Cualquier persona a la que le preguntásemos quién fue el naturalista del Beagle respondería sin muchas dudas: Charles Darwin. A primera vista parecería una pregunta bastante inocente, sin embargo tras ella se esconden diversas incorrecciones que invalidan casi cualquier respuesta. Para llegar a la solución adecuada deberíamos concretar mucho esa difusa cuestión.
En primer lugar porque no hubo un solo HMS Beagle. Desde 1804 hasta casi nuestros días han surcado los mares casi una decena de barcos diferentes botados con ese mismo nombre. Del mismo modo otros nombres recurrentes como Endeavour, Discovery, Challenger o Atlantis han servido durante los últimos dos siglos para bautizar barcos y hasta naves espaciales.
En segundo lugar porque incluso si nos referimos al HMS Beagle de Darwin hemos de notar que este bergantín botado en 1820 no realizó un solo viaje sino tres. El primero desde 1826 a 1830 al mando del capitán Pringle Stokes, el segundo (y más conocido) desde 1831 a 1836 al mando del capitán Robert Fitzroy y un último viaje de 1837 a 1843 comandado por John Clements Wickman.
Y en tercer lugar porque aunque especificásemos que nos referimos al segundo viaje del Beagle en el que se embarcó Darwin en 1831, deberíamos saber que aquella vuelta al mundo no solo embarcó un naturalista sino varios. De entre todos ellos solo uno ostentaría el cargo, más o menos oficial, de “naturalista del Beagle”.
Pero la mayor sorpresa de este rompecabezas llega cuando incluso haciendo la pregunta exacta, la respuesta siguiría sin ser Charles Darwin. Si nos centramos bien y realizamos la cuestión con todos sus matices nos saldría algo así: ¿Quién fue designado oficialmente como naturalista del segundo viaje del HMS Beagle al mando de Fitzroy?
Finalmente llegamos a la afirmación correcta: Robert McCormick.
Para entender la desconcertante respuesta final, y de paso conocer la vida de este olvidado pero fascinante personaje, debemos situarnos en 1830 y profundizar un poco en la vida y costumbres de la sociedad victoriana, así como repasar la trayectoria de algunos de los nombres que han pasado a la historia como Fitzroy o Darwin, y de otros que han sido omitidos como McCormick.
La primera vuelta al mundo del HMS Beagle terminó en 1830 con resultados dispares. En lo científico los objetivos se habían cumplido sobradamente. La misión conjunta del Beagle y el Adventure era el levantamiento cartográfico de las costas meridionales de América del Sur y tras cinco años de estudios hidrográficos y geográficos los datos recogidos en este primer viaje tan solo se pueden calificar de magníficos, de hecho hoy en día, casi dos siglos después, mucho de lo recogido por aquella expedición aún sigue siendo utilizado en numerosas cartas y mapas de la actualidad.
En lo personal, el viaje destaca por el trágico y desafortunado suicidio del capitán del Beagle. A finales de julio de 1828, el barco atracó en Puerto Hambre en la región austral de Chile. Allí el capitán Pringle Stokes, muy desmejorado física y sobre todo moralmente, decidió pegarse un tiro para acabar con su vida, con tan mala puntería que tardaría casi dos semanas en fallecer.
Su lugar fue finalmente ocupado por un joven de apenas veintitrés años llamado Robert Fitzroy que a la postre sería el capitán de la segunda expedición del HMS Beagle. Sin embargo el suicidio de Stokes caló de manera muy profunda en el ánimo de Fitzroy quien temía un destino similar para él mismo en su próximo viaje.
Dos notas sobresalen en la vida cotidiana de un capitán en aquellos barcos: Una jerarquía estricta basada en clases sociales y largos periodos de soledad. En la sociedad victoriana, y mucho más en la “Royal Navy” la clase social era fundamental. Un capitán no podía codearse con la marinería, su status social era superior al del resto de tripulantes y salvo contadas reuniones con la oficialidad, la mayoría del tiempo permanecía recluido en su camarote.
Para evitar estar largas temporadas en soledad (recordemos que aquellos viajes solían durar años) era costumbre que el capitán embarcara a un amigo con quien poder pasar algún tiempo en compañía. Evidentemente no podía ser un marinero cualquiera, debía llevarse bien con el capitán y sobre todo pertenecer a una clase social similar a la suya. No era tarea fácil encontrar un acompañante de esas características que estuviese dispuesto a abandonar Inglaterra durante cinco o seis años para subirse a bordo de unas frágiles embarcaciones cuyo frecuente destino era acabar hundidas en el fondo del mar.
Pero había un tipo de personas a las que ese tipo de viajes sí les parecía buena idea: los naturalistas. Básicamente eran coleccionistas y aficionados a la naturaleza, normalmente de clase alta, que veían esas expediciones científicas de los siglos XVIII y XIX como una verdadera oportunidad de explorar y descubrir nuevas especies y fenómenos geológicos desconocidos en las misteriosas tierras americanas, africanas o asiáticas.
Francis Beaufort, oficial de la Marina británica y reconocido hidrógrafo, se encargó de algunos de los preparativos científicos para la segunda expedición del Beagle y designó a Robert McCormick como naturalista principal del viaje. Parecía que esta elección era la más adecuada puesto que no solo era un experimentado explorador y marino sino que provenía de una familia de médicos y él mismo había realizado funciones de cirujano en otras expediciones. Clase social y experiencia en duros viajes jugaban a su favor.
McCormick era un escocés treintañero de modales rudos que se había licenciado en Medicina en Londres y que a pesar de su juventud ya sabía lo que era estar embarcado en las peores condiciones que existían en aquella época: Las expediciones polares. En 1827 estuvo bajo las órdenes del mismísimo William Parry en el tercer (e infructuoso) intento de alcanzar el Polo Norte con el HMS Hecla.
Su inclusión en la tripulación del Beagle parecía todo un acierto, sin embargo surgió un problema: Fitzroy y McCormick no congeniaron bien. El imaginar que iba a tener que pasar cinco años junto al escocés no era lo que el capitán esperaba, y pronto consideró aquella decisión del Almirantazgo más como un problema que como una solución a sus temores. Fitzroy siguió obsesionado con la búsqueda de un acompañante más propicio, recordando no solo el triste final de Stokes sino los antecedentes depresivos dentro de su propia familia ya que un tío suyo (Lord Robert Steward, vizconde de Castlereagh a quien todos decían que se parecía mucho) se había suicidado hace solo unos años.
Es así como, a pesar de que el Beagle ya tenía designado un naturalista oficial por parte del Almirantazgo, Fitzroy continuó en sus intentos de encontrar a alguien con quien poder pasar tiempo en compañía a bordo del barco.
Una serie de casualidades y negativas por parte de otros naturalistas y aristócratas como Harry Chester, Georges Peacock o Leonard Jennings supusieron las primeras fichas de dominó que terminarían cayendo hasta llegar a Darwin. En esa cadena de acontecimientos previos, la búsqueda de Fitzroy llegó hasta el reverendo John Stevens Henslow que, aunque también rechaza el ofrecimiento, se encarga de recomendar para el puesto a un joven pupilo suyo llamado Charles Darwin.
En agosto de 1831, y tras pasar el día paseando junto al reverendo y geólogo Adam Sedgwick, Darwin llega a su casa donde encuentra dos cartas de dos de las personas que habían rechazado el viaje: el astrónomo Georges Peacok y su profesor de botánica John Henslow. El contenido de la carta de Henslow se ha conservado hasta nuestros días y en su párrafo final desvela la principal razón de la presencia de Darwin en el Beagle:
El capitán FitzRoy está buscando más bien (según lo entiendo) a un compañero que a un mero colector y no aceptará a nadie, no importa que tan buen naturalista sea, que no se le recomiende sobre todo como un caballero. El recorrido durará dos años y si usted se lleva una buena cantidad de libros, tendrá un muy buen viaje. En resumen, creo que nunca ha habido una mejor oportunidad para un hombre con espíritu de trabajo. No deje que lo asalten dudas o falsas modestias acerca de su capacidad, ya que le aseguro que usted es precisamente la persona que buscan. Considere que le ha dado el espaldarazo su guardián y afectuoso amigo, J.S.Henslow
Fitzroy no buscaba otro naturalista, ya tenía los que necesitaba y además ya le habían asignado a uno oficialmente: McCormick. En realidad, Darwin embarcó en el Beagle como remedio a la soledad del capitán, un acompañante de alcurnia, de alta clase social, con quien pasar las interminables horas muertas en alta mar. Aquel puesto ni siquiera llevaba aparejado un salario, de hecho Darwin tendría que pagar dinero por embarcar en el Beagle.
Las primeras reuniones con Fitzroy fueron positivas y Darwin causó una buena impresión al capitán que aceptó llevarlo consigo como compañero de fatigas. Una elección que resultó crucial para la Historia de la ciencia.
McCormick sin embargo no causó una buena impresión en Darwin que, incluso antes de zarpar, ya lo calificaba como “un asno” en una carta dirigida a John Henslow y fechada el 24 de octubre de 1830:
“Mi amigo el doctor (refiriéndose a Mccormick) es un asno pero fingimos llevarnos bien. En estos momentos se encuentra inmerso en la gran duda de si pintar su camarote de gris francés o de blanco pálido. Apenas he escuchado nada de él que no fuese sobre este tema”.
Las relaciones entre McCormick y Darwin no iban a mejorar durante los próximos meses embarcados, ni en la travesía ni en las estancias en tierra, y aunque con Fitzroy también iba a tener debates muy tensos (sobre todo en el espinoso tema de la esclavitud) una cosa parecía estar bastante clara: El capitán prefería la compañía de Darwin que la de McCormick.
Apartado, ignorado y con la tripulación cada día más a favor de Darwin, Robert McCormick comenzó a sentirse frustrado con aquel viaje.
En enero de 1832, el Beagle arribó a las costas de St. Jago en las islas de Cabo Verde y los dos naturalistas volvieron a mostrar su desencuentro en una de sus excursiones en tierra firme. Para Darwin, embelesado en aquel tiempo con el primer volumen de los Principios de Geología de Charles Lyell que su amigo Henslow le había regalado, las apreciaciones geológicas del naturalista escocés resultaban anticuadas y pasadas de moda. El libro de Lyell suponía una verdadera revolución en los conocimientos geológicos de la época y Darwin, que había leído una y otra vez aquella obra, consideraba insulsos y desactualizados todos los comentarios de McCormick.
Los enfrentamientos intelectuales entre ellos fueron creciendo y la desesperación de McCormick siguió aumentando al ver que el capitán se decantaba cada vez más claramente por Darwin al que elegía sistemáticamente para realizar excursiones en tierra, dejando con la miel en los labios y recluido en el barco a McCormick. El culmen de este enfrentamiento terminó llegando en abril de 1832 en Río de Janeiro donde el naturalista y cirujano escocés abandonó la expedición y volvió a Inglaterra.
En sus memorias, publicadas en 1884, recordaría aquellas desavenencias de este modo:
Me encontré en una mala posición a bordo de un buque pequeño y muy incómodo. Me sentía muy decepcionado en mis expectativas de llevar a cabo mis actividades de naturalista con todos los obstáculos que colocaron en mi camino… […] El almirante al mando me dio permiso para ser sustituido y volví a casa en el HMS Tyne.
A partir de este momento las funciones de McCormick en el Beagle se repartieron de la siguiente forma: Charles Darwin asumiría las labores naturalistas y Benjamin Bynoe, asistente del propio McCormick, asumiría las tareas médicas a bordo.
Su carácter abrupto, sus conocimientos anticuados de geología, sus desavenencias con gran parte de la tripulación y sobre todo con Darwin y el capitán Fitzroy dejaron aislado al cirujano escocés a bordo del Beagle y precipitaron su salida de la expedición. Sin embargo, su adiós al Beagle no supuso, por supuesto, el final de sus aventuras.
Tras un breve periodo en tierra firme, McCormick volvió a las andanzas embarcándose de nuevo al frío en una infernal expedición al mando de otra leyenda polar: James Clark Ross. Si en 1827 había luchado contra los hielos del Polo Norte junto a Perry, en esta ocasión atacaría el Polo Sur para dejar su nombre junto a la saga de los Ross. Desde 1839 realizó las tareas de cirujano, geólogo y recolector de muestras y ejemplares de pájaros en la expedición antártica del más joven de los Ross que se realizó con dos barcos de sobra conocidos por los lectores: El HMS Erebus y el HMS Terror.
Efectivamente, nuestro incombustible Robert McCormick vuelve a estar embarcado en un navío mítico porque, antes de que la tragedia se cerniera sobre estas dos embarcaciones comandadas por John Franklin, el Erebus y el Terror realizaron con éxito una expedición antártica al mando de J.C. Ross que se daría por finalizada en 1843, al encontrarse frente a frente con la infranqueable barrera de hielo de Larsen.
Por suerte, McCormick no embarcó nuevamente en 1845 en aquellos mismos barcos rumbo al Polo Norte pero cuando las noticias del infortunio del Erebus y el Terror llegaron a Inglaterra, el escocés inició todas las gestiones necesarias para realizar su propia expedición al encuentro de Franklin. De hecho fue uno de los primeros exploradores en presentar en la Cámara de los Comunes y el Almirantazgo un plan de rescate para los desdichados marinos de la expedición Franklin. Su estrategia se basaba en pequeñas embarcaciones y trineos que, alcanzando el Canal de Wellington, se desplazarían rápidamente hacia la isla del Rey Guillermo para emprender la búsqueda de los desaparecidos.
Nuevamente la estricta mentalidad de clases de la sociedad victoriana jugó en contra de McCormick puesto que sus planes no llegaron siquiera a considerarse en serio ya que, a pesar de su bien probada experiencia tanto en el Ártico como en el Polo Sur, el planteamiento provenía de un “médico y cirujano” y no de un oficial de la Marina británica.
No obstante en la mente de McCormick ya había germinado con fuerza la idea de realizar su propia expedición en busca de aquellos buques en los que una vez estuvo embarcado.
Apenas habían pasado un par de años cuando volvió al mar como cirujano en el HMS North Star que partía hacia el norte con una misión rocambolesca, casi un trabalenguas: buscar a unos desaparecidos que habían desaparecido intentando buscar a otros desaparecidos…
Se trataba de la expedición del antipático e ineficaz Sir Edward Belcher que en 1852 había partido hacia el Polo Norte con cinco barcos para encontrar pistas de Franklin. En sus intentos de búsqueda los cinco navíos al mando de Belcher habían quedado a su vez atrapados en el hielo y en Inglaterra se tuvieron que organizar partidas de rescate para estos «rescatadores».
McCormick había sido designado nuevamente como cirujano, esta vez del HMS North Star que partió bajo el mando del capitán Samuel Pellen quién durante la expedición por fin ascendió al escocés al rango de oficial… era el paso definitivo para proponer su propia expedición en busca de Franklin. Quizás ahora que formaba parte de la oficialidad de la Marina sus propuestas fuesen vistas con otros ojos.
En el verano de ese mismo año 1852, McCormick finalmente consiguió realizar su sueño: Organizar su propia expedición de búsqueda del Erebus y el Terror. Habían pasado siete años desde la desaparición de los hombres de Franklin y pocos tenían ya esperanzas de encontrarlos con vida, sin embargo todo un país quería respuestas sobre lo que les había pasado. De hecho se han seguido enviando expediciones buscando la solución a esa trágica expedición de Franklin hasta nuestros días (en 2014 tuvo lugar la más reciente a cargo de la expedición canadiense Victoria Strait Expedition).
McCormick consiguió un barco llamado Forlorn Hope y durante los meses de agosto y septiembre de 1852 comandó su propia expedición en las proximidades del Canal de Wellington cubriendo más de 200 millas de búsqueda. Por supuesto no encontró ni rastro de los barcos de Franklin (de hecho hace tan solo unos meses que supuestamente se ha encontrado uno de ellos) pero consiguió demostrar que Franklin había continuado hacia el oeste desde la isla de Beechey, algo que años más tarde confirmó la célebre expedición de Francis Leopold McClintock en 1857.
Nos encontramos ante una de las historias más increíbles, y sin embargo desconocidas, de aquella época de exploraciones. Robert McCormick, un áspero y recio cirujano escocés que silenciosamente se embarcó en algunos de los más célebres barcos de la Historia… En el Polo Norte con Perry, en el Beagle con Darwin, en el Erebus y el Terror con Ross, una vida impresionante que sin embargo ha permanecido olvidada en las caprichosas hojas de la historia.
Al regresar de su expedición con el Forlorn Hope sus esfuerzos y experiencia exploradora fue recompensada con la denominada “Artic Medal”. Unos años más tarde, en 1865, se jubiló con el cargo de inspector adjunto cobrando una paga de 80 libras anuales del Greenwich Hospital y pasando totalmente desapercibido durante los 20 años siguientes, hasta que en 1884 publicó la obra de toda una vida: Viajes de descubrimiento en los mares del Ártico y del Antártico y alrededor del mundo.
Este post ha sido realizado por Javier Peláez (@irreductible) y es una colaboración de Naukas con la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU.
La increíble (y desconocida) vida de Robert McCormick, el naturalista oficial del HMS Beagle
[…] La increíble (y desconocida) vida de Robert McCormick, el naturalista oficial del HMS Beagle […]
David Zavala
Increíble vida de McCormick. Fue una de tantos que modelaron el mundo moderno
carmen Romero
Una historia extraordinaria e increible, no es posible que por esas diferencias se perdieran tantos conocimientos y vidas. Se merece su puesto en la historia.
marcelo gantos
Una historia inusitada que revela os entretelones de las expediciones cientificas.
Muy buen nota.
La increíble (y desconocida) vida de Robert McCormick, el naturalista oficial del Beagle. (Sin terminar…) | ECO SOCIAL…OJO CRÍTICO
[…] culturacientifica.com […]