¿Qué le debemos a la ciencia del Romanticismo?

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Ana Ribera

He estado leyendo un libro maravilloso. Uno de esos libros con los que he aprendido, disfrutado, pensado, emocionado, horrorizado, reflexionado, sonreído y al terminar he dicho: quiero más.

prodigiosHe leído “La edad de los prodigios. Terror y belleza en la ciencia del Romanticismo” de Richard Holmes, asombrada por mi propia ignorancia sobre un montón de cosas pero también fascinada al descubrir la curiosidad inmensa y nunca saciada de los personajes que aparecen en el libro y que creo que nosotros, en nuestra época, hemos perdido completamente. ¿Cuando fue la última vez que escuchamos la palabra prodigio?

A los científicos de finales del siglo XVIII y principios del XIX (término acuñado justo en esa época) les debemos el concepto de ciencia accesible, una ciencia practicada para llegar a todo el mundo. No sólo a un reducido grupo de eruditos que compartían sus hallazgos y teorías en latín. Con el romanticismo llegó la ciencia aplicada a la vida diaria, a mejoras que salvaron las vidas de miles de personas como por ejemplo las de los mineros que dejaron de estar indefensos ante las fugas de grisú y sus descontroladas explosiones gracias a la lámpara de seguridad creada por Humphry Davy.

En el romanticismo aparecieron ideas y conceptos que hoy en día seguimos teniendo presentes y que Holmes señala en el prólogo para hacernos entender la importancia de aquella época y como las vidas de los científicos que tan amenamente nos cuenta repercuten en nuestra vida diaria aunque no nos demos cuenta.

William Herschel, su hermana Caroline y el hijo del primero, John. Ilustración de Jean-Léon Huens.
William Herschel, su hermana Caroline y el hijo del primero, John. Ilustración de Jean-Léon Huens.

Del romanticismo hemos heredado “la deslumbrante idea del “genio” científico solitario, imprudente, en su búsqueda del conocimiento como fin en sí mismo y puede que a cualquier precio”. Las vidas de Mungo Park con su misteriosa desaparición en África o la de Humphry Davy dedicado en cuerpo y alma a sus investigaciones o la inmortal obra de ficción de Mary Shelley con el mito de Frankenstein creado por una sola mente “genial” están en el origen de toda esa imaginería de científico loco y solitario que creemos que ha sido creada por el cine o la televisión.

Unida a esta imagen, encontramos también el concepto “eureka” ese momento mágico en el que el científico tiene un instante de lucidez brillante, un flechazo intelectual que le hace descubrir de manera súbita la solución a un problema. En el Romanticismo este momento se aliaba con la inspiración poética y la creatividad. Es curioso como en aquella época no parecía existir la famosa brecha entre “ciencias” y “letras” en la que vivimos actualmente y los más destacados científicos,químicos, astrónomos y físicos, encontraban en la poesía y otras formas de literatura un vehículo perfecto para pensar en sus descubrimientos de otra manera, para compartirlos o para intentar encajarlos en su visión general de la vida. Del mismo modo, los mayores poetas de la época sentían una fascinación enorme por las investigaciones de los científicos, no sólo por los descubrimientos sino también por los trabajos de laboratorio, las exploraciones y las observaciones astronómicas. Era un flujo de relaciones en ambos sentidos que enriquecía todos los campos y que lamentablemente hemos perdido (casi) completamente.

La Naturaleza. Nos hemos acostumbrado tanto a ella que vivimos sin mirarla y cuando nos fijamos en ella casi siempre es para quejarnos. Vivimos creyendo que podemos controlar la Naturaleza, que hemos “avanzado” tanto que no hay nada misterioso en ella y que está al servicio del hombre. Cuando nos sorprende, casi siempre por alguna desgracia de la que somos más culpables que víctimas aunque sólo sea por imprudencia, nos impresiona darnos cuenta de su poder y magnificencia.

En el Romanticismo “existía la creencia generalizada en una naturaleza misteriosa, infinita, que esperaba a ser descubierta o seducida para revelar todos sus secretos”. James Cook da la vuelta al mundo en el Endeavour y en su viaje le acompaña Joseph Banks que deja un diario en el que escribe cada maravilla que contempla, cada sorpresa que se encuentra; es el primer europeo que contempla el surf y queda fascinado por la visión de unos cuantos tahitianos cabalgando unas “olas pavorosas”.

Al mismo tiempo que hemos dejado de mirar la Naturaleza estamos tan acostumbrados a verla que nada nos sorprende. Nos subimos a un avión por primera vez y nos sorprende más la comida en miniatura y el poder ver una película que la increíble y maravillosa visión de la Tierra desde el aire…

Montgolfier

En el Romanticismo, se elevan por los cielos de Europa los primeros globos aerostáticos. “El mundo entero se había transformado en un mapa o alfombra de bellos colores.” Nosotros, acostumbrados a los aviones, a los cohetes, a los drones somos incapaces de imaginar la emoción de los primeros viajeros del aire al contemplar los caminos, los montes y sus ciudades desde el aire.

“El ideal de una ciencia pura y “desinteresada”, independiente de la ideología política e incluso de la doctrina religiosa, comenzó lentamente a surgir. El énfasis que se hizo en la necesidad de un corpus de conocimiento laico, humanista (ateo incluso), dedicado al “beneficio de la humanidad”, fue particularmente intenso en la Francia revolucionaria”.

Durante el Romanticismo y al tratar de conseguir una ciencia “pura y desinteresada” sugirieron varias controversias en las que seguimos inmersos en el siglo XXI: ¿Sería la ciencia un instrumento del Estado por sus posibles aplicaciones en la guerra? ¿Había que compartir los descubrimientos con científicos de otro país que era rival o posible rival en una guerra?

¿Conseguiría la ciencia cuadrar los nuevos descubrimientos y teorías sobre el Universo, su edad, su extensión y su composición con la religión? ¿Era posible reconciliar la idea de un Creador divino con las nuevas ideas?

Michael Faraday dando una conferencia en la Royal Institution en diciembre de 1855. Óleo de Alexander Blaikley
Michael Faraday dando una conferencia en la Royal Institution en diciembre de 1855. Óleo de Alexander Blaikley

Comunicar la ciencia es un concepto que también hemos heredado de aquellos hombres de pelucas empolvadas que daban conferencias multitudinarias para exponer sus descubrimientos. La ciencia romántica, al contrario que la ciencia de la época de la Ilustración que se transmitía en latín y sólo a un reducido círculo de sabios, “tenía un nuevo compromiso: el de explicar, educar y comunicar al gran público. Esta fue la primera gran época de las conferencias científicas públicas, de las demostraciones del trabajo en los laboratorios y de los libros divulgativos, a menudo escritos por mujeres. Fue la época en la que comenzó a enseñarse ciencia a los niños y en la que el “método experimental” se convirtió en la base de una nueva filosofía de vida, de carácter laico, de acuerdo con la cual los prodigios infinitos de la creación (fueran divinos o no) se apreciaban cada vez más.”

Confieso que esto es un poco descorazonador, 200 años después, dos siglos después de que comenzara a llevarse a la ciencia al gran público estamos casi en la misma situación que entonces o incluso peor.

Vivimos en una época en que la ciencia o bien se ignora, o se percibe como algo lejano o incluso peor se escuchan opiniones que la consideran algo peligroso y la acusan de estar al servicio de los intereses más oscuros que podamos imaginar.

¿Qué hacemos?

Señala Holmes en el prólogo del libro que con su obra “aspira a mostrar la pasión científica, gran parte de la cual se resume en una palabra infantil, pero infinitamente compleja: prodigio. (…) Los prodigios pasan por diversas fases, y evolucionan con la época y el conocimiento; pero conservan una chispa y una espontaneidad irreductibles”.

Debemos recuperar la capacidad para ver los prodigios que nos rodean. Los prodigios que ya entendemos y que no por eso debemos dejar de admirar y apreciar y también los prodigios que se mantienen misteriosos y aparentemente inalcanzables.

Tenemos que darnos cuenta de que gracias a la ciencia hemos desentrañado prodigios alucinantes como llegar a la Luna o enviar a las sondas Voyager pero también gracias a la ciencia tenemos luz en nuestras casas, internet, y no morimos de una infección de muelas, un parto o una apendicitis. (La descripción que aparece en el libro de una masectomía sin anestesia hace que caigas de rodillas al suelo dando gracias por semejante descubrimiento).

Deberíamos ser capaces de volver a emocionar a la sociedad con los descubrimientos científicos como lo hacían en el siglo XVIII cuando multitudes se congregaban para ver los vuelos de los primeros globos, se vendían miles de ejemplares de los diarios de viajes de los grandes descubrimientos y las conferencias eran actos multitudinarios (A ver, todo con moderación…se que gran parte de la población permanecía ajena a esas cosas pero había una especie de “expectación social” hacia la ciencia).

Tenemos los medios, la audiencia y tenemos la ciencia para comunicar…como explica Holmes, a lo mejor lo que necesitamos un modo nuevo de presentar y explorar la ciencia.

Por ello, yo creo que la ciencia necesita presentarse y explorarse de un modo nuevo. No precisamos solo una nueva historia de la ciencia, sino que se escriban biografías de los científicos como individuos de una forma más imaginativa. Aquí las dificultades eternamente citadas con las «dos culturas» y – especialmente con las matemáticas- no se pueden aceptar como una limitación válida. Necesitamos comprender cómo se hace la ciencia de verdad, cómo piensan y sienten, cómo especulan los propios científicos. Necesitamos explorar lo que hace que los científicos, al igual que los poetas o los pintores o los músicos, sean creativos.”

“De forma más imaginativa”, creo que ese es el quid de la cuestión. No se trata de infantilizar, ni convertir la ciencia en un parque temático o un pasatiempo, se trata de contarla para que enganche, para que cree adicción, para que brille y provoque curiosidad y deseo de aprender y de seguir preguntandos cosas. El libro de Holmes es un magnífico ejemplo de ello: es ameno, interesante, instructivo, emocionante y engancha.

“Necesitamos una perspectiva más amplia, más generosa, más imaginativa. Por encima de todo, quizá, necesitamos tres cosas que una cultura científica nos puede aportar: el sentido del prodigio individual; el poder de la esperanza y la creencia nítida pero rastreadora en un futuro para el planeta”

Holmes lo explica mucho mejor que yo y por eso hay que correr a leer su libro, devorarlo y recomendarlo a todo el mundo.

Sobre la autora: Ana Ribera (Molinos), historiadora con 14 años de experiencia en el mundo de la televisión. Autora de los blogs: Cosas que (me) pasan y Pisando Charcos

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