Un tubo de rayos catódicos no es más que un tubo de cristal en el que existe un vacío parcial con dos o más electrodos insertados. Cuando el vacío es suficientemente alto y el voltaje entre los electrodos suficientemente grande, salen rayos del cátodo.
Las descargas eléctricas a través de gases se estudiaron a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX en tubos de vacío como estos. Se podían producir todos los colores del arco iris en los gases residuales, consiguiéndose efectos sorprendente y muy admirados por el público en general en las cada vez más frecuentes charlas de divulgación.
Los investigadores analizaron las regiones de luz y oscuridad dentro del tubo y la composición espectroscópica de la luz con objeto de entender mejor la relación entre electricidad, materia y el éter (cuya existencia se daba por supuesta en la época). Julius Plücker, William Crookes y Eugen Goldstein contribuyeron sobresalientemente en la construcción de la instrumentación necesaria y en el análisis de los datos obtenidos.
Con la consecución de vacíos mejores, la descarga eléctrica se iba perdiendo y la existencia de rayos que salían del cátodo se infería de la fluorescencia que causaba en la pared del tubo. En 1876 Goldstein llamaba al agente causante de esta fluorescencia “rayo catódico”.
En el último cuarto del siglo determinar la naturaleza de los rayos catódicos se convirtió en un campo de investigación muy importante. Las técnicas de vacío continuaban mejorando, fundamentalmente por las necesidades de la nueva industria del alumbrado eléctrico. Para final de siglo las técnicas de soplado de vidrio, vacío y eléctricas hicieron posible la generación de rayos X, que podían hacerse impactar en la pared del tubo o sobre un objeto-diana colocado en el tubo.
Mucha de la física del comienzo del siglo XX se basaba en la investigación hecha con tubos de rayos catódicos. Cuatro premios Nobel están ligados directamente a su uso, los de Wilhelm Conrad Röntgen, Philipp Lenard, Joseph John Thomson (véase Del electrón) y Ferdinand Braun.
En la primera mitad del siglo el tipo de tubo de rayos catódicos sin duda más importante fue el de rayos X como resultado del crecimiento explosivo de la radiología. El tubo de cátodo caliente, desarrollado en 1913 por William Coolidge, llegó a convertirse en el preferido en radiología en los años veinte porque su espectro de emisión de rayos X era más fácil de controlar.
Aparte de la radiología, se encontraron otros dos campos de aplicación importantes. El ordenador ENIAC (véase el paso 4 de De la máquina analítica al PC en 10 pasos) construido a finales de 1945 fue uno de los mayores sistemas de tubos de rayos catódicos (tubos de vacío) construidos nunca; precisamente sus principales problemas eran la fragilidad, tamaño y lentitud de los tubos, que fueron sustituyéndose gradualmente por transistores semiconductores.
El osciloscopio fue la segunda aplicación importante. Y relacionadas con el comenzaron a explorarse, especialmente la televisión y, a partir de los años treinta, productos de consumo en general desarrollados por compañías como RCA, Telefunken (primera televisión comercializada, 1934) o Tektronix. En 1939 se vendieron más de 50.000 tubos de rayos catódicos sin incluir los de rayos X. Después de la Segunda Guerra Mundial se sumaron compañías japonesas a estos desarrollos, SONY fue la pionera.
Durante la Segunda Guerra Mundial la demanda creció de forma explosiva para su uso en la electrónica militar y en el radar. En 1944 se vendieron más de 2.000.000 de tubos, aparte los de rayos X. Después de la guerra el nuevo escenario geopolítico y el desarrollo del televisor, primero y las pantallas de ordenador después, mantuvieron la demanda en crecimiento permanente. El máximo de ventas se alcanzó en 1987 con 100.000.000 de tubos. La aparición de las pantallas planas empezó a minar el dominio del tubo de rayos catódicos; el abaratamiento de su producción y el desarrollo de los LEDs supuso su práctica desaparición del mercado.
Hoy día aún se encuentran tubos de rayos catódicos en algunos instrumentos científicos, fundamentalmente como indicadores.
Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance
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