Ignacio López-Goñi y Víctor Jiménez Cid
Cada 17 de septiembre se celebra el Día Internacional de los Microorganismos. Dicha celebración parece contradictoria en medio de una pandemia, como si algo bueno pudiera salir de estos seres vivos. Los gérmenes nos causan enfermedades e incluso la muerte, pero no permitamos que el árbol no nos deje ver el bosque: la inmensa mayoría de los microorganismos son buena gente. Es más, son necesarios para nuestra supervivencia y la todos los ecosistemas del planeta, así que se merecen que celebremos su día.
Pero, ¿por qué el 17 de septiembre?
Probablemente el 17 de septiembre de 1683 amaneció frío y lluvioso en la pequeña ciudad holandesa de Delft, famosa por sus canales. Anton van Leeuwenhoek, comerciante de telas primero y luego empleado municipal, sin formación científica alguna, decidió ese día enviar una carta que cambiaría el curso de la ciencia. En aquella misiva, dirigida a la Royal Society de Londres, describía por primera vez los microorganismos, formas de vida microscópicas aparentemente simples que él denominó “animálculos”.
Leeuwenhoek era aficionado a construir pequeñas lupas que los comerciantes empleaban para analizar la calidad de los tejidos. Pulía sus propias lentes biconvexas que fijaba entre dos hojas de latón y sostenía muy cerca del ojo. Las muestras se colocaban sobre una especie de alfiler, que se podía acercar o alejar de la lente para enfocar mediante unos tornillos. Tenía tal habilidad para pulir lentes que sus lupas llegaban a alcanzar más de 250 aumentos y un poder de resolución (capacidad para diferenciar entre dos puntos muy próximos entre sí) de 1,5 micras. Esto alcanza casi la resolución de un moderno microscopio óptico. Fue, por tanto, la primera persona que logró observar bacterias y otros microorganismos.
En realidad, Leeuwenhoek no inventó el microscopio. Probablemente fue otro holandés, Zacharias Janssen (1588-1638), quien construyó el primero, compuesto de dos lentes. Este consistía en un simple tubo de unos 25 cm de longitud y 9 cm de ancho con una lente convexa en cada extremo.
El inglés Robert Hooke (1635-1703), contemporáneo de Leeuwenhoek, publicó en 1665 el libro Micrographia, donde describía las observaciones que había llevado a cabo con un microscopio similar al de Janssen diseñado por él mismo. Este libro contiene por primera vez la palabra “célula”. Hooke las descubrió observando en su microscopio una lámina de corcho, dándose cuenta de que estaba formada por pequeñas cavidades poliédricas que recordaban a las celdillas de un panal.
Sin embargo, aquellos microscopios compuestos eran solo una lupa capaz de conseguir unos pocos aumentos. Ni Janssen ni Hooke fueron capaces de observar lo que poco después describiría Leeuwenhoek usando una sola lente.
El mundo de los microorganismos estuvo oculto para la ciencia hasta que Leeuwenhoek decidió enfocar con su microscopio más allá de los tejidos y telas de su comercio.
Leeuwenhoek fue el primero en ver los glóbulos rojos y los espermatozoides. Sus dibujos de bacterias publicados en 1684 son de una excelente calidad y nos permiten reconocer varios tipos de bacterias frecuentes y sus agrupaciones: bacilos, cocos, etc.
Fue muy celoso con sus microscopios. No compartió con nadie su forma de pulir o tallar las lentes y no dejó ninguna indicación sobre sus métodos de fabricación. Destruyó la mayoría de sus creaciones, de las que actualmente solo se conserva una docena. Uno de ellos está expuesto hasta el 8 de diciembre en el Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, con motivo de la exposición “Explorando más allá de lo visible” que organiza la Sociedad Española de Microbiología con motivo de su 75 aniversario.
Los primeros habitantes del planeta
La ciencia tardó casi doscientos años en volver a desarrollar una técnica equivalente a la de Leeuwenhoek. Sus observaciones demostraron tres características del mundo microbiano: que está integrado por seres muy pequeños, que están en todas partes y que son muy diversos.
Los microorganismos han tenido y tienen un papel esencial en nuestros ecosistemas. Se estima que hace unos 3 800 millones de años surgió la vida en la Tierra. Desde entonces, hasta la aparición de los primeros seres vivos pluricelulares hace unos 900 millones de años, el planeta solo ha estado habitado por seres microscópicos. Bacterias, arqueas, virus y microorganismos más complejos pero unicelulares.
Esto supone que, durante unos 2,9 millones de años, han sido los únicos habitantes del planeta. Nos han precedido y muy probablemente seguirán aquí cuando nuestra especie desaparezca.
Han sido responsables de grandes cambios a nivel planetario: hasta la aparición de las cianobacterias (un tipo de microorganismos que llevan a cabo una fotosíntesis que genera oxígeno) hace unos 2,8 millones de años, la Tierra era un ambiente anaerobio. El oxígeno atmosférico es un invento de los microorganismos. Por tanto, no solo la vida en la Tierra ha sido y será fundamentalmente microbiana, sino que los seres más complejos, plantas y animales hemos evolucionado a partir de ancestros microbianos en una biosfera modificada y condicionada por su actividad.
Cuando hablamos de conservación de la biodiversidad en el planeta, no debemos olvidar que el grueso de la biodiversidad en la Tierra es invisible. Estas formas de vida diminutas han llegado a colonizar prácticamente todos los ecosistemas terrestres y son capaces de sobrevivir a las condiciones más extremas. Incluso donde a primera vista la vida es imposible: Geogemma barossi es capaz de sobrevivir a 121 ⁰C en chimeneas hidrotermales en las profundidades marinas. La bacteria Psychromonas ingrahamii se aísla de ambientes polares y crece a temperaturas de -12 ⁰C. Picrophilus oshimae fue aislada de fumarolas volcánicas a un pH ácido de 0,7. Halobacterium salinarum se aísla por ejemplo del Mar Muerto a concentraciones de sal saturantes, incompatibles con otras formas de vida.
¡Están por todas partes! Se han aislado hongos microscópicos y bacterias en capas altas de la atmósfera, a más de 15 km de altura. Se encuentran en las profundidades marinas a más de 10 000 metros de profundidad e incluso a varios cientos de metros bajo la superficie terrestre.
El 90 % de la biomasa marina es microbiana y son responsables de la mitad del CO₂ fijado y de la mitad del O₂ producido. Por eso, también los microorganismos pueden influir en el cambio climático y viceversa: cambios de temperatura y humedad pueden alterar la biología de estos seres vivos y, a su vez, eso puede cambiar las condiciones del hábitat.
El suelo que pisamos, sin ir más lejos, es uno de los ecosistemas más complejos. Se calcula que un gramo de suelo puede contener más de 10 000 millones de microorganismos, más que seres humanos tiene el planeta. Son responsables de completar todos los ciclos biogeoquímicos de la materia. Por ejemplo, realizan la fijación del nitrógeno atmosférico (en simbiosis con las leguminosas o de vida libre en el suelo) y lo transforman en amonio, nitrito y nitrato. Sin microorganismos no existiría el ciclo del nitrógeno, esencial para la vida tal y como la conocemos.
Aunque suene drástico, es muy probable que la extinción del pingüino emperador (aunque sea una pérdida de valor incalculable) no suponga el colapso del planeta, pero la extinción de bacterias como Nitrosomonas o Nitrobacter, que intervienen en el ciclo del nitrógeno, supondría el colapso inmediato de la vida. En esencia, sin microorganismos la vida macroscópica que apreciamos a simple vista, nuestra propia vida, no sería posible.
Medio humanos, medio microbios
Hoy en día las nuevas técnicas de metagenómica (secuenciación masiva), que superan los métodos tradicionales del cultivo, nos permiten comprobar la enorme biodiversidad microbiana que se oculta en la naturaleza.
Los científicos conocemos con cierto detalle la biología de mucho menos del 1 % de los microorganismos que realmente existen. El hábitat de muchos de ellos es la superficie o el interior de otros seres vivos. Es lo que conocemos como la microbiota de las plantas, de los animales o del ser humano. Nosotros mismos somos mitad humanos, mitad microorganismos: por cada una de nuestras células humanas, tenemos al menos una célula microbiana. Están en nuestra piel y en todas nuestras mucosas: en la boca, en los intestinos, en la vagina, en las vías respiratorias, etc.
Somos un conjunto ambulante de ecosistemas microbianos en los que se producen multitud de interacciones entre nuestras células y los microorganismos. El equilibrio de estos ecosistemas es esencial para nuestra salud. Estos diminutos seres evitan la colonización de nuestra piel y mucosas por otros microorganismos patógenos. Estos forasteros deben recurrir a complejos mecanismos de virulencia para imponerse en un entorno bien defendido por los colonos.
Los microorganismos que forman nuestra microbiota ayudan a mantener la barrera intestinal y contribuyen a la digestión degradando sales biliares, proteínas y polisacáridos. También modulan y entrenan a nuestro sistema inmunitario, regulan los procesos inflamatorios, sintetizan vitaminas y otros compuestos necesarios para nuestra salud, degradan drogas y toxinas o producen neurotransmisores y hormonas.
Cuando ese equilibrio entre nuestros microbios y nuestro organismo se altera (disbiosis) se pueden producir patologías.
La caries dental y la periodontitis son ejemplos directos de “problemas diplomáticos” con nuestra microbiota, pero recientemente se ha descrito la relación de múltiples patologías con una alteración de nuestra microbiota: desde la obesidad, diabetes, alergias, asma, enfermedades inflamatorias, hasta la depresión, el alzhéimer e incluso el autismo.
Así, la medicina del siglo XXI cuenta con un nuevo sistema en el cuerpo humano esencial para la salud: la microbiota. Del mismo modo, cuando estudiamos la función del genoma humano, no debemos pasar por alto que el sistema se completa con el microbioma, el conjunto de genes codificados en los genomas de los cientos de especies microbianas que forman parte de nosotros. La ecología microbiana entra en la ecuación de nuestro bienestar y la biomedicina se enfrenta a nuevos retos.
Levadura, yogur, queso y PCRs
Si a alguien le parecen aún pocos los motivos, añadiremos que gracias a los microorganismos nuestra vida es más fácil e incluso más agradable. Saccharomyces, la levadura que se utiliza ancestralmente en fermentaciones alimentarias, es un hongo unicelular gracias al cual tenemos en la mesa pan, cerveza y vino.
Lácteos como el yogur y el queso son fruto de la fermentación bacteriana. Alimentos y bebidas fermentadas, antibióticos, enzimas, vitaminas, hormonas, aminoácidos (aditivos, edulcorantes, antioxidantes…) son productos del metabolismo de los microorganismos. La biotecnología cuenta también con ellos para la producción de energía verde, el control de plagas, el bienestar animal y la descontaminación.
La famosa técnica de la PCR que ha sido un elemento esencial durante la pandemia es posible gracias a una enzima termoestable que se obtiene de Thermus aquaticus,una de esas bacterias capaces de sobrevivir a altísimas temperaturas.
Hoy somos capaces de modificar microorganismos en el laboratorio para que fabriquen todo tipo de medicamentos o productos esenciales en biomedicina y biotecnología. Podemos emplearlos para desarrollar plantas transgénicas capaces de resistir a la sequía, para producir biocombustibles, para degradar compuestos contaminantes, e incluso emplearlos como vacunas para controlar una pandemia.
En aquella famosa carta del 17 de septiembre de 1683 se realizó una descripción exquisita de la primera observación de bacterias vivas presentes en la placa dental, acompañada por dibujos de los microorganismos observados y sus movimientos. Ese día comenzó una nueva era para la ciencia que tardaría dos siglos, ya en tiempos de Louis Pasteur y Robert Koch, en desarrollarse como disciplina científica, y nos permite conocer y estudiar el mundo de los microorganismos, que tanta influencia tiene en nuestro planeta. Vivimos en un mundo microbiano.
Celebre con nosotros el Día Internacional de los Microorganismos.
Sobre los autores: Ignacio López-Goñi es Catedrático de Microbiología de la Universidad de Navarra y Víctor Jiménez Cid es Catedrático de Microbiología de la Universidad Complutense de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Artículo original.
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