La idea de crear vida artificial lleva entre nosotros desde prácticamente nuestros orígenes, tal vez como forma de tratar de comprendernos a nosotros mismos y lo que somos. En los mitos de la Antigua Grecia ya aparecen seres como el gigante de bronce Talos, que custodiaba la isla de Creta, y también se mencionan las sirvientas autómatas de oro y plata del dios Hefesto, el encargado de fabricar todo este tipo de artilugios y, probablemente, el primer ingeniero de la historia. Sin embargo, estaremos de acuerdo en que los mitos no son ciencia, y que hace falta algo más que imaginación para poder hablar de «vida artificial» o máquinas que imitan las funciones de los seres vivos.
El cambio de paradigma que hizo posible plantearse la posibilidad real de crear algo así llegó a principios del siglo XX, con la llegada de una idea teórica que, pocas décadas después, se convertiría en algo muy práctico: la máquina universal de Alan Truing. A partir de este momento es cuando el mito empezó a convertirse en una posibilidad y despertó la curiosidad, ya no solo de mecánicos e ingenieros, sino de matemáticos, físicos, filósofos, lingüistas… y, por supuesto, psicólogos y neurólogos.
William Grey Walter pertenecía a esta última categoría. Había visitado el laboratorio de Hans Berger, el inventor del electroencefalograma ―un dispositivo capaz de medir la actividad eléctrica del cerebro― y él mismo había creado algunas versiones mejoradas de este aparato en el Burden Neurological Institute de Bristol que permitieron la detección de nuevos tipos de ondas cerebrales. También, al igual que tantos otros colegas científicos, como el matemático y cibernético Norbert Wiener, participó en la Segunda Guerra Mundial, en su caso diseñando sistemas de detección de radares y guiado de misiles, pero no es realmente por todo esto por lo que más se lo conoce, sino por haber fabricado los dos primeros robots completamente autónomos de la historia.
Tras la guerra, y con el desarrollo de la informática, Grey Walter empezó a preguntarse si alguna de aquellas máquinas que habían empezado a desarrollarse podría ser capaz algún día de simular el sistema nervioso humano. Teniendo en cuenta que gracias a sus trabajos con las máquinas de encefalografía conocía bien la actividad eléctrica del cerebro, aquella idea tenía todo el sentido. La ciencia abría la posibilidad de transformar un antiguo mito en ciencia. Y él lo explicó muy bien:
En los años oscuros antes de la invención de la válvula de vacío había muchas leyendas sobre estatuas vivientes e imágenes mágicas […]. La gran diferencia entre la magia y la imitación científica de la vida es que la primera se contenta con copiar la apariencia externa, la segunda se preocupa más por su desempeño y comportamiento.
Así que se puso a ello y creó la que se podría considerar la primera especie animal artificial: la Machina speculatrix o, como se las suele conocer, las tortugas robóticas Elmer y Elsie, por la forma que tenían. No eran dispositivos muy complicados, estaban fabricados con dos válvulas de vacío, dos sensores ―uno fotoeléctrico y otro antichoque― y dos motores ―uno para desplazarse y otro para girar―. Y esa era precisamente la idea: comprobar qué nivel de complejidad y aleatoriedad en el comportamiento podía conseguirse con el menor número de componentes posible. ¡Y fue bastante! Elmer y Elsie merodeaban por la habitación en la que se encontraban dando vueltas, evitando los muebles y las paredes… Cuando su batería estaba cargada, solían evitar las áreas luminosas y preferían las zonas de penumbra; a medida que la batería se descargaba, hacían justo lo contrario: buscar puntos de luz, que eran los lugares donde Grey Walter había situado los cargadores y, de esta manera, se cargaban solas.
A día de hoy, Elmer y Elsie resultan unos aparatos muy simples y obsoletos, pero en su momento causaron el suficiente impacto como para aparecer en la revista Scientific American, en el número de mayo de 1950, en un artículo escrito por el propio Grey Walter y titulado «An imitation of life».
Es probable que, a estas alturas, cualquiera haya pensado ya en Elmer y Elsie como una suerte de precursoras de los aspiradores robóticos actuales, solo por su aspecto, aunque esa no fuera la intención de su inventor. Suele haber un proceso de maduración intelectual, cultural, científica y tecnológica, que puede durar décadas e incluso siglos, desde que una idea aparece hasta que se le encuentra utilidad y, además, es posible llevarla a cabo. Algo así sucedió en este caso y, una vez más, la ciencia ficción formó parte de ese proceso.
Scientific American, así como otras revistas de divulgación científica, eran publicaciones a las que solían estar suscritos los escritores de ciencia ficción, sobre todo en aquella época, en la que las historias bebían, sobre todo, de los avances científicos y tecnológicos del momento mientras especulaban con otros nuevos: la Edad de Oro de escritores como Isaac Asimov, Arthur C. Clarke y Robert A. Heinlein.
Cualquiera que conozca la biografía de Heinlein, sabrá el impacto que tendría su matrimonio, en 1948, con Virgina Gerstenfeld ―el tercero del autor― tanto en la vida como en la obra de este y tanto para bien como para mal. Si bien es cierto que Heinlein tenía una mentalidad muy liberal en lo referente a las relaciones interpersonales, y en su obra encontramos relaciones homosexuales, heterosexuales, poliamorosas, matrimonios temporales y hasta intergeneracionales, en lo referente a su matrimonio con Virginia seguía defendiendo los roles tradicionales de marido proveedor y esposa ama de casa.1 En cualquier caso, no le restaba ni un ápice de valor al trabajo de su mujer y, no solo eso, sino que trataba de facilitarle todos los medios a su alcance para que le llevara el menor tiempo posible y dispusiera también de tiempo para ella.
Fue por ello que, en cuanto tuvieron la ocasión, diseñaron entre los dos y mandaron construir su casa de Colorado Springs ―y, más adelante, otra en California―, pensada, dentro de las posibilidades de la tecnología de la época, para que tuviera el mínimo mantenimiento posible. Tan moderna fue en ese momento, que Thomas E. Stinton le dedicó un artículo en la revista Popular Mechanics en 1952, «A house to make life easy», donde aparecía el matrimonio Heinlein contando las maravillas de su nuevo hogar. El autor, aunque se le pasó por la cabeza, no pudo dotarla de todo lo que hubiera querido, como un sistema de aspiración automático. No obstante, que no pudiera realizarlo en la vida real, no significa que la idea no apareciera en sus novelas.
Entre noviembre y diciembre 1956 se publicó por entregas en The Magazine of Fantasy & Science Fiction una de las que se convertiría en una de sus obras más conocidas: Puerta al verano, cuyo protagonista, David Boone Davis, era un ingeniero entre cuyos inventos se encontraba uno muy curioso, la «Muchacha de Servicio»:
Lo que la Muchacha de Servicio hacía (el primer modelo, no el robot semiinteligente en que lo transformé) era limpiar suelos; toda clase de suelos, todo el día y sin vigilancia […].
Barría, o fregaba, o limpiaba aspirando, o pulía, consultando cintas en su memoria idiota para decidir qué era lo que tenía que hacer […]. Se pasaba todo el día buscando suciedad, moviéndose infatigablemente según curvas que no dejaban nada por barrer, pasando de largo sobre los pisos limpios, en su incansable búsqueda por los sucios […]. Hacia la hora de comer se iba a su puesto y se tragaba una carga rápida ―eso antes de que le instalásemos la carga permanente―.
No había mucha diferencia entre la Muchacha de Servicio, Marca Uno, y un aspirador doméstico. Pero la diferencia ―que podía limpiar sin vigilancia― fue suficiente; se vendió.
Me apropié del esquema básico de las «Tortugas Eléctricas» descritas en el Scientific American hacia finales de los años cuarenta […].
A través del protagonista de su novela, Robert Heinlein manifestaba que conocía el artículo de William Grey Walter y, seguramente, en su cabeza, la Muchacha de Servicio se parecía más a Elmer y Elsie que a la ilustración que Frank Kelly Freas hizo para la primera entrega de la novela.
Cabe recalcar, en cualquier caso, que Heinlein no fue el primero en imaginar un aparato de ese estilo. Ya a finales del siglo XIX aparecen robots limpiadores, por ejemplo, en aquella famosa colección de ilustraciones francesas, En L’an 2000, con la que se trataba de festejar la entrada en el año 1900. También Miles J. Breuer habló de algo similar en Paradise and iron, de 1930, aunque su dispositivo era una especie de motor con tubos que surgía del techo:
Alcanzaban aquí y allá, se metían en rincones, debajo de sillas y alrededor de objetos; y podía escuchar el sonido de la succión mientras su aspiradora limpiaba el polvo. Cuando la habitación estuvo completamente limpia, el aparato se retiró hacia una abertura en la pared y se ocultó de la vista.
También Philip K. Dick, casi a la par que Heinlein, mencionó en su relato «La M imposible» algo que se le podría parecer, aunque lo describió de forma muy vaga: «La mayor parte del departamento se había ido a dormir; eran casi las tres de la madrugada y los pasillos y oficinas estaban desiertos. Algunos dispositivos de limpieza automáticos se movían aquí y allá, en la oscuridad».
En cualquier caso fue Heinlein, sin duda, el que más se acercó, y de forma más realista, al tipo de electrodoméstico que conocemos hoy. Su mérito no consistió en imaginarlo, sino en enraizarlo sobre unas bases científicas sólidas y posibles, basándose en lo más novedoso de su época. Tengamos en cuenta que cuando se publicó Puerta al verano el transistor apenas se había empezado a emplear en la tecnología de consumo. John Bardeen, Walter House Brattain y William Shockley lo crearon en 1947, pero no se hizo público hasta el año siguiente, y el primer dispositivo comercial en incluirlo fue una radio: la Regency TR-1, que no salió al mercado hasta 1954. Fabricar un aspirador robótico autónomo tal y como los conocemos hoy era una posibilidad completamente fuera del alcance de los medios de aquella época. La informática, la robótica y la inteligencia artificial todavía tenían que dar sus respectivos saltos cualitativos.
Y lo fueron haciendo en las siguientes décadas. En 1956 se celebró la Conferencia de Dartmouth, el primer encuentro de expertos en inteligencia artificial del que se tiene constancia, y desde entonces y hasta mediados de los años setenta despegó la disciplina. Lo hizo principalmente, en tres instituciones: la Universidad de Stanford, la Universidad de Carnegie Mellon, y el MIT. Por las tres pasó, en ese orden, un estudiante de matemáticas cuyo interés en la computación había germinado, en parte, gracias a las novelas de ciencia ficción que había leído en su adolescencia y a películas como 2001: una odisea espacial, donde HAL 9000 le resultó tan inquietante como fascinante. Ese estudiante era Rodney Brooks.
En un momento en el que la inteligencia artificial estaba mucho más centrada en algoritmos y sistemas simbólicos ―principalmente porque la construcción de «cuerpos» artificiales había resultado más complicada de lo que se pensaba en los tiempos de Grey Walter y la cibernética―, Brooks apostó por la robótica:
Aceptar la hipótesis de la conexión al mundo físico como base para la investigación implica construir los sistemas de abajo arriba, esto es, se deben concretar las abstracciones de alto nivel. Los sistemas que se construyan deben ser capaces, en última instancia, de expresar todas sus metas y deseos como acciones físicas y extraer todo su conocimiento de sensores.
Esto es, en un momento en el que no existía internet y el acceso a los datos era limitado, él pensaba que la mejor manera en la que podían aprender los sistemas de inteligencia artificial era obteniendo la información que necesitaban directamente del entorno, a través de sensores.
Para demostrar su hipótesis construyó numerosos robots en el MIT: Allen, capaz de sortear obstáculos; Herbert, que iba por los despachos recogiendo latas de refresco vacías y las llevaba a la papelera de reciclaje; Genghis, un hexápodo capaz de adaptarse a terrenos irregulares; Squirt, que era capaz de detectar ruidos y esconderse de ellos, o Toto, que se guiaba a través de un sistema de visión artificial. Lo innovador de estos robots fue su programación; para ellos, Brooks desarrolló lo que denominó «arquitectura de subsunción», que determinaba sus comportamientos a través de jerarquías: los comportamiento más sencillos estaban en la base, los más complejos en la cúspide, de tal forma que las jerarquías superiores englobaban las inferiores.
En 1990, Rodney Brooks, Colin Angle y Helen Greiner, también del MIT, fundaron iRobot… y el resto es historia. En 2002 lanzaron la Roomba, el primer aspirador robótico que tuvo éxito comercial y del que ya se han venido millones de unidades en todo el mundo.
Pero, ¿fue casualidad que la Roomba fuera como es y tuviera esa forma tan parecida a Elmer y Elsie y a la Muchacha de Servicio? Sabemos que Rodney Brooks conocía el trabajo de William Grey Walter y que supuso una gran influencia en él, también que leyó a los tres grandes de la Edad de Oro de la ciencia ficción. Asimov, Clarke y Heinlein, porque él mismo lo ha comentado en alguna ocasión, aunque es difícil saber qué papel jugó Puerta al verano y si ejerció alguna influencia directa en el desarrollo de la Roomba como tal. También puede ser que el hecho de que los aspiradores robóticos tengan la forma que tienen hoy tal vez fuera la única posibilidad lógica y por eso muchos los imaginaron así.
Lo que es innegable a varios niveles es que la historia de la Roomba es uno de tantos ejemplos a lo largo de la historia en los que ciencia y ciencia ficción se retroalimentan de maneras que no son siempre conocidas, aunque en muchas ocasiones no es fácil encontrar las conexiones o tal vez no estén tan claras. A lo que, indudablemente, ayuda la ciencia ficción es a crear historias, relatos y visiones del futuro que flotan en el ambiente, que guían nuestra imaginación y que, en última instancia, tienen la capacidad de llevarnos, de manera casi inconsciente, en una dirección o en otra.
Bibliografía
Baños, G. (2024). El sueño de la inteligencia artificial. Shackleton Books.
Breuer, M. (1930). Paradise and iron. Amazing Stories Quarterly.
Brooks, Rodney A. (1990). Elephants don’t play chess. Robotics and Autonomous Systems, 6(1-2).
Davenport, A. (13 de octubre de 2021) The development and significance of cybernetics by William Grey Walter.Cosmonaut Magazine.
Dick, P. K. (2008 [1957]). La M imposible. En: Cuentos completos 4. Minotauro.
Grey Walter, W. (1950). An imitation of life. Scientific American.
Heinlein, R. A. (1956). The door into summer. The Magazine of Fantasy & Science Fiction.
Heinlein, R. A. (2002). Puerta al verano. La Factoría de ideas.
Mayor, A. (2019). Dioses y robots: mitos, máquinas y sueños tecnológicos de la Antigüedad. Desperta Ferro Ediciones.
Polanco Masa, A. (2015). Elmer y Elsie, las tortugas robot de 1948. Tecnología obsoleta. https://alpoma.net/tecob/?p=11359
Stimson, T. E. (1952). A house to make life easy. Popular mechanics.
Nota
1 No le pidamos peras al olmo en este caso. Robert Heinlein nació en 1907 y no dejaba de ser hijo de su época. No obstante, también es cierto que su segunda mujer, Leslyn, no encajaba para nada en ese perfil y fueron muy felices hasta la aparición de Virginia, pero esa es otra historia.
Sobre la autora: Gisela Baños es divulgadora de ciencia, tecnología y ciencia ficción.
La formación de la categoría conceptual en personas autistas — Cuaderno de Cultura Científica
[…] dos tipos de aspiradoras diferentes: “Si a un niño neurotípico le decimos que una Dyson y una Roomba son las dos aspiradoras, esperará que hagan lo mismo, en este caso, aspirar. Pero si no se lo […]