Ignacio González Bravo
La pandemia nos ha mostrado que ni la ciencia ni la ingeniería son capaces, por sí solas, de solucionar un problema en tiempo real cuando la crisis es global, cuando las intervenciones locales son costosas y de efecto limitado, cuando hay que actuar sin tener toda la información.
La ciencia intenta comprender el mundo; la ingeniería, resolver problemas. Son probablemente las herramientas más poderosas creadas por los humanos. Para lo bueno y para lo malo. Nos permiten ir más allá de nosotros mismos, como diría José Antonio Marina.
Las dos son aproximaciones profundamente humanas a la realidad, sin jerarquía intelectual entre ellas: la una no vale más que la otra. Las dos son compatibles y se necesitan mutuamente. Pero no son iguales, sus productos son distintos. Han construido edificios filosóficos diferentes para relacionarse con el mundo: la ciencia para comprenderlo, la ingeniería para actuar sobre él.
La práctica de la medicina no es una ciencia, es una ingeniería del cuerpo, que busca resolver el problema de curar al paciente. La analogía puede ser la construcción de un puente: lo que queremos es tenderlo de un lado al otro y, para ello no necesitamos comprender el fundamento molecular de la elasticidad del hormigón. Claro que hay investigación y ciencia médicas, pero en la práctica médica —como en la construcción, como en la ingeniería—, un conocimiento que resuelve el problema es suficiente.
La vacunología tampoco es una ciencia. La comprensión de los mecanismos inmunitarios va muy por detrás de la práctica en el diseño y la utilización de las vacunas. Ha sido así desde la vacuna contra la viruela. En realidad no sabemos bien por qué unas vacunas funcionan muy bien y otras no, ni cuál es el tiempo ideal entre dosis de refuerzo, ni si es mejor vacunar a todo el mundo o administrar varias dosis de refuerzo a los más susceptibles.
Pero, a pesar de nuestra comprensión limitada, las vacunas son para muchas enfermedades la primera y la más importante línea de defensa: evitan muertes y secuelas de por vida; cuando no la previenen, limitan el impacto de la infección; protegen a los miembros más débiles de la comunidad. Y todo esto, también para la covid-19.
No sabemos, porque comprendemos poco. Pero ni siquiera sabemos por qué comprendemos poco. Hemos acumulado montañas de datos sobre muchas vacunas, y los empleamos para hacer modelos e intentar predecir lo que podría funcionar. Y en este ir a tientas estamos, en los bordes de lo que conocemos —una vela en la oscuridad, diría Carl Sagan— intentando ver por dónde continuar. Ahora bien, predecir no quiere decir comprender.
Un ejemplo operacional —uno entre miles— lo tenemos en el curado del jamón: conocemos las condiciones óptimas de salado, humedad y temperatura —Dulcinea tenía la mejor mano de toda La Mancha para salar puercos—, pero no sabemos muy bien qué pasa en el proceso. Ni falta que nos ha hecho, históricamente, para hacer guijuelos y jabugos.
Otro ejemplo, estadístico esta vez: las funciones matemáticas que describen el comportamiento de un conjunto de átomos radiactivos nos dicen que el sudario de Turín es medieval, pero observar un único átomo radiactivo no nos da pista alguna sobre cuándo se va a descomponer.
También conviene recordar que los datos son necesarios, pero no suficientes para tomar una decisión informada. La proporción de personas vacunadas que pueden ser (re)infectadas por la variante ómicron, o la edad de las personas infectadas, son datos. Pero necesitamos transformarlos en información: obtenerlos estandarizados y en gran número, conectarlos, cruzarlos, construir con ellos modelos, hacer predicciones, concebir intervenciones en salud pública. Quizá proponer soluciones al problema de la pandemia. Después, quizá, comprender.
Esta pandemia ha puesto en evidencia lo poco que comprendemos sobre los estilos de vida de los virus. Pero nos ha mostrado, sobre todo, que ni la ciencia ni la ingeniería son capaces, por sí solas, de comprender el mundo ni de solucionar un problema en tiempo real cuando la crisis es global, cuando las intervenciones locales son costosas y de efecto limitado, cuando hay que tomar decisiones sin tener toda la información.
Habrá sin duda más crisis a las que los humanos tendremos que hacer frente en los próximos treinta años. Si somos inteligentes, la ciencia y la ingeniería serán parte de la solución. Si no lo somos, serán la coartada para justificar malas decisiones. O se convertirán en el chivo expiatorio, culpables de haber hecho posible que la humanidad recorra el camino hasta el borde del precipicio.
Sobre el autor: Ignacio González Bravo es director de investigación en el Laboratorio de Enfermedades infecciosas y vectores: ecología, genética, evolución y control (MIVEGEC) del Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS) de Francia.
Este artículo ha aparecido originalmente en SINC con el título «Si no somos inteligentes, la ciencia y la ingeniería serán la coartada para justificar malas decisiones». Ha sido adaptado formalmente a los criterios editoriales del Cuaderno de Cultura Científica; el contenido permanece inalterado salvo el titular (más breve y abierto) y el pie de foto (algo más explícito).
Una vela en la oscuridad — | Bahía…
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