El Marte con el que soñamos

Fronteras

En 1877, había canales en Marte. O, más concretamente, canali, como llamó el astrónomo italiano Giovanni Schiaparelli (1835-1910) a esa especie de formaciones geográficas o geológicas rectilíneas que le pareció observar a través del telescopio cuando enfocó a nuestro planeta vecino. En ningún momento sugirió que estas pudieran ser de origen artificial, pero un error de traducción, no se sabe si intencionado o no, de su colega estadounidense William Henry Pickering (1858-1935) acabó encendiendo la imaginación de toda una época. Incluso de toda la disciplina. Este tradujo canali por canals, que sugiere artificialidad, en lugar de channels, que se refiere a formaciones naturales, y otros astrónomos, como Percival Lowell (1855-1916), adoptaron el término con entusiasmo:

Schiaparelli detectó la existencia de los canales cuando estaba comprometido en la triangulación de la superficie del planeta con un fin topográfico. Y lo que encontró fue que la triangulación ya estaba hecha. Con sus propias palabras, aquello «parecía haber sido trazado con regla y compás».

Marte
Mapa de Marte de Giovanni Schiaparelli, del año 1888, en el que se puede ver la famosa red de canales. Fuente: Dominio público

Tras una pequeña decepción lunar, a medida que íbamos sabiendo más de nuestro satélite y la posibilidad de encontrar algo «interesante» en él se desvanecía, los canales de Marte abrieron una nueva puerta a la posibilidad de no estar solos en el universo y de que esas posibles formas de vida no estuvieran tampoco tan lejos. Así que empezamos a imaginarlas.

Sobre esa fina línea que separa lo conocido de lo que nos gustaría conocer, escritores como Edgar Rice Burroughs ―que lo bautizó como Barsoom― o Leigh Brackett ―cuyas versiones de Marte, como Shandakor, inspirarían a su gran amigo Ray Bradbury― edificaron sus civilizaciones.

En el Barsoom de Burroughs, que en un pasado remoto había contado hasta con cinco océanos ―ya secos― la intrincada red de canales de Schiaparelli y Lowell bombeaba agua desde los casquetes polares para regar las franjas de vegetación que se extendían a lo largo de latitudes más templadas. La atmósfera, demasiado tenue, contaba con un sistema de soporte para hacer la vida posible. Y los nativos del planeta habían bautizado a los dos satélites de este ―Phobos y Deimos― como Thuria y Cluros. ¿Demasiado increíble hoy en día? Sí, y afortunadamente. Lo suficiente como para sembrar la duda e inspirar a un niño que creció leyendo esas historias y cuyo nombre era Carl Sagan.

Fue emocionante leer estas novelas. Al principio, pero poco a poco empezaron a corroerme las dudas. El giro argumental de la primera historia de John Carter que leí dependía de que este olvidara que el año es más largo en Marte que en la Tierra. Pero a mí me pareció que, si uno va a otro planeta, una de las primeras cosas que comprueba es la duración del día y el año. También había algunos comentarios incidentales que al principio me parecieron sorprendentes pero que, tras una reflexión seria, resultaron una decepción. Por ejemplo, Burroughs comenta casualmente que en Marte hay dos colores primarios más que en la Tierra. Pasé muchos y largos minutos con los ojos cerrados, tratando de contemplar ferozmente un nuevo color primario, pero siempre percibía algo familiar, como un marrón oscuro o ciruela. ¿Cómo podría haber otro color primario en Marte y mucho menos dos? ¿Qué era un color primario? ¿Tenía algo que ver con la física o con la fisiología? Decidí que, quizás, Burroughs no sabía de qué estaba hablando, pero sí hizo pensar a sus lectores. Y en esos muchos capítulos en los que no había mucho en qué pensar, había enemigos satisfactoriamente malignos y un manejo de la espada apasionante, más que suficiente para mantener el interés de un niño de ciudad de diez años en el largo verano de Brooklyn.1

Dicen que, junto a la puerta de su despacho en Cornell, en el pasillo, Carl Sagan tenía colgado un mapa de Barsoom. Cabría preguntarse si todo aquello tuvo que ver con acabar, entre los años sesenta y setenta, participando en el Programa Mariner, cuya Mariner 4 realizó las primeras fotografías desde la órbita de Marte. O con que el 20 de julio de 1976, la Viking I consiguiera hacer lo mismo desde su superficie.

Marte
Cráteres en Marte fotografiados por la Mariner 4. Fuente: NASA
Marte
Primera imagen desde la superficie marciana tomada por la Viking I. Fuente: NASA
Carl Sagan junto a un prototipo del aterrizador de las Viking. Fuente: NASA/JPL

Sin embargo, es curioso cómo uno de los responsables de materializar, de alguna manera, uno de los grandes sueños de la ciencia ficción de alcanzar Marte fue también responsable de hacernos despertar. Porque el ambiente que encontramos allí fue mucho más hostil de lo que esperábamos: Marte estaba igual o más muerto que la Luna. Así que durante diecisiete años se congelaron tanto los sueños como las misiones… hasta septiembre de 1992. Fue aquel mes cuando se lanzó la sonda Mars Observer, que apenas había llegado a la órbita del planeta rojo alrededor de un año después cuando perdimos el contacto con ella. Pero también fue aquel mes en el que se publicó Marte rojo, de Kim Stanley Robinson, la primera parte de una trilogía de colonización y terraformación marciana que se convertiría, de manera consciente o no, en una suerte de hoja de ruta de lo que podría aguardarnos un día, si intentábamos volver, a 230 millones de kilómetros.

Todo había empezado con la ciencia inspirando a la ficción, luego la ficción inspiró a la ciencia. Y vuelta a empezar. En el punto más bajo de la historia de la exploración marciana, Robinson demostró que, al igual que lo fue el de Schiaparelli, ese Marte inhóspito que nos habían mostrado las primeras sondas también podía ser bello. Y, sorprendentemente, nuevas misiones empezaron a ponerse en marcha. Pathfinder, Spirit, Opportunity, Curiosity… trajeron nuevos datos y de ellos, otra vez, nacieron nuevas historias, como la conocidísima El marciano, de Andy Weir. La ciencia ficción, en lo que se refiere a la inspiración, hizo, y hace, que Marte vuelva a ser posible. Es lo que nos devolvió, en parte y cuando ya nadie daba nada por ello, la ilusión por regresar.

Y sí… tal vez en Marte no haya canales construidos por una antigua civilización, pero se piensa, como también imaginó Burroughs, que existieron océanos, lagos y ríos en él hace unos 3500 millones de años, lo que reaviva en nosotros la esperanza de que, al menos, podamos llegar a encontrar algún día restos de vida microbiana. Tal vez ningún John Carter vaya a salvar a ninguna princesa marciana llamada Dejah Toris, pero es posible que la persona que vaya a poner por primera vez un pie en Marte ya haya nacido y su aventura será, sin duda alguna, una de las más emocionantes ―por no decir la que más― que vaya a vivir la humanidad en su conjunto.

Composición de la ESA con los colores de la superficie de Marte, realizada con motivo del vigésimo aniversario de la misión Mars Express. Fuente: ESA/DLR/FU Berlin/G. Michael

A veces se acusa a la ciencia de arrebatarnos nuestros sueños. De constreñir tanto la imaginación que nos corta las alas, cuando puede que sea, más bien, al contrario. Ciencia y relatos se han retroalimentado constantemente en casi todos los campos de conocimiento a lo largo de nuestra existencia en un bucle infinito que nos ha ido convirtiendo en lo que somos como especie. Por eso las historias son importantes, y por eso no debemos dejar de contarlas, por inverosímiles que puedan parecer. Porque no importa que luego la realidad las pruebe falsas; al hacerlo, estará abriendo una puerta a otras completamente distintas, solo hay que atreverse a cruzar ese nuevo umbral de hacer posible lo imposible.

Así que, como dijo Percy mientras aterrizaba en Marte y como, en realidad, siempre ha hecho la humanidad…

El paracaídas que desplegó el rover Perseverance en su aterrizaje escondía un mensaje: «Dare mighty things». Fuente: NASA/JPL-Caltech

Aunque esas cosas sean buscar marcianos.

Referencias:

NASA Science. MARS exploration.

Sagan, Carl (28 de mayo de 1978). Growing up with science fiction. The New York Times.

Schiaparelli, Giovanni (2009). La vida en Marte. Interfolio Libros.

Nota:

1 Traducción de la autora.

Sobre la autora: Gisela Baños es divulgadora de ciencia, tecnología y ciencia ficción.

3 comentarios

  • Avatar de Masgüel

    «es posible que la persona que vaya a poner por primera vez un pie en Marte ya haya nacido y su aventura será, sin duda alguna, una de las más emocionantes ―por no decir la que más― que vaya a vivir la humanidad en su conjunto.»

    La humanidad no es un sujeto. No tiene vivencias ni emociones. Y la aventura marciana de emocionante no pasa, porque utilidad no tiene. Con el precio de una misión tripulada a Marte se podría financiar un número enorme de misiones robóticas, con un rendimiento científico muy superior. La astronáutica tripulada, colocar una bandera y volver antes de que les tueste la radiación, solo es el deporte más caro del mundo.

    El propósito declarado de las misiones tripuladas, ya sea de astronautass o de los responsables de las agencias espaciales involucradas, es ridículo: El espíritu de aventura, el instinto de la «la humanidad» por la exploración… la retórica de frontera que se usó para la colonización del oeste norteamericano. Con una importante diferencia: Oregón es habitable y Marte no.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.Los campos obligatorios están marcados con *