Lucas Sánchez
Con la pandemia de COVID-19 estamos sufriendo las consecuencias de una falta de reacción global y es muy probable que también las suframos por el cambio climático. Ambas crisis nos ponen ante un espejo en el que no quedamos reflejados como seres tan racionales: entender es secundario, la experiencia es clave.
Sucede en la primera escena del cuarto capítulo de la serie Chernobyl. En ella, una anciana ordeña una vaca en su cabaña, cerca de la central, días después del inicio del desastre nuclear. Un soldado, a las puertas de su establo, le pide que le acompañe. La mujer se niega y le responde con un discurso sobre las decenas de años que ha sobrevivido en una zona donde ha sufrido guerras y perdido familiares, que termina con: “¿Después de todo lo que he visto, me estás diciendo que me vaya por algo que no puedo ver en absoluto?”.
La pregunta hoy duele porque estamos viendo lo que ocurre por no actuar ante cosas que no podemos ver, pero de las que se nos ha avisado. Con la pandemia por el nuevo coronavirus estamos sufriendo las consecuencias de nuestra falta de reacción y es muy probable que las suframos más adelante por culpa de la crisis climática.
La escena de Chernobyl me hizo recordar un discurso que Greta Thunberg dio delante del Consejo Social, en Bruselas, el 16 de abril de 2019. Greta arrancó con “Quiero que entren en pánico porque la casa está en llamas”. Su objetivo lo verbalizó algo mejor segundos más tarde: “Quiero que actúen como si la casa estuviera en llamas”. Y si tuvo que recurrir a la metáfora es porque muy poca gente lo ve y menos gente todavía actúa. Estamos tranquilos con la emergencia climática y también lo estábamos como testigos en la distancia de la epidemia. ¿Qué falla en nosotros?
En el 50 aniversario del primer Día de la Tierra, tenemos claro que nuestro mundo se está calentando. Lo sabemos porque podemos verlo en gráficas consensuadas por toda la comunidad científica. Eso, lamentablemente, no significa que vayamos a hacer algo.
El problema es que ver esos datos no es ver el cambio climático. Para hacer algo, ese dato debe cuadrar con la experiencia personal, con nuestra propia evidencia. Nos es más fácil ver la casa en llamas cuando realmente vemos la casa en llamas. También nos ha sido más fácil ver el virus cuando hemos sido testigos del sufrimiento de nuestros enfermos. El cambio climático y esta pandemia nos ponen delante de un espejo en el que los humanos no quedamos reflejados como seres tan racionales: entender es secundario, la experiencia es clave.
80 años para un consenso social
En 2013 los investigadores Szafran, Williams y Roth publicaron un estudio en el que calculaban cuánto tiempo haría falta para que todo el mundo pudiera vivir en sus propias carnes el fenómeno del calentamiento global. Si necesitamos experimentar tres veranos más calurosos que la media para convencernos, solo en EE UU y teniendo en cuenta sus previsiones climáticas, ya podemos esperar al menos 86 años en tener un buen consenso social. 82 si necesitamos 3 años más lluviosos que la media.
Igual que no podíamos esperar a tener el virus en España para asustarnos, ya sabemos que no podemos esperar 80 años sin hacer nada, ya que implicaría vivir en 2100 con 5 grados de media más, un escenario casi apocalíptico.
Pero si digo 80 años pongo problemas encima de la mesa. No somos animales que lidien bien con las distancias temporales y espaciales, y el cambio climático siempre lo hemos sentido lejos y en el futuro. Aunque el planeta se esté calentando rápidamente, no lo hace tan rápido como necesitamos para sentirlo como una amenaza.
Ojalá después de masticar un filete fuéramos testigos de una pequeña ola de calor, una subida de 5 grados en casa. Esa distancia causa-efecto tan corta nos permitiría experimentar el nexo entre ambos procesos y caminaríamos mucho más rápido hacia una de las soluciones: hay que dejar de comer tantos filetes.
Somos malos calculadores de riesgos
Antes de que el cambio climático fuera ni siquiera algo de lo que hablar, los expertos en economía Daniel Kahneman y Amos Tversky hicieron varios experimentos para entender cómo lidiamos con el riesgo y la toma de decisiones, y vieron que la percepción del riesgo de los humanos es horrorosa.
Tenemos grandes dificultades para juzgar la frecuencia y la magnitud de los eventos, ya que nos fiamos más de lo último que ha sucedido, porque es lo que mejor recordamos. A este proceso lo bautizaron como sesgo de disponibilidad.
De su mano también aprendimos que tenemos una aversión a las pérdidas en el corto plazo e indiferencia en el largo plazo. Si le añadimos cierto grado de incertidumbre, el efecto se agrava. Tampoco es algo nuevo: el alcohol puede generar cirrosis ya de mayor. El tabaco quizás cáncer de pulmón. Ese “puede” y ese “quizás”, esa cirrosis y ese cáncer, se parecen mucho a la enfermedad que afecta a nuestro planeta.
Por eso nos negamos a saciar nuestras ganas de filete de hoy a cambio de un ahorro energético o económico en el futuro. Por eso y porque se juntan con otros sesgos, como el sesgo optimista: tendemos a pensar que corremosmenos riesgos que otras personas. Vamos a tener más suerte que los dinosaurios, extinguirse se extinguen otros. Esto no es China. Nuestro sistema sanitario es mejor que el de Italia.
Ahora que la epidemia ya está aquí hay mucha gente enfadada. Ahora. Las semanas previas circulaban memes y chistes que se burlaban de lo que podría venir.
Pero, ¿habéis visto a alguien enfadarse muchísimo por culpa del cambio climático? No digo enfadarse por que el cambio climático se esté produciendo y ya veamos sus efectos, o por la inacción de otros. Me refiero a enfadarse visceralmente hasta que te salta la vena del cuello y rompes a llorar contra el Señor Cambio Climático. Yo, nunca. Y eso es porque no existe el Señor Cambio Climático. No lleva un uniforme, no mata a niños, no sigue un patrón predecible.
Tememos lo que podemos imaginar
El enemigo, para nuestro cerebro, siempre ha sido una persona, animal o microorganismo repugnante que actuaba de forma abrupta e inmoral sobre los nuestros. Al salvaje Señor Cambio Climático sí le tendría miedo la viejecita de la granja de Chernobyl, pero, ¿cómo tememos algo abstracto, invisible, que actúa muy lentamente y que no es inmoral? Es difícil, muy difícil.
Pero supongamos que lo conseguimos. Que logramos poner a un grupo de personas delante de una casa en llamas, la ven en llamas y la sienten en llamas. Tocaría entonces empezar a apagar el fuego. Pues resulta que, aunque nos queme el fulgor de las llamas en la cara y escuchemos el crepitar del fuego, nos giraremos y esperaremos a ver qué hacen los demás.
Si alguien coge un cubo de agua, nos pondremos manos a la obra. Si nadie se mueve, nos quedaremos embobados mirando el incendio. Esta reacción tiene que ver con la cooperación condicional y el efecto espectador. Si somos los únicos que presenciamos un incidente, actuamos. Si lo sabe todo un colectivo, esperamos al consenso social.
Incluso cuando vemos y actuamos, ni siquiera hacemos todo lo que podemos. La mayoría sufrimos el sesgo de acción única. Parece que realizar determinadas acciones nos impide hacer otras igual de positivas y complementarias. Por ejemplo, usar bombillas de bajo consumo, reciclar o usar bolsas de tela ya nos hace sentir que hacemos algo significativo.
En ocasiones es incluso peor, porque compensamos nuestras actitudes sostenibles con otras que pueden incluso emitir más carbono. Como las personas que queman las calorías de media caña de cerveza corriendo y ese día se toman dos en vez de una, ¡que han salido a correr!
Límites a la preocupación
Finalmente, aunque hayamos vivido la casa en llamas, tenemos una capacidad muy limitada para preocuparnos. Crisis financieras en distintos países muestran que la preocupación por estos fenómenos hizo que el porcentaje de individuos preocupados por el cambio climático disminuyera.
Los científicos le llaman el banco finito de preocupación. Una crisis, la pérdida del empleo, la enfermedad de nuestros familiares… no podemos preocuparnos por muchas cosas graves a la vez. De hecho, es complicado publicar una columna como esta en días en los que hay una pandemia y las UCI están llenas de gente luchando por sobrevivir.
En condiciones normales la inacción climática nos lleva a una culpa casi inevitable, y eso que no nos imaginamos la situación completa. Dentro de la metafórica casa en llamas, la nevera no tendría apenas comida. Del grifo solo saldría agua a determinadas horas. Se desplazaría por corrimientos de tierras y se inundaría tres veces al año. No se podría dormir del calor y habría que elegir entre mosquiteras o malaria. Y esa casa existe ya. Las fechas 2050 o 2100 son horizontes prácticos para ayudarnos a imaginar escenarios más duros que están por venir.
Si empezamos a ver el fuego, la inundación, la sequía y las olas de frío y calor como cambio climático, este dejará de ser abstracto para ser concreto, abrupto e impactante. Vivible y sufrible. Este pequeño cambio de paradigma es un esfuerzo comunicativo y todo apunta a que los resultados merecerían la pena. Pero, además, podemos ver el cambio climático como un problema de salud pública o de refugiados.
Entrenamiento y leyes
Quizá tengamos que crear redes para recordarnos unos a otros que debemos mantenerlo presente, de la misma forma que salimos a aplaudir a las 8 de la tarde. A fin de cuentas, hay que entrenar la anticipación sobre las buenas conductas y evitar resignarte a reincidir en actitudes poco ecológicas.
También podríamos intentarnos vacunar frente a sesgos de disponibilidad y hacer campañas como las de Naciones Unidas en Davos, que enseñó mediante realidad virtual cómo era la guerra de Siria a líderes mundiales. ¿Necesitamos ver casas en llamas?, veamos casas en llamas. ¿Crisis de refugiados climáticos? Veamos crisis de refugiados climáticos. Lo importante es que el cerebro practique, que nos nutramos de experiencias, aunque sean virtuales.
Acabemos con el sesgo espectador con nuevas leyes a medida para la crisis climática. Porque las leyes nos obligan a sincronizarnos en acciones que racionalmente nos parecen positivas, pero no ocurrirán de forma espontánea. No nos habríamos quedado encerrados en casa durante semanas sin un estado de alarma.
El soldado de Chernobyl, al no convencer a la anciana, dispara y mata a su vaca para obligarla a hacerle caso. El problema es que no tenemos un soldado en nuestra cabeza que dispare a nuestros sesgos; es más probable que solo tengamos una pequeña activista que nos repita ese “How dare you?” frunciendo el ceño cada vez que cogemos un chuletón forrado de plástico en el supermercado. Pero la pobre ocupa un espacio muy pequeño de la mente de un animal que no ve llamas por ninguna parte y al que bien le apetece un filete.
Sobre el autor: Lucas Sánchez es director de la agencia de comunicación científica Scienceseed, a cargo del Departamento de Comunicación y Creatividad. Antes, durante diez años, investigador en inmunología y virología en el Centro Nacional de Biotecnología y en la Yale University School of Medicine.
Este artículo se publicó originalmente el 22 de abril de 2020 en SINC con motivo del 50 aniversario del Día de la Tierra. Artículo original.
Teorema de Gödel
La situación no es tan simple. Cuando la pandemia de AH1N1 ocurrió en 2009, desde México se actuó como si la casa estuviera en llamas, también en el resto del mundo, pero la casa nunca estuvo en llamas. En su momento se dijo que la reacción fue exagerada. Ahora, en 2020, se actuó con relativa moderación en vista de lo ocurrido en 2009, sólo que, por desgracia, la mutación del virus ocurrida muy probablemente en Italia cogió a todos por sorpresa. Nadie esperaba que esa mutación de alta infectividad y mortalidad en particular sucediera.
En cuanto al cambio climático/calentamiento global, no hay evidencia (ojo, evidencia como se la entiende, es decir, datos replicables con exactitud y precisión reconocibles) suficiente para declarar LA emergencia. Con el virus, cuando éste estaba en China no había evidencia de altísima peligrosidad, sólo se sospechaba fuertemente. No obstante, se actuó con cautela. Fue hasta que el virus se halló en Italia (hubiera sido en cualquier parte del mundo) cuando la evidencia de la peligrosidad cambió repentinamente. Con el cambio climático/calentamiento global ocurre lo mismo: hay fuertes sospechas de que ello ocurre, pero no evidencia rotunda.
Que deberíamos actuar como si las sospechas fueran reales, muy probablemente sí, una forma de curarse en salud. Ello no significa que las sospechas sean evidencia y que, a la vista de las cosas, estemos haciendo mal en no actuar tanto como si se estuviera quemando la casa (aunque hacemos mal, eso sí, al ensuciar y maltratar descontroladamente la casa). Finalmente, si la vida humana desaparece por un desastre climático, pero otras formas de vida no, ¿qué con eso? Es, al parecer y al final de cuentas, nosotros por nosotros, no nosotros por los demás seres vivos.
Phelinux
Estás equivocado al valorar el riesgo, o mal informado. La evidencia es rotunda. Y que la causa es antropogénica también está demostrado, más allá de que siempre habrá algún científico (o grupo) que cuestione(n) todo lo que la comunidad científica acepta por amplísimo consenso. Hay décadas de recopilar datos, modelizar el clima y ver resultados. Hay satélites artificiales trabajando desde el espacio sólo para obtener datos climsticos, hacer fotos a la desirtificscion, medir la humedad de los suelos… La evidencia resultante es abrumadora para quien quiera verla.
Como dice el artículo, parece que hace falta que la brea de nuestras carreteras se derrita, o cosas parecidas, para que dejemos de negar lo más que evidente.
Iago AM
Ademas de lo que dice Phenilux, añadiría que no es nosotros por nosotros. Por el camino vamos creando lo que se denomina la sexta extinción masiva, la tasa de desaparición de especies no tenía este ritmo desde la extinción masiva del Cretácico-Paleógeno, ¡hace 66 millones de años!
María
Muy interesante el artículo que nos presenta de manera cruda y rotunda lo que nos va a suceder en un futuro. Pero en particular me gustaría que diera propuestas para disminuir este problema.