Fraude y malas prácticas ha habido desde hace mucho tiempo. Hay documentados multitud de casos, incluso entre los científicos más famosos. Hay fundadas sospechas de que Ptolomeo hizo pasar por suyos datos astronómicos que en realidad eran de Aristarco de Samos. Recientemente ha ingresado en prisión Dong-Pyou Han, un investigador en vacunas, condenado por inventar datos en experimentos sobre la vacuna contra el VIH. Los casi 2000 años que separan estos sucesos han estado salpicados de otros muchos casos. Parece ser que Millikan eliminaba de su cuaderno de laboratorio las observaciones que no le interesaban, Mendel y sus guisantes también han resultado polémicos, incluso hay dudas sobre si Galileo realizó realmente los experimentos que relata en sus textos. Hay casos clásicos, como el del hombre de Pitdown, un fósil que se hizo pasar por el eslabón perdido en la evolución entre el hombre y el mono cuando realmente era un engendro creado con trozos de cráneo humano y de chimpancé. Hay multitud de casos bien documentados y diversas compilaciones, como la recientemente publicada por Ángel Abril-Ruiz que, además, se puede consultar en línea.
Resulta especialmente escandaloso oír hablar de fraude en una profesión dedicada fundamentalmente a la búsqueda de la verdad. Ese escándalo ayuda a hacerse un modelo mental de la situación en el que la inmensa mayoría de los científicos son “normales” (totalmente honrados) y una pequeña fracción son “manzanas podridas” (totalmente deshonestos). Sin embargo la realidad dista bastante de este modelo. Según algunos estudios (Fanelli (2009) y resumidas también por uno de nosotros en 2015, aquí), más de dos tercios de los científicos admite realizar algún tipo de malas prácticas y uno de cada 50 admite falsificar o inventar resultados, una de las peores prácticas imaginables. Es interesante notar que cuando se pregunta por las malas prácticas que uno conoce de los compañeros los números salen bastante más altos que cuando se pregunta por las propias.
Fischer y Zigmond (2002) incluyen entre las prácticas abiertamente fraudulentas la fabricación o falsificación de datos, el plagio, y lo que podríamos denominar el cocinado de datos (selección, manipulación y manejo). Pero también consideran como malas prácticas otras formas de proceder entre las que se encuentran lo que denominan –un tanto eufemísticamente- autoría honoraria, el no reconocimiento expreso de las fuentes, la opacidad en la metodología, la publicación fragmentada y la publicación duplicada de los mismos resultados en diferentes artículos. E incluyen malos comportamientos no solo de los autores de los trabajos, sino también de los revisores; entre estas están las revisiones sesgadas de los originales remitidos para su publicación y el uso de información privilegiada tomada de esos originales, entre otros.
De mala práctica debe ser calificada también la pesca de datos o p-hacking. Consiste en ir seleccionando datos o combinaciones de datos hasta que se acaba consiguiendo que los análisis estadísticos arrojen el resultado buscado porque los efectos que interesa destacar alcanzan el nivel de significación estadístico preestablecido. La significación estadística de un efecto se establece sobre la base del valor de p, que normalmente se establece en 0.05. En otras palabras, se considera que se produce un determinado efecto si, asumiendo la hipótesis nula, la probabilidad de obtener los datos que se tienen es inferior al 5%. Las malas prácticas consisten en descartar valores extremos por ser considerados anómalos; también se pueden agrupar de formas diferentes; o modificar el tipo de tratamiento estadístico. Una vez se alcanza el resultado “deseado”, ese es el que se publica. Judith Rich Harris, en su libro The Nurture Hypothesis ha diseccionado de forma brillante un buen número de estas prácticas que han servido para “demostrar” que la educación que proporcionan los padres a sus hijos en el hogar ejerce efectos duraderos sobre el comportamiento de estos en la vida adulta.
Podríamos ordenar un listado de prácticas cuestionables de las más graves a las que apenas suponen un problema. Entre estas últimas tendríamos cuestiones como la autoría honoraria, la opacidad metodológica o el plagio de una frase. Es a la luz de una escala de gravedad de las malas prácticas como pueden entenderse los datos de los estudios antes citados sobre la prevalencia del fraude. Muchos científicos, si no todos, podemos incurrir en malas prácticas de bajo nivel, siendo mucho menos frecuentes las prácticas moralmente más reprobables. En todo caso, cada científico deberá situar sobre una escala de prácticas cuestionables el nivel con el que se siente cómodo, el umbral de lo aceptable. Mientras ese umbral se mantenga dentro de unos márgenes socialmente aceptables, no denominamos propiamente fraude a esas prácticas. Lo que se considera opacidad metodológica, el nivel de lo estadísticamente significativo o el tamaño mínimo de una muestra, por poner algunos ejemplos concretos, son elementos convencionales que pueden variar con el tiempo, y lo que se considerarían niveles intolerables en el pasado pueden ser normales hoy (o viceversa).
Federico di Trochio (1993) estableció dos categorías de fraude, dos motivaciones muy diferentes para que un científico incurra en comportamientos mucho más allá del umbral de lo socialmente aceptable. Curiosamente, se trata de dos categorías provocadas por motivaciones que casi se podrían calificar de opuestas pero que no es extraño que concurran en los miembros de una misma comunidad. Como se ha señalado antes, a quienes nos dedicamos a la ciencia nos mueve el ánimo de ensanchar los límites del conocimiento, de descubrir nuevos hechos y de asignar a esas hechos explicaciones que les otorguen algún sentido; nos hacemos preguntas y aspiramos a responderlas, de una forma tal que las respuestas son el origen de nuevas preguntas. Pues bien, inmersos en esa dialéctica no es difícil anteponer el hallazgo de una “buena” respuesta, de una “buena” explicación o “buena” teoría al cumplimiento de los necesarios estándares de rigor. Cuando eso ocurre se abre una vía por la que no es difícil llegar cada vez más lejos, pues la tolerancia para con las trampas que hace uno mismo es mayor cuantas más hace. Es pues la obnubilación por lo que se cree una buena teoría lo que causa en última instancia esta categoría de fraude. Otro posible resultado de esa obnubilación por el propio resultado es la perseveración empecinada en el mismo incluso cuando las pruebas en su contra son ya clamorosas. A esto se le ha llamado “ciencia patológica” y se describirá en detalle más adelante.
La segunda modalidad se refiere al hecho de que la de científico es una profesión, y como tal dispone de los correspondientes sistemas de acceso, estabilización laboral y promoción. Se trata, además, de una profesión muy exigente en muchos casos, pues la necesidad de obtener resultados y de publicarlos puede llegar a ser muy acuciante. A esa necesidad obedece la expresión “publicar o perecer”, y ante esa perspectiva se puede flaquear y relajar los estándares éticos llegando al fraude en toda regla.
En resumen, en vez de asumir un modelo de manzanas podridas para el fraude, la idea de una gradación de comportamientos cuestionables y un umbral de lo aceptable (socialmente establecido) resulta más adecuada y ayuda a entender los datos sobre incidencia de malas prácticas que muestran los diferentes estudios.
Este artículo se publicó originalmente en el blog de Jakiunde. Artículo original.
Sobre los autores: Juan Ignacio Perez Iglesias es Director de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU y Joaquín Sevilla Moroder es Director de Cultura y Divulgación de la UPNA.
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