A pesar de no poder pagar las facturas que han llegado hasta su playa, el náufrago de nuestro relato se encuentra de muy buen humor. Gracias a todos esos nuevos números desperdigados sobre la arena, ahora entiende mucho mejor cómo son los continentes y países que rodean a su pequeña isla. Sin embargo, aún hay un detalle que le falta concretar. La preocupa la distancia que tendrá que recorrer para poder huir de la isla a nado. Bueno, eso y los tiburones, claro. Pero contra los tiburones tiene un buen repelente (y espera que funcione).
Para intentar calcular las distintas que le separan de otros mundos al otro lado del océano, el náufrago empieza a anotar el número de botellas que llegan a su playa en cada dirección. Se trata de un dato fácil de medir y además parece muy prometedor. Es razonable pensar que cuanto más cerca se encuentre un país, más botellas suyas alcanzarán la la isla desierta. Pero para hacer esa inferencia, hay una variable que el náufrago necesita conocer, y es el tamaño y poderío económico de las naciones que envían todos esos mensajes. Lógicamente, los países más grandes y activos económicamente generarán muchas más facturas. De modo que un país grande y relativamente lejano, podría acabar arrojando muchas más botellas en la arena que un país cercano pero chiquitín.
Volviendo a la astronomía, el problema es equivalente al de comparar la magnitud absoluta de una estrella con su magnitud aparente. La magnitud absoluta es el brillo intrínseco de la estrella, su poderío energético (el número de botellas que envía), mientras que la aparente es la luz que llega hasta nosotros. Conociendo estas dos magnitudes, es posible calcular la distancia que nos separa de ella. Lógicamente, cuanto más lejos se sitúa una estrella, menor es su magnitud aparente. La cuestión es ¿cómo podemos calcular su magnitud absoluta?
Esta pregunta permaneció sin respuesta hasta finales del siglo XIX. Fue entonces cuando Henrietta Swan Leavitt, otra de las astrónomas de Harvard, empezó a fijarse en unas curiosas estrellas intermitentes situadas en la Nube de Magallanes. Eran las llamadas estrellas variables o cefeidas, unas estrellas entre cuatro y veinte veces más masivas que el Sol, que se encienden y apagan regularmente. Sus periodos suelen estar comprendidos entre unas pocas horas a meses1, y aunque ya habían sido descritas con anterioridad, fue Leavitt quien observó por primera vez que las más brillantes eran las que tenían los periodos más largos.
Si bien la astrónoma no podía saberlo en aquel momento, esta relación no era un accidente, ni una mera casualidad. La variación de la luminosidad de las cefeidas tiene su origen en el equilibrio de fuerzas que caracterizan a toda estrella. En estas inmensas bolas de plasma, la gravedad tiende a contraer la materia y a empujarla hacia el interior. En cambio, las reacciones nucleares liberan energía y aumentan la presión de radiación dentro de la estrella, de modo que empujan la masa hacia el exterior. En la mayoría de las estrellas estas dos fuerzas se encuentran en equilibrio. Sin embargo, cuando esto no sucede, cuando una estrella se desvía respecto a su radio ideal, puede empezar a oscilar, como un corazón de luz. En estos casos, el tamaño de la estrella es lo que determina el periodo de la oscilación o “pulsación”. Cuanto más grande es la estrella, más lentos son sus latidos.
Esta fue la relación que descubrió Henrietta Leavitt mientras analizaba las estrellas de las Nubes de Magallanes2. En 1912 publicó un artículo en el que analizaba los periodos de veinticinco cefeidas. Las más luminosas eran, precisamente, las que oscilaban más lentamente. Como se suponía que todas ellas estaban a una distancia similar de la Tierra, esto significaba que cada latido estaba directamente relacionado con la magnitud absoluta de su estrella. Bastaba con estimar la distancia a la que se encontraba alguna Cefeida cercana (un elemento necesario para “calibrar” la nueva regla de medir) para empezar a situar galaxias, nebulosas y todo tipo de formaciones astronómicas sobre la profundidad inabarcable del cielo.
El texto de 1912 estaba firmado por Pickering, como casi todos los trabajos que salían del Observatorio, pero en el primer párrafo se aclara que el estudio ha sido elaborado por Leavitt. En apenas tres páginas, la astrónoma abría el camino para resolver uno de los puzzles más antiguos de la astronomía: la clave para medir distancias en el universo.
Henrietta S. Leavitt, 19122. Las gráficas representas la magnitud aparente de veinticinco cefeidas en función de su periodo. En la segunda gráfica utiliza una escala logarítmica.
Referencias:
1IAA-CSIC/FECYT. “Una regla para medir el universo”. El extraño caso de Henrietta Leavitt y Erasmus Cefeido, Instituto de Astrofísica de Andalucía, 5 de diciembre de 2012. Consultado el 6 de febrero de 2022.
2Leavitt, Henrietta Swan, and Edward Charles Pickering. “Periods of 25 Variable Stars in the Small Magellanic Cloud.” Harvard College Observatory Circular, vol. 173, 1912, pp. 1-3, https://adsabs.harvard.edu/full/1912HarCi.173….1L.
Sobre la autora: Almudena M. Castro es pianista, licenciada en bellas artes, graduada en física y divulgadora científica
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