La unidad de selección en la evolución y los orígenes del altruismo (y 14): El papel de la coevolución genético-cultural

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He dejado para el final la aportación a este debate que me resulta más interesante y sugerente. Proviene del campo de los estudios sobre coevolución genético-cultural, donde se han hecho descubrimientos de gran interés sobre evolución humana en los últimos años. El punto de partida de estos estudios, aunque no siempre formulado de modo explícito, es que –especialmente en la especie humana- la cultura forma parte esencial de la biología. De esa consideración proviene la noción de nicho cultural (Boyd, Richerson y Henrich, 2011). Y también proviene la idea de que los elementos culturales se transmiten eficazmente de generación en generación y tienen efectos sobre la biología de las especies, hasta el punto de llegar a condicionar su evolución genética.

Los antropólogos Robert Boyd, Peter Richerson y Joseph Henrich han intentado resolver el puzle de la prosocialidad humana a través del concepto de selección de grupo cultural. Estos investigadores consideran el comportamiento prosocial como el resultado de un proceso de coevolución genético-cultural que ha generado una sensibilidad universal a normas de grupo, así como predisposiciones a lo que se denomina “reciprocidad fuerte”. Con “reciprocidad fuerte” se refieren a una combinación de dos comportamientos, por un lado una tendencia a recompensar a los otros por su comportamiento cooperativo y de acatamiento de las normas, y por el otro, una “sanción altruista”, que consiste en la imposición de sanciones a otros por incumplir las normas.

Según este punto de vista, los grupos culturales que presentan comportamientos de reciprocidad fuerte habrían aventajado a los que carecen de ese comportamiento, lo que habría dado lugar a la selección de los genes de los que depende el comportamiento prosocial y, andando el tiempo, a convertir ese rasgo en universal de la especie humana.

Richerson y Boyd (2005) proponen un modelo de selección en el nivel de grupo basado más en diferencias culturales entre los grupos que en diferencias genéticas. De esa forma obvian las objeciones a la selección de grupo basadas en consideraciones relativas a la facilidad o dificultad de que se mantengan importantes diferencias genéticas entre los grupos, algo que como ya vimos en una sección anterior, era un requisito necesario para que se produjera esa modalidad de selección.

La gente tiene a asumir o aceptar determinadas normas y valores sociales sin someterlas a escrutinio ni valorar la posibilidad de no conformarse con las mismas. Simplemente hacen lo que hace la mayoría. Esta actitud tiene que ver, al parecer, con la importancia que tiene en nuestras sociedades el aprendizaje social, que es una forma de aprendizaje que se produce viendo lo que hacen los demás e imitándolos. No sometemos todo lo que hacemos al examen crítico. En esas circunstancias es muy difícil que proliferen en una población o en una sociedad nuevos comportamientos. Por lo tanto, si unos grupos y otros se diferencias en sus comportamientos aprendidos, la conformidad de la mayoría y la sanción de la minoría de inconformistas favorecerán que se mantengan esas diferencias, a la vez que se minimizan las diferencias dentro de cada grupo.

Para Boyd y Richerson (1985) la selección cultural opera sobre rasgos culturales. O sea, no serían los genes los que son seleccionados, sino grupos de individuos que expresan una determinada idea o comportamiento aprendido. Y si esa idea o comportamiento son lo suficientemente buenos como para que el grupo funcione claramente mejor que sus competidores, podrá aumentar de efectivos y desdoblarse en más de un grupo, de manera que ese linaje grupal tendría más éxito que otros y los acabaría desplazando.

La idea de Boyd y Richerson resulta muy atractiva por varias razones. En primer lugar, la conformidad dentro de los grupos ayuda a mantener las diferencias entre los grupos. En segundo lugar, la selección de variantes culturales es más rápida que la selección de variantes genéticas, porque los individuos de grupos absorbidos (mediante el mecanismo que fuese) incorporan con relativa facilidad el conocimiento y preferencias culturales de la sociedad que los ha absorbido, ya sea de forma voluntaria o forzosa; por eso, y al revés de lo que ocurre con la selección genética, la incorporación de nuevos individuos al grupo no debilita el proceso. En tercer lugar, los sistemas de marcadores simbólicos de grupos -como lenguas, iconos culturales, tótems o banderas- facilitan que los grupos mantengan sus rasgos característicos y resistan a la penetración de elementos culturales foráneos en mucha mayor medida que lo que los acervos genéticos locales –denominados demes- pueden mantener las diferencias genéticas oponiéndose al flujo génico. Y en cuarto lugar, las formas sociales de sanción del fraude o la trampa –un aspecto esencial de la “reciprocidad fuerte”-, junto con la transmisión cultural de información sobre los tramposos o no cooperadores –como, por ejemplo, el cotilleo- elimina las ventajas que de otra forma se derivarían de la falta de cooperación. Hay que tener en cuenta, además, que el castigo de los tramposos es, a su vez, costoso, por lo que el mismo hecho de llevarlo a cabo puede representar una forma de altruismo (al que, por cierto, por esa razón se denomina “sanción altruista”).

Basándose en parte en premisas y consideraciones relacionadas con la noción de la evolución cultural, los economistas Bowles & Gintis 2011 han desarrollado un modelo cuyo punto de partida son las comunidades de nuestro linaje que evolucionaron hace unos 200.000 años y que habrían competido entre sí. Los grupos cohesionados socialmente, con hábitos de ayuda mutua y normas disuasorias de la explotación habrían sido más efectivas y tuvieron, por ello, más posibilidades de perpetuarse que las que carecían de esos hábitos y normas. En ese modelo la cohesión se atribuye a rasgos de origen diverso: psicológicos -como emociones sociales de vergüenza y orgullo- que evolucionaron por selección natural, a la par que hábitos e instituciones transmitidos culturalmente. Este es un modelo posible, pero se han propuesto otros.

En definitiva, la teoría de la evolución de grupos culturales permite superar las dificultades que plantea la selección de naturaleza exclusivamente genética y es, además, capaz de dar una explicación razonable de los mecanismos que pudieron operar en la génesis de los comportamientos prosociales. Si los experimentos y observaciones de campo que se vienen haciendo durante la última década validaran la teoría, contaríamos con un marco teórico muy interesante para explicar los orígenes del altruismo, así como una variedad de comportamientos de otra naturaleza que tienen gran importancia en la forma en que funcionan los grupos. Las propuestas que se están haciendo desde los especialistas que cultivan el campo de la coevolución genético-cultural están dando respuestas interesantes y novedosas a problemas que se habían mostrado muy refractarios a la aplicación de la teoría evolutiva clásica. No me sorprendería que el puzle de la evolución de la prosocialidad acabe siendo resuelto satisfactoriamente en este marco teórico. A mí, al menos, me resulta un marco muy sugerente y con un potencial enorme.

Referencias

Samuel Bowles y Herbert Gintis (2011): A Cooperative Species: Human Reciprocity and Its Evolution Princeton University Press, Princeton

Robert Boyd y Peter Richerson (1985): Culture and the Evolutionary Process The University of Chicago Press, Chicago

Robert Boyd, Peter Richerson y Joseph Henrich (2011): The cultural niche: Why social learning is essential for human adaptation Proceedings of the National Academy of Sciencies 108 suppl 2: 10918-10925

Kevin L Laland y Gillian R Brown (2011): Sense and Nonsense. Evolutionary Perspectives on Human Behaviour 2nd edition, Oxford University Press, Oxford

Peter J Richerson y Robert Boyd (2005) Not by Genes Alone: How Culture Transformed Human Evolution The University of Chicago, Chicago


Esta serie está formada por los siguientes capítulos:

  1. En el comienzo fue Darwin
  2. La selección grupal de Wynne-Edwards
  3. La “doctrina” de Williams y el gen egoísta de Dawkins
  4. Los replicadores e interactores de Hull y los tres principios de Lewontin
  5. Mayr y Gould, dos evolucionistas frente al gen egoísta
  6. La crítica de Godfrey-Smith a la selección centrada en el gen
  7. La selección multinivel
  8. Selección de parentesco y altruismo recíproco
  9. Algunas propuestas unificadoras
  10. La selección de grupo
  11. La conquista social de la Tierra
  12. Dawkins y Pinker responden a Edward Wilson
  13. El turno de David Wilson
  14. El papel de la coevolución genético-cultural

Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU

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