Un equipo internacional liderado por Frederic Delarue, un científico de la Universidad Sorbona, de París, afirma haber descubierto restos fósiles de 3400 millones de años (en adelante m.a.) de microorganismos capaces de desplazarse de forma activa, mediante el concurso de una especie de cola semejante a un látigo.
Los primeros indicios de vida de que disponemos son unas rocas de unos 3800 m.a. de antigüedad que contienen un grafito en el que la proporción de los isótopos de carbono refleja cierta actividad biológica en su formación. Es posible, incluso, que formas primordiales de vida aparecieran antes, quizás hace 4000 m.a., 500 m.a. después de la formación del planeta y en una época en la que sufría aún el impacto frecuente de asteroides. No obstante, los fósiles de organismos unicelulares más antiguos de que se tiene noticia datan de unos 3500 m.a. atrás.
Los microfósiles con supuestas estructuras motrices han sido hallados en la Formación del Lago Strelley, en el Oeste de Australia. Se habrían formado a partir de microorganismos con forma de hoja, y de una longitud de entre 30 y 84 µm y la mitad de anchura. Para confirmar que no se trataba de restos puramente inorgánicos, los paleontólogos han demostrado la existencia en los microfósiles de fósforo y nitrógeno, elementos característicos de los seres vivos. De los quinientos hallados, cuatro presentan una especie de bastón en uno de los extremos de la célula, y es a esa estructura a la que los investigadores atribuyen la condición de apéndice motriz, aunque sospechan que se trata de estructuras incompletas. La ausencia del apéndice en la mayoría de los restos, o la de fragmentos del mismo en los cuatro hallados, se debería a su pérdida durante el largo tiempo transcurrido desde su formación. Muchos microorganismos actuales, para desplazarse, hacen uso de estructuras similares, tales como flagelos -cuya rotación los impulsa en medio líquido- u otras.
Los investigadores han dado a conocer su hallazgo en un documento publicado en bioRxiv, un repositorio de acceso libre para el campo de biociencias, y está pendiente de examen por otros especialistas antes de su publicación en una revista. Por tanto, no ha pasado aún el filtro que han de superar los informes científicos para su aceptación formal como productos de investigación genuinos. Además, algunos expertos han manifestado dudas acerca de la interpretación de los hallazgos, por lo que han de tomarse con cautela.
Los autores de la investigación defienden, como es lógico, su validez, así como la interpretación que de ellos hacen. Y frente a quienes ponen en duda que las estructuras observadas pudiesen tener funciones motoras, sostienen que hay razones fundadas para su aparición temprana en la historia de la vida. Al fin y al cabo, la capacidad de movimiento proporciona acceso rápido a la comida, por lo que seguramente hubo un fuerte incentivo –presiones selectivas en la jerga biológica- para que apareciesen estructuras motrices. La razón por la que no se habían observado hasta ahora o se han hallado en tan pequeña proporción habría sido su gran fragilidad.
La historia de la vida y, sobre todo, la historia de sus orígenes está llena de incógnitas. De algunos hitos fundamentales no disponemos de pruebas concluyentes. La propuesta de Delarue y colaboradores puede acabar siendo aceptada por la comunidad científica o puede que sea refutada. Así funciona la ciencia, a partir de especulaciones basadas en indicios o pruebas a veces confusas o de difícil interpretación. El tiempo, no obstante, gracias a pruebas adicionales, acaba decantando el conocimiento que consideramos verdadero. Cada vez más, y cada vez mejor; pero nunca completo.
Fuente: F. Delarue et al (2020): Evidence for motility in 3.4 Gyr-old organic-walled microfossils?
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU