Comprender el significado de los números cuando se refieren a cantidades muy grandes o muy pequeñas es complicado. Esto es algo que experimentamos ahora mismo con la pandemia del COVID-19. La combinación de unos números muy grandes (la población total susceptible de ser contagiada) junto con unas probabilidades ínfimas (las asociadas al contagio individual y a la aparición de determinados síntomas graves) da como resultado unas cantidades de muy difícil interpretación. Sobre todo si ignoramos la disponibilidad de servicios hospitalarios. Así, las diferencias entre el riesgo individual y el comunitario se entremezclan y en ocasiones se oscila entre el excesivo alarmismo y el optimismo injustificado.
Para ilustrar esta situación en un contexto más amable, podemos utilizar la fórmula presentada en 1961 por el radioastrónomo Frank Drake para dar una base cuantitativa al proyecto SETI (Search for ExtraTerrestrial Intelligence) en la segunda mitad del siglo XX. SETI suponía un intento científico para determinar la probabilidad de establecer contacto con civilizaciones extraterrestres en nuestra galaxia, algo que muchos verán como mera ciencia-ficción pero que podemos abordar con un espíritu analítico.
¿Cómo podríamos determinar el número de eventos de un determinado suceso tan improbable como la comunicación con una sociedad tecnológica extraterrestre? La estrategia consiste en separar los factores que deben concatenarse para lograr un positivo. Asumiremos que todos estos sucesos son independientes y que, por lo tanto, podemos determinar la probabilidad de que se den simultáneamente con una sencilla multiplicación. Añadiendo factores podemos llegar a una estimación razonable sobre la probabilidad del evento final: aquel en el que todos los sucesos se combinan perfectamente.
Esta tarea abarca un buen número de disciplinas que van desde las ciencias experimentales hasta especulaciones de muy discutible fundamento, pasando por áreas del conocimiento más difícilmente mensurables como la historia y las ciencias sociales.
Podríamos comenzar tomando como primeros factores la fracción de estrellas en la galaxia que presentan planetas en su entorno y la cantidad de estos que tienen la composición adecuada y están en la zona de habitabilidad. Estas son cuestiones que las últimas misiones espaciales como Kepler, Gaia y TESS nos permiten cuantificar. Pisamos tierra firme o, al menos, un suelo más firme de lo que Drake pudo hacer en su momento.
¿Cómo cuantificamos la probabilidad de que surja vida en un planeta que aparentemente reúne las condiciones adecuadas? ¿En cuántos de ellos se ha desarrollado la vida inteligente en forma de civilizaciones? Hasta la fecha, aunque Marte o Venus reunieran condiciones habitables en el pasado, solo conocemos un caso positivo: la Tierra. Ninguno de los más de 4 000 planetas extrasolares conocidos ha demostrado de momento sustentar una biosfera como la nuestra.
A partir de aquí la cuestión se complica. Necesitaríamos cuantificar la evolución de las sociedades hacia la tecnología y el deseo de comunicarse con el resto del universo. También influirá el tiempo durante el cual sean capaces de hacerlo: un siglo, mil años o, como sugirió Drake, hasta 10 000 años. Los datos experimentales para establecer estas cantidades son muy escasos y se basan en la historia humana y en la dinámica de las sociedades que solo comenzamos a comprender de una forma cuantitativa.
En el momento en que Frank Drake asignó valores a todos los términos se encontró con un resultado extraordinario: hasta diez civilizaciones deberían ser detectables mediante SETI. Pero, si así fuera, ¿dónde se encuentran? Esta es la llamada Paradoja de Fermi, opuesta al optimismo de Drake. Encontrar las razones de este inquietante silencio, como se le ha llamado, es también una buena manera de explorar nuestro futuro inmediato y tratar de adivinar los riesgos que como civilización nos pueden esperar a la vuelta de la esquina cósmica.
Otros autores discreparon con los números de Drake desde el primer instante, obteniendo valores mucho más bajos que manifestaban la improbabilidad de lograr el contacto gracias al proyecto SETI. Pequeñas variaciones en los términos que se multiplican en esa larga cadena resultaban en cambios notables del resultado final y, peor aún, las incertidumbres se propagaban exponencialmente en el resultado.
De la ecuación de Drake podemos aprender que los eventos individuales pueden ser realmente infrecuentes o improbables pero, aplicados a una población lo suficientemente grande, su aparición es inevitable. Además, cuando los eventos dependen de una larga cadena de condiciones cuyas probabilidades no podemos estimar con total certeza, nuestra capacidad de predecir los eventos futuros se enturbia. La diferencia con la epidemiología es que, en esta, buscamos que los eventos sucedan en el menor número posible y, para ello, podemos actuar sobre algunos de los factores involucrados.
Desde un punto de vista sanitario, la probabilidad de un evento único, como que enfermemos con síntomas graves, puede ser muy baja, casi despreciable. Aplicada sin embargo sobre el conjunto de la población, terminará sucediendo. Y lo hará más de una vez. Los factores que influyen incluyen la biología, fisiología y la sociología, con una transversalidad similar a la de la astrobiología.
La buena noticia es que cambiar esto se encuentra en nuestra manos: alterando unos pocos factores podemos reducir el número a una cantidad, si no nula, al menos manejable. En ello estamos.
Sobre el autor: Santiago Pérez Hoyos es investigador doctor permanente en astronomía y astrofísica en la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Artículo original