He modificado ligeramente una famosa cita que Obélix repite constantemente en todos los cómics de Uderzo y Goscinny porque resume muy bien el tema que voy a tratar en esta ocasión: los secretos geológicos que se esconden detrás de las técnicas de construcción de la República y el Imperio Romanos.
Si hay algo que realmente nos sorprende de la Roma clásica es que muchas de sus colosales edificaciones han resistido en pie más de 2000 años. Y esas impresionantes dotes de ingeniería tienen que ver con sus conocimientos geológicos, posiblemente a partir de descubrimientos involuntarios pero funcionales. Pero no me estoy refiriendo a las rocas de diferente origen, composición y hermosas coloraciones naturales usadas como materiales ornamentales en fachadas, escalinatas o estatuas, sino al componente empleado para anclar los cimientos y levantar los muros de sus construcciones, el hormigón.
Seguro que todo el mundo que está leyendo este texto se ha acercado alguna vez a una obra y ha visto al personal vertiendo, generalmente a paladas, un par de materiales en una hormigonera, añadirle agua y esperar a que la máquina de varias vueltas para mezclar bien todos los componentes y generar así una pasta grisácea a la que denominamos hormigón. Uno de esos materiales que se añaden a la mezcla son los áridos, es decir, rocas que se rompen y machacan hasta alcanzar tamaño grava o arena. Y el otro es el cemento, una mezcla de arcillas y calizas deshidratadas tras calentarlas por encima de los 1200ºC, obteniendo así una cal viva (óxido de calcio) que tiene la propiedad de endurecerse al añadirle agua.
El hormigón parece ser el típico producto complejo descubierto recientemente debido a la evolución técnica en el mundo de la construcción, pero nada más lejos de la realidad. Desde al menos el siglo II antes de nuestra era, los romanos ya empleaban esta misma técnica para fabricar su propio hormigón, el denominado opus caementicium. Lo que hacían era calcinar la roca caliza en hornos de cocción, o caleros, hasta los 500-600ºC para obtener la cal viva utilizada como cemento mezclándola con arena y agua, añadiendo después cantos y fragmentos de rocas para obtener un hormigón tan resistente que emplearon para rellenar encofrados que actuaban como cimientos o soportes de muros de carga en sus construcciones.
Incluso, en poco tiempo le dieron una vuelta de tuerca a esta receta, consiguiendo mejorarla. En la zona de la bahía de Nápoles empezaron a utilizar una ceniza volcánica denominada puzolana (formada por óxidos de aluminio y silicio) para mezclarla con el resto de la arena. Y descubrieron que esta nueva mezcla podía ser utilizada en medios acuáticos, como el litoral marino, incluso aumentando la resistencia del hormigón, debido a una reacción química entre el agua de mar y la puzolana, que da lugar a la formación de nuevos minerales (como la tobermorita rica en aluminio) que consolidan los materiales.
Pero el uso de ceniza volcánica en la mezcla no es el único secreto de la durabilidad del hormigón romano. Recientemente, un equipo internacional de investigadoras e investigadores ha descubierto que los romanos mezclaban la cal viva (óxido de calcio) con pequeñas partículas de cal apagada o cal hidratada (hidróxido de calcio), un compuesto muy reactivo que es capaz de generar carbonato cálcico. Esto aporta al hormigón romano una capacidad de autorregeneración similar a la mostrada por el T-1000 de la película Terminator 2 mediante el siguiente proceso: cuando el material se fracturaba, podía circular agua por las grietas y reaccionar con las partículas de cal apagada, dando lugar a un fluido cargado en calcio que precipitaba en forma cristalina como carbonato cálcico, actuando como una especie de parche que cerraba la grieta. Si encima el hormigón tenía puzolana en su composición, la reacción química con el agua lo endurecería aún más. Y, de esta manera, las construcciones romanas han podido resistir el paso del tiempo por más de 2000 años.
La receta de este hormigón tan increíble nunca se dejó por escrito, al menos de manera detallada, ya que las menciones de los escritores romanos a sus técnicas de construcción fueron demasiado vagas e, incluso, ambiguas. Por eso, tras la caída del Imperio Romano, se dejó de emplear y no se ha conseguido replicar, con algunas diferencias, hasta hace un par de siglos.
Por supuesto, hay que darle al césar lo que es del césar, y es innegable que los romanos fueron unos maestros en los avances técnicos y de ingeniería, además de saber aprovechar las características geológicas de los materiales que utilizaron, aunque no conociesen exactamente la base científica en la que sustentaban sus éxitos. Pero es bien sabido que siempre copiaban e intentaban mejorar todo aquello que aprendieron de la gran civilización mediterránea previa. Por lo que sí, el primer hormigón de la historia se descubrió unos cuatro siglos antes en Grecia, preparándolo con una mezcla de cal viva, arena, rocas molidas y agua. Y sí, también usaban fragmentos de rocas volcánicas en esa argamasa. Aunque los griegos no fueron capaces de encontrar esos secretitos de la durabilidad y autorregeneración que descubrieron los romanos, aunque lo hiciesen por pura casualidad.
Referencia:
Linda M. Seymour et al. (2023) Hot mixing: Mechanistic insights into the durability of ancient Roman concrete. Science Advances doi:10.1126/sciadv.add1602
Sobre la autora: Blanca María Martínez es doctora en geología, investigadora de la Sociedad de Ciencias Aranzadi y colaboradora externa del departamento de Geología de la Facultad de Ciencia y Tecnología de la UPV/EHU