¿Para qué sirve el futuro?

Fronteras

Dijo una vez el escritor de ciencia ficción Gregory Benford que «Todo nuestro conocimiento es sobre el pasado, pero todas nuestras decisiones son sobre el futuro». Sin embargo, nuestra realidad es que no tendemos a pensar en ese futuro como algo que se materializa a partir de las decisiones que tomamos, sino que lo vemos como una especie de lugar en el tiempo que aparecerá por generación espontánea cuando nos aproximemos lo suficiente a él y rara vez escogemos conscientemente el camino que nos llevará hasta allí. Esto, en la práctica, es como ir por la autopista en un vehículo sin conductor, sin hacer caso a las señales y sin haber decidido cuál será el destino de nuestro viaje. ¿Es posible que todo vaya tan rápido que no nos esté dando tiempo ni a advertir el paso de los kilómetros por una ventanilla a la que ni siquiera nos estamos asomando?

Estamos viviendo cambios a una velocidad que ni siquiera somos capaces de asumir.
Fuente:: Pixabay/jingoba

Pero, además de ser un «incierto» destino ―a veces no tan incierto como creemos si aprendemos a leer las pistas del presente― el futuro puede cumplir una función que casi nunca se le tiene en cuenta: la de herramienta. Y un ejemplo muy claro lo vemos en la ciencia: el descubrimiento, la investigación… son literalmente imposibles sin un pie en el mañana, sin unos objetivos, sin una meta.

Cada época a lo largo de la historia de la humanidad ha imaginado el futuro de una forma. Lamentablemente, en la nuestra tiene un aspecto más bien sombrío; pero no siempre fue así. Me pregunto si, de alguna manera, esta visión del futuro está relacionada con los primeros grandes desencantos que la ciencia trajo consigo a mediados del siglo XX, como la bomba atómica o la promesa de una conquista espacial que se vaporizó en el mismo momento que un país demostró que era superior a otro, tirando por tierra los sueños de aquellos que ya acariciaban la idea de una humanidad global multiplanetaria.

Bill Anders tomó una de las primeras fotos de la Tierra desde la Luna el 24 de diciembre de 1968 durante la misión Apollo 8. Aún hoy, es todo un símbolo de lo que la humanidad es capaz de lograr cuando se lo propone. Fuente: NASA

A pesar de todos los avances científicos que han hecho de este uno de los momentos más prósperos de nuestra especie, da la impresión de que la confianza en la ciencia es cada vez menor ―o a lo mejor lo único que está pasando es que internet amplifica demasiado voces que son, en realidad, más ensordecedoras que numerosas―. Muchos asistimos atónitos cada día a la puesta en duda de hechos comprobados desde hace milenios, como la esfericidad de la Tierra; o nos encontramos con la extraña circunstancia de que en pleno siglo XXI, y con un smartphone en la mano ―un objeto que no funcionaría sin décadas de desarrollo científico en una diversidad nada desdeñable de campos― hay personas que consideran que los datos y las leyes científicas son una cuestión de opinión. Por ello es curioso que hace no tanto, cuando la ciencia no había conseguido, ni demostrado, tanto como hoy, la confianza en ella fuera espectacularmente mayor. O a lo mejor no tan curioso. Alguien nacido a finales del siglo XIX pudo, perfectamente, haber crecido sin electricidad, sin teléfono, sin radio, sin automóviles, haber visto morir a la mayoría de sus hermanos durante la infancia… y haber muerto en un mundo en el que conseguimos erradicar enfermedades, comunicarnos de forma instantánea de un punto a otro del planeta y llegar a la Luna. ¿Cómo no iba a creer, en esas circunstancias, en la ciencia?

Primer vuelo con motor de los hermanos Wright, en 1903. Una persona nacida a finales del siglo XIX pudo vivir desde el desarrollo del primer avión hasta nuestra llegada a la Luna. Fuente: Dominio público

Aquella fue una de las épocas más bonitas ―y más locas― del pensamiento científico: la que «estrenó» los primeros adelantos modernos de la ciencia y la tecnología como si de juguetes nuevos se tratara. Como niños. Y duró bastante, al menos hasta los años cincuenta o sesenta del siglo XX, décadas en las que se imaginó el futuro como nunca se había hecho antes… justo el futuro que nos viene a muchos a la mente cuando queremos dejar la distopía a un lado: el de los coches voladores, la domótica, la automatización, la energía de fusión o el hyperloop… ¿Dónde quedó todo aquello? Pues, aunque no lo parezca, está por todas partes.

No es que no se haya intentado crear coches voladores hasta ahora. En el número de enero de 1933 Modern Mechanics, ya apareció algún intento, solo que en la práctica no resultaron demasiado viables. Fuente: Libre de derechos

Como decíamos al comienzo, el futuro es una decisión, y hay visiones que decidimos llevar a cabo y otras que no. Por qué o los intereses que ha podido haber detrás es otra cuestión. Otras veces es simplemente una cuestión de imposibilidad técnica. Aquellos futuros pasados también hablaron de aviones a reacción, satélites geostacionarios, aspiradores robóticos ―como conté en mi último artículo para el Cuaderno de Cultura Científica―, de redes de comunicaciones globales, ordenadores y teléfonos portátiles… pero a lo mejor estamos tan acostumbrados a todo ello que no nos maravilla tanto como creemos que lo haría surcar los cielos en nuestro utilitario. ¿Seguro? Si viviéramos en ese mundo en el que los coches voladores estuvieran por todas partes, ¿nos parecerían tan increíbles?

Imaginar el futuro es, simplemente, imaginar todo aquello que podría ser posible. No necesariamente verosímil, sino posible, y, de esta manera, abrir caminos en la memoria colectiva para que otros, cuando llegue el momento de desarrollo científico y tecnológico propicio, puedan recorrerlos. A veces ese momento nunca llega, otras veces tomamos otras bifurcaciones, pero casi todo lo que una vez imaginamos se hizo, de una forma u otra, realidad. Así que solo queda plantearnos: si supiéramos que se puede hacer realidad, ¿con qué tipo de futuro queremos que sueñe la ciencia?

Bibliografía

Benford, G. (2010). The wonderful future that never was. Hearst Books.

Gil, J. M. y Polanco Masa, A. (2017). Aviones bizarros. Los aparatos más asombrosos de la historia de la aviación. Glyphos.

Sobre la autora: Gisela Baños es divulgadora de ciencia, tecnología y ciencia ficción.

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