Sin ciencia no hay progreso

#con_ciencia

Juan Ignacio Pérez

SINCIENCIA

En la campaña #sinCiencia que se desarrolla estos días en diferentes medios en internet se esgrimen argumentos diversos. Los más frecuentes aluden a la relación entre ciencia y salud, y entre ciencia y calidad de vida, o ciencia y progreso.

Es evidente la relación que hay entre la investigación científica en el campo biomédico y la salud. También lo es la que hay entre la investigación en otros campos del conocimiento, propios de la física y de la química, y el desarrollo tecnológico. En definitiva, la investigación científica, y cada vez en mayor medida, es la condición para que se produzcan avances significativos en áreas claves para el bienestar humano.

Y sin embargo, creo que muchos de esos argumentos, tal y como se formulan implicando una relación directa y relativamente próxima en el tiempo entre investigación y desarrollo tecnológico y sanitario, no son los más adecuados para concienciar a la población en general del interés de la ciencia y de que merece la pena invertir en ella. Explicaré a continuación dónde veo las debilidades de esos argumentos.

En primer lugar, existe disparidad de opiniones acerca de si existe o no una relación entre inversiones en ciencia y competitividad. Hay importantes especialistas en economía del desarrollo que sostienen que no hay evidencias sólidas de esa relación, y yo sospecho que están en lo cierto. Para explicar el porqué, habría que sumergirse en las procelosas aguas de la economía del desarrollo, y no lo voy a hacer, porque no es tema de mi especialidad. No obstante, resumiré el argumento que he leído por ahí: la competitividad, también cuando está ligada a las innovaciones, depende más de factores relativos al comercio (libertad de circulación de mercancías e ideas), entorno institucional (favorable o no al riesgo) e incentivos, que a políticas dirigidas a promover la I+D y la innovación.

Otra debilidad de los argumentos mayoritarios es que conducen fácilmente a proponer que se acabe con la investigación básica, porque si investigamos para generar riqueza, entonces debiéramos aparcar o directamente abandonar una investigación que puede ser muy cara y de la que no sabemos cuándo se obtendrá algún beneficio, dónde se obtendrá y, ni siquiera, si se obtendrá. El tea party norteamericano promovió esta postura en las elecciones al Congreso y Senado del año pasado, y no me cabe ninguna duda de que sería un argumento muy apetecido por los sectores anti-ilustrados que abundan en la caverna política y mediática española.

Con los argumentos que defienden la pertinencia y conveniencia de invertir en ciencia para vivir mejor se corre un tercer riesgo adicional. Es el del recurso al unamuniano “que inventen ellos”. Y sería un argumento sólido. Veamos. Si se acepta que cada país tiene sus fuentes de riqueza y que hace uso de esas fuentes para progresar, dependiendo de sus propias aptitudes, no habría demasiada dificultad en proponer que del mismo modo que los noruegos tienen petróleo, los norteamericanos tecnología y software, los italianos diseño y los brasileños frutas, habrá quien proponga que España podría explotar el turismo y la energía solar, por ejemplo, y que si consigue hacer eso lo suficientemente bien y a bajo precio, se resolverían los problemas [sí ya sé que exagero, pero esto se está proponiendo de hecho en versión low fat]. Dicho de otro modo, lo que se sugiere es que prescindamos del conocimiento que no está directamente relacionado con las fuentes de riqueza “naturales” propias.

Y mi cuarta razón contra los argumentos “utilitaristas” en pro de la ciencia tiene que ver con el hecho de que su abuso, -en mi opinión-, ha desincentivado el interés y las vocaciones científicas entre los jóvenes durante los años de bonanza, y ha menoscabado las bases del discurso genuino a favor de la ciencia. Por razones de espacio omitiré explicaciones adicionales y remito al lector a próximos escritos en los que desarrollaré esta idea de forma más detallada.

No se debe negar la utilidad práctica de la ciencia, por supuesto que no, ni la conveniencia de apostar por ella si se pretenden desarrollar sectores económicos intensivos en conocimiento científico. Y por supuesto, está claro que ciertos desarrollos e innovaciones nunca se darían si no se cultivasen determinados campos científicos. Pero el argumento supremo a favor de la ciencia, a mi juicio, es otro y bastante más complejo.

La actividad científica, en general, y la cultura científica que de ella emana, contribuyen a crear un clima de excelencia que difunde al conjunto del cuerpo social. Ese clima acaba llegando, como por ósmosis, a todos los sectores y actividades, y promueve que las cosas se hagan “bien”. El mecanismo principal de difusión es la formación, y más en concreto, la de nivel universitario. La formación universitaria ha de nutrirse, no solo en los campos científicos, de la investigación, y de esa forma incorpora la componente crítica que debiera cualificar de verdad a los titulados universitarios. Esa componente crítica es condición indispensable del buen desempeño profesional de alto nivel y, por lo tanto, del buen funcionamiento del conjunto de la sociedad. Y ese buen funcionamiento acaba teniendo efectos positivos en todas las áreas sociales, económicas y políticas.

Pero hay más. La ciencia tiene unos valores determinados, que son los que han hecho de ella un método de adquirir conocimiento tan poderoso. Las sociedades democráticas comparten con la ciencia esos mismos valores. Y comparten, en cierto modo, su forma de progresar. Esos valores (optimismo, tolerancia, escepticismo y humildad) son los valores que adornan a las sociedades democráticas; son esenciales para el progreso científico y para el progreso social, y su cultivo a través de la ciencia tiene efectos sistémicos. En palabras de Popper, tanto en la sociedad abierta como en el desarrollo científico, la secuencia conjetura-refutación ha resultado ser extraordinariamente fecunda. Lo es en la ciencia; eso ya lo sabemos los que nos dedicamos a ella y hemos visto cómo unas nociones (a veces las nuestras) han sido refutadas y sustituidas por otras. Y lo es también en las sociedades abiertas y democráticas: las propuestas que no funcionan, antes o después acaban siendo sustituidas por otras.

No es casual que las sociedades que mayor esfuerzo han realizado en el desarrollo de la ciencia sean las que mejor funcionan. Y conviene destacar que el esfuerzo fértil, el que ha resultado exitoso, es el que se mantiene a lo largo del tiempo. Por eso, reducciones de la actividad científica, aunque se pretenda que solo son transitorias, pueden tener efectos demoledores sobre el sistema y sobre el desarrollo a medio y largo plazo de un país.

Nota: algunos de los argumentos expuestos aquí los desgrané, de otro modo y con un propósito algo diferente, en Sintetia hace unos días.


Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez es el coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU

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