cara, consume recursos y, como se ha visto, es el conjunto de la sociedad a través de sus representantes quien aporta esos recursos. Es lógico, por tanto, que las administraciones que gobiernan el sistema científico establezcan los criterios para la asignación de los fondos necesarios y también es lógico que, mediante la investigación traten de dar solución a algunos de los problemas más acuciantes a que nos enfrentamos. Una buena política científica es aquella que apoya de forma equilibrada ambas modalidades u orientaciones.
Sin embargo, ante la constatación de que la ciencia que se hace en Europa no rinde unos beneficios económicos directos equivalentes a los que genera la investigación científica en los Estados Unidos, las autoridades del continente europeo en su conjunto –y también las españolas y autonómicas- han optado por reforzar las líneas de investigación susceptibles, supuestamente, de generar beneficios económicos.
Puede parecer muy razonable, pero esta opción tiene problemas. Ignora, por un lado, que la actividad económica y los beneficios que genera la ciencia tienen más que ver con las condiciones institucionales del entorno socioeconómico que con el apoyo a unas u otras líneas o la implantación de medidas específicas. Por el otro, corre el riesgo de apoyar líneas estériles, sin salida, bajo pretexto de ser susceptibles de generar conocimiento útil. Puede asfixiar programas de potenciales resultados excelentes, también en el plano de los retornos económicos, por la sencilla razón de que es muy difícil anticipar las implicaciones de los descubrimientos. El ejemplo de la técnica CRISPR es en este sentido paradigmático: un descubrimiento teórico aparentemente sin aplicación práctica puede llegar a rendir beneficios enormes. Y por último, es una práctica muy sensible al efecto de modas y prioridades que acaban siendo efímeras; cada vez es más normal encontrarse con grupos de investigación que adscriben su trabajo a temas que están de moda (contaminación y cambio climático son buenos ejemplos) aunque su contribución a un avance real en el conocimiento sea más que dudosa.
La burocratización del sistema científico
En el campo de la investigación científica también es aplicable la Ley de Parkinson, según la cual “el trabajo se expande hasta llenar el tiempo disponible para que se termine”; vale esa ley, sobre todo, para la vertiente administrativa y de gestión de los proyectos de investigación. En general con el paso del tiempo los procedimientos administrativos asociados al desarrollo de la actividad investigadora se han hecho cada vez más largos, prolijos y difíciles. Y eso implica que cada vez es mayor la fracción del tiempo de los investigadores que ha de dedicarse al cumplimiento de las tareas burocráticas. En el colmo, los actuales gestores de los programas de investigación llegan a pedir a quienes solicitan financiación para sus proyectos que anticipen los resultados que esperan obtener. La misma esencia del hecho científico, la imprevisibilidad de sus resultados, pretende ser abolida mediante este tipo de requerimientos.
Que la burocracia crece de forma imparable en cualquier ámbito de la administración pública (aunque no sólo en la administración pública) es un hecho. Y seguramente, como observó Cyril Parkinson, es un proceso espontáneo. Pero lo ocurrido en España durante los últimos años y meses va más allá de lo que cabría esperar de un crecimiento como el descrito por el funcionario británico. La obsesión instalada en muchos ámbitos por hacer frente, supuestamente, a todas las formas posibles de corrupción y de malas prácticas ha conducido a la exasperación de los procedimientos. Curiosamente, nada de todo eso ha contribuido a resolver los otros muchos problemas que tiene la empresa científica y que han sido comentados en esta serie de anotaciones.
La obsesión por las métricas
La investigación científica ha alcanzado, como ya se ha dicho, unas dimensiones muy grandes. En los países más desarrollados son miles las personas que se dedican a la ciencia, y el volumen de recursos que se destinan representan porcentajes significativos del producto bruto. Es normal, por tanto, que la asignación de esos recursos a las personas que hacen la investigación sea un cometido difícil de llevar a efecto. Es difícil valorar la pertinencia, conveniencia y oportunidad de financiar las propuestas que dirigen los investigadores a las agencias financiadoras. Y también lo es valorar la viabilidad y posibilidades de éxito de los proyectos.
Esas dificultades conducen, por un lado, al diseño de planes que fijan objetivos estratégicos, temas prioritarios, y criterios para determinar la conveniencia de financiar los proyectos. Y por el otro, conducen a la adopción de métodos de evaluación que se basan en métricas que reflejan el historial investigador de los solicitantes o proponentes.
La práctica consiste en el uso de ciertos algoritmos o el recurso a indicadores bibliométricos que, supuestamente, permiten establecer de forma objetiva la calidad del equipo investigador porque se supone que esa calidad determina las posibilidades de éxito de la investigación. Se sustituye así, al menos parcialmente, la evaluación concienzuda de los proyectos a cargo de especialistas por el recurso a indicadores sintéticos de fácil obtención y manejo y, lo que parece más atractivo, supuestamente objetivos.
En la captación, promoción e incentivación del personal investigador funcionan también ese tipo de criterios, sustituyéndose una valoración exhaustiva del historial y realizaciones de los candidatos a puestos de investigación, a las promociones o a los incentivos, por sistemas de indicadores principalmente bibliométricos.
El problema es que los indicadores de esa naturaleza tienen muchos problemas: son groseros, dependen mucho de las áreas, no tienen en cuenta las circunstancias en que se ha desarrollado la actividad evaluada y, lo que es más importante, se convierte en un sistema de incentivos perversos, puesto que los afectados asumen prácticas cuyo objetivo real deja de ser la producción genuina de nuevo conocimiento para ser la obtención de los mejores registros bibliométricos posibles.
Nota:
Sobre bibliometría y sus problemas, Francisco Villatoro ha escrito un buen número de anotaciones en su blog.
Este artículo se publicó originalmente en el blog de Jakiunde. Artículo original.
Sobre los autores: Juan Ignacio Perez Iglesias es Director de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU y Joaquín Sevilla Moroder es Director de Cultura y Divulgación de la UPNA.
Marian
Hola. Una pregunta:
Entre las consecuencias de las métricas empleadas me parece ver que puede darse el «efecto Mateo» ¿estoy en lo cierto o me he «columpiado»?
Saludos cordiales,
Marian.
Txema M.
Hace años vi una película, creo que dirigida por Paul Newman, «El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas» (o un título muy parecido) en el que la protagonista, una niña que debe soportar la carga de una madre desastrosa, presenta en su escuela (supongo que pública, porque la madre no andaba boyante) su trabajo de investigación. El trabajo se presenta junto con los demás de su clase, ya que todos participan. En mi vida de maestro, desgraciadamente, jamás vi algo parecido en el currículo escolar.
Severo Ochoa rechazó la alfombra que ponía el gobierno de Suárez a sus pies para que se instalase en España. La oferta del gobierno era inmejorable, pues daba casi carta blanca al premio Nobel para que pidiera todo lo que quisiese. Su respuesta fue, más o menos, esta: «No pueden ofrecerme lo que necesito, un clima de investigación en todas las etapas de la educación y en todos los campos de la cultura.»
Tal vez aquí esté una de las bases del mejor resultado yanki en las investigaciones, en un clima de investigación desde la educación primaria asentado en todos los centros educativos. No lo sé. Tal vez exagero pues ignoro cuál es la realidad en los EEUU.