La palabra germen, de origen latino, semilla, se usó por primera vez para referirse a los microbios patógenos en el siglo XIX. Si bien la asociación del origen de la enfermedad con una “semilla” puede trazarse hasta la antigüedad clásica, suele nombrarse De contagione, libro publicado por Girolamo Fracastoro en 1546, como la referencia moderna.
El desarrollo del microscopio a comienzos del siglo XVII hizo posible el descubrimiento de seres vivos desconocidos hasta entonces. Las observaciones pioneras de Antoni van Leeuwenhoek en el último cuarto del siglo desvelaron la existencia de “animálculos” en distintas aguas, en los dientes o en el esperma humanos. Las imperfecciones de la mayoría de los instrumentos ópticos disponibles evitó que se realizasen nuevas observaciones realmente significativas hasta los años treinta del siglo XIX.
En 1835 Agostino Maria Bassi desmostró que un hongo diminuto causaba la muscardina en los gusanos de seda. Pronto se asociarían los microbios con otras enfermedades: destaca Casimir Joseph Davaine, que observó repetidamente estructuras con forma de barra, que él llamó “bacteridia”, en la sangre de los animales que morían de carbunco (ántrax). La relación entre estas estructuras y la enfermedad, si eran causa o consecuencia, era una cuestión abierta.
Es a partir de esta época que los científicos europeos interesados en los procesos de fermentación y putrefacción se mueven poco a poco hacia el desarrollo de una teoría germinal de la enfermedad. En 1840 Jacob Henle fue el que proporcionó el marco teórico general para una teoría así, mientras que Theodor Schwann demostraba que no era el aire en sí, sino algo que había en el aire, lo que iniciaba la putrefacción de los cuerpos de los seres vivos. Louis Pasteur atrajo la atención científica y popular sobre su propia exposición de la causalidad en la teoría germinal en 1864. Algo que fue extensamente debatido en la década siguiente, hasta que Robert Koch identificase el agente causal final del carbunco primero (1876) y depués de la tuberculosis y el cólera. Con todo, varias teorías germinales de la enfermedad siguieron circulando en las últimas décadas del XIX; sólo se alcanzaría el consenso a comienzos del XX.
La contribución de Koch y sus colaboradores a la teoría germinal se extendió más allá de la identificación de microorganismos. Koch redactó un programa, conocido informalmente como “los postulados de Koch”, que, tras varias revisiones, continúa vigente como la herramienta básica para la confirmación de la relación causal entre microbios concretos y enfermedades. Koch y sus colegas hicieron importantes contribuciones a la identificación de las bacterias desarrollando métodos de tinción basados en colorantes industriales de la época, con lo que para 1900 se habían establecido las causas bacterianas de varias docenas de enfermedades. Esto tuvo dos consecuencias principales: la primera que muchos médicos llegaron al convencimiento de que cada enfermedad debía tener una bacteria como causa y, la segunda, que las enfermedades dejaron de reconocerse exclusivamente por los síntomas como en el pasado, sino también por su causa, en el laboratorio.
Las mejoras en los procesos de filtrado bacteriano después de 1880 llevaron a muchos investigadores a darse cuenta de que debían existir agentes causantes de enfermedad menores que las bacterias conocidas, y en 1896 Martinus Willen Beijerinck propuso la idea, muy controvertida, pero válida, del que llama virus filtrable: un posible microbio soluble en agua lo suficientemente pequeño como para pasar a través de los filtros e invisible a los microscopios contemporáneos. Los primeros agentes de este tipo identificados fueron el del mosaico del tabaco, la glosopeda (fiebre aftosa del ganado) y la fiebre amarilla. La virología se desarrolló rápidamente como ciencia a comienzos del siglo XX. El fenómeno de los fagos, virus que infectan exclusivamente a bacterias, fue identificado independientemente por Frederick William Twort y Félix d’Hérélle durante la I Guerra Mundial. El desarrollo del microscopio electrónico en los años treinta permitió visualizar los virus.
A lo largo del siglo XX la idea de los gérmenes arraigó en la conciencia popular, gracias en gran medida a las campañas publicitarias institucionales y, en mayor medida, de los productos de higiene personal y del hogar.
Los gérmenes siguen constituyendo una amenaza constante a la salud humana, exacervada por la universalidad y rapidez del transporte global y el empleo de alimentos procesados a escala industrial.
La elucidación de la estructura de los virus y, en las últimas décadas del siglo XX, el descubrimiento de los priones (proteínas infecciosas), ha hecho necesaria una revisión de la teoría germinal clásica, basada en la idea de organismos patógenos vivos.
Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance