En 1971, dos años después de haber sido elegido presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon firmó la denominada National Cancer Act, una ley mediante la que se proponía acabar con el cáncer. Aunque la ley en cuestión no la recogía en su tenor literal, la expresión “guerra al cáncer” fue profusamente utilizada para referirse al plan federal de actuaciones. Junto con otras medidas, se destinaron al plan 1.500 millones de dólares y Nixon prometió que lo “derrotarían”.
Otros gobiernos, el español incluido, declaran ahora la “guerra” a otra enfermedad, la provocada por el coronavirus SARS-CoV-2. Además de las medidas implantadas para contener la expansión de la pandemia, los planes contienen actuaciones de política científica, con una importante inyección de recursos económicos para investigar sobre el coronavirus y posibles tratamientos para “vencerlo”.
En medio de tanta zozobra, dolor e incertidumbre como está causando la pandemia, gobernantes y prescriptores de opinión parecen depositar su confianza en la ciencia como instrumento para resolver el reto más formidable que afrontan generaciones. Porque parece haber calado la idea de que, como decíamos hace dos semanas, solo el conocimiento permitirá superarlo.
Conviene, no obstante, ser cautos. El pasado lunes 23 la revista Science publicó un editorial en el que advertía del riesgo de que se le pida demasiado a la ciencia o de que, incluso, la propia comunidad científica genere más expectativas de las debidas. El editorial utilizaba, a tal efecto, el caso del VIH: fueron necesarias décadas de esfuerzo en virología, epidemiología y desarrollo de nuevos fármacos para empezar a obtener resultados. Y si bien es cierto que desde hace tiempo el SIDA se ha convertido en una enfermedad crónica, tan solo ahora, cuatro décadas después, están empezando a curarse algunos enfermos.
Algo parecido cabe decir de las investigaciones sobre el cáncer y sus resultados. Hoy sabemos más sobre los procesos implicados en las diferentes enfermedades que se engloban bajo esa denominación, y desde 1971 se han hecho progresos en el conocimiento de cuestiones tales como los factores de riesgo, los tratamientos y la prognosis de algunos tipos. Pero muchos siguen siendo incurables y la mortalidad se ha reducido solo levemente desde entonces. Recuperando la metáfora bélica, el cáncer sigue sin haber sido “derrotado”.
El contraejemplo de esas “guerras” es el proyecto Manhattan -este sí, de carácter bélico-, que se saldó con la producción de la bomba atómica. La comunidad científica contaba con suficiente conocimiento acerca de la estructura del átomo y la naturaleza de la materia. Y eso permitió a los norteamericanos disponer, en tiempo récord, del arma más mortífera que ha creado la humanidad.
Es importante, por supuesto, que se destinen recursos a la investigación sobre coronavirus y sobre epidemias en general. Pero la conclusión que cabe extraer de lo anterior debe llevarnos más allá.
No sabemos qué nos deparará el futuro. Si bien es cierto que algunos peligros posibles son demasiado probables como para ignorarlos, también lo es que otros son completamente impredecibles, de la misma forma que desconocemos en qué materias o en qué campos necesitaremos generar conocimiento en el futuro próximo. También ignoramos aspectos fundamentales que subyacen a algunos de los problemas del presente, como pone de manifiesto la historia del cáncer. Por eso, la estrategia más útil consiste en aumentar y diversificar el esfuerzo, sembrando en terrenos diferentes, porque desconocemos hoy lo que necesitaremos mañana. Es importante atesorar conocimiento en materias diversas porque cuanto más sepamos, mejor pertrechados estaremos para hacer frente a los retos que, en forma de pandemias o de cualquier otra naturaleza, esperan a la humanidad.
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU