Millones de años en el Tibet

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Yak tibetano. fuente: Wikimedia Commons

En abril de 1944, el montañero, deportista, geógrafo y oficial austriaco de las SS Heinrich Harrer, junto con otros compatriotas, se fugó del campo de concentración en que había sido recluido por las autoridades coloniales británicas en la India. Un mes después, atravesó la frontera con el Tibet e inició un periplo por aquel país que le acabaría llevando a Lhasa, la capital, donde permaneció hasta 1952, cuando regresó a Austria. Para entonces ya había sido exonerado de responsabilidades por su pasado en las SS. Y escribió y publicó la crónica de sus aventuras titulada “Siete años en el Tibet”, llevada al cine con ese mismo título en 1956 y 1997.

En su periplo y, más en concreto, durante su travesía por el Tíbet occidental y la inhóspita meseta del Changtang, cuya altitud media es de 5000 m, Harrer y su compañero Peter Aufschnaiter pasaron penalidades sin cuento. En una de las escenas de su libro dice: “Una vez al día hacemos hervir carne y nos la comemos en el mismo puchero, porque a la altitud a que nos hallamos el agua hierve muy pronto, pero la temperatura es tan baja que la grasa se cuaja casi instantáneamente.” Esa frase condensa los dos factores que más endurecieron la travesía de los austriacos, el frío glacial y la falta de aire. “El agua hierve muy pronto”, dice Harrer. Así es. A 5000 m de altitud la presión atmosférica se reduce casi a la mitad de la del nivel del mar –a un 55%, para ser precisos– y en esas condiciones la presión de vapor del agua y la presión atmosférica se igualan a la temperatura de 84ºC, por lo que el agua entra en ebullición. En otras palabras: a 5000 m de altitud el agua hierve a 84ºC.

El dato es relevante porque, aparte del descenso en la temperatura de ebullición del agua, indica que hay muy poco oxígeno. De hecho, hay un 55% del que hay a nivel del mar, porque la reducción en la disponibilidad de los gases atmosféricos es estrictamente proporcional al descenso en la presión atmosférica. Allí arriba sigue habiendo un 21% de oxígeno, pero solo un 55% de las moléculas del gas que hay a nivel del mar.

En el relato de sus aventuras Harrer cuenta también que hicieron frecuente uso de yaks para poder transportar su equipaje. Los yaks son bóvidos bien adaptados a condiciones tan inhóspitas como las que imperan en esa parte del mundo. Tienen un pelaje grueso que los protege del frío. Y están, además, adaptados a respirar en una atmósfera enrarecida.

Un equipo de investigación chino ha comparado el genoma de los yaks y el del ganado taurino, por tratarse de especies muy similares. Y han encontrado dos genes que son muy activos en unas células, desconocidas hasta ahora, del interior de los capilares sanguíneos pulmonares. Son mucho más activos en ellas que en las demás células pulmonares. Según los investigadores, es posible que la mayor actividad de esos dos genes contribuya a que los capilares sanguíneos de los pulmones de los yaks sean más firmes y fibrosos que los del ganado vacuno, lo que podría ser de ayuda para extraer oxígeno de una atmósfera en el que es muy escaso.

Los yaks han evolucionado durante millones de años a gran altura; otras especies del altiplano tibetano quizás tengan también células similares, pues han evolucionado allí arriba. Pero es muy improbable que la población tibetana cuente con ese tipo celular tan aparentemente útil, porque los seres humanos solo llevan unos 30000 años a esa altitud.


Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU

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