Conspiraciones y ciencia defectuosa

Naukas

¿Existen las conspiraciones? ¡Preguntad por Julio César, por las tabaqueras o por los casos aislados de corrupción en política! Desde que Homo sapiens es Homo sapiens grupos de al menos dos personas han estado reuniéndose para planear actos en secreto —los grupos de uno, también llamados «personas solas», no pueden conspirar etimológicamente hablando: solo pueden tramar, urdir o maquinar—. Bromas de diccionario aparte, la clave está en el secreto.

Es posible que los planes deban mantenerse ocultos porque sean ilegales, inmorales, o porque su encubrimiento les confiere ventajas para obtener algún tipo de ganancia, económica o de poder. Así, descubrir el secreto deviene un elemento fundamental a la hora de desenmascarar una conspiración; demuestra la intención de los confabulados y revela ante el mundo su doblez, intensificada por la colaboración necesaria para obtener sus fines.

La experiencia, los libros de historia e incluso las noticias de todos los días demuestran que las conspiraciones existen. ¿A qué llamamos entonces conspiranoia? Podríamos acordar en llamar con ese compuesto de conspiración y paranoia a la creencia individual en conspiraciones realmente grandes: contubernios que, de ser ciertos y revelarse, harían que nuestra forma de vida o nuestro sistema de creencias cambiaran de forma sustancial.

La religión organizada no es un ejemplo de conspiranoia: lo sería, por ejemplo, creer en alguna trama similar al conocido folletín de Dan Brown, «El código Da Vinci». No importa, por ejemplo, si Jesús de Nazaret existió o no, o si de existir fue hijo de quien se afirma. Los creyentes ya lo son, y no se basan para ello en ninguna evidencia documental, sino en la fe —¡mueve montañas, lectores míos! Sin embargo, la presunta existencia de documentos que demostraran, sin género de dudas, que el tal Jesús fue un salteador de caminos en la Galilea del siglo I y que toda la literatura posterior fue urdida por una camarilla de bromistas, siglo y medio después, en la Grecia latinizada sí constituiría un ejemplo perfecto de conspiranoia.

La mismísima navaja de Ockham —hija nada menos que de la escolástica del siglo XIV— o la famosa máxima de Sagan, de la que el astrónomo y divulgador es responsable de la económica fórmula «afirmaciones extraordinarias requieren de evidencia extraordinaria», aunque puedan trazarse pensamientos con análogo sentido al menos hasta las obras del gran filósofo ilustrado David Hume, han servido siempre para descontar las conspiranoias como posibilidad real. Sin embargo ¿no sería bonito disponer de alguna herramienta analítica para descartar, con ayuda de las matemáticas, las hipótesis de gran conspiración?

Eso mismo debió pensar David R. Grimes, un físico post-doc en la Universidad de Oxford. En 2016, en un estudio publicado en la revista PLOS ONE, se lanzó a la tarea de analizar matemáticamente la sostenibilidad de un modelo razonable de conspiración en función de tres variables fundamentales: su duración en el tiempo como secreto no expuesto, el número de personas involucradas y la probabilidad anual de que un participante «cantara» o sufriera una fuga de información involuntaria. No se conformó con establecer el modelo, sino que también realizó una estimación para cuatro casos de conspiranoia ampliamente conocidos:

  • «Los alunizajes del Apolo fueron fingidos en un estudio de cine».
  • «El cambio climático es mentira».
  • «Las vacunas son peligrosas y la industria farmacéutica calla».
  • «Existe una cura para el cáncer y la industria farmacéutica la oculta».

Grimes estimó que el programa Apolo empleó a 411000 personas tan solo en la NASA de los años 60; que hay alrededor de 405000 científicos involucrados en estudios sobre el cambio climático (incluyendo, entre otros, a los empleados actuales de la NASA); que 736000 personas —22000 si tan solo teniendo en cuenta empleados del Centre for Disease Control americano y la Organización Mundial de la Salud— controlan la información relacionada con las vacunas; y, por último, que los empleados de las grandes farmacéuticas (Johnson and Johnson, Pfizer, Sanofi, entre otras) suman un total de 714000 posibles soplones (o traspapeladores de información).

Con una probabilidad anualizada de fallo en la custodia del secreto por una persona estimada a partir de conspiraciones reales y descubiertas de 4,09×10⁻⁶ —es decir, cuatro entre un millón cada año, los resultados cantaron por sí solos:

La probabilidad de fallo en la conspiración L supera el 95% tras 3,68 años en el caso de los alunizajes del Apolo, tras 3,7 años para el cambio climático, tras 3,15 años para los posibles daños causados por las vacunas, y tras 3,17 años para la «supresión» de la cura del cáncer. Los plazos, naturalmente, se incrementan si se consideran subconjuntos de personas involucradas (por ejemplo, tan solo los organismos reguladores en las dos últimas conspiranoias). Una espectacular refutación del concepto de la gran conspiración. A menos que haya algo en el estudio que permita ponerlo todo en tela de juicio. ¿Lo hay?

Pues bien: el artículo original es prácticamente un ejemplo de manual de cómo no preparar un paper. Empezando por la probabilidad de fallo en la custodia del secreto por persona y año: ¿cómo se dedujo? Sería de esperar que el autor hubiera realizado un estudio pormenorizado para diferentes conspiraciones descubiertas, que estimara cuántas personas habrían estado involucradas y su tiempo de vida como secretos y a partir de ahí dedujera un valor para este parámetro tan importante. ¿Lo hizo? No. Tomó un atajo y analizó tres conspiraciones:

  • El programa PRISM de vigilancia secreta de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) americana, desvelado por Edward Snowden en 2013.
  • El experimento Tuskegee llevado a cabo por el Departamento de Salud Pública americano, que analizó la incidencia de la sífilis sobre la población afroamericana del estado de Alabama, y que negó el tratamiento conocido —penicilina— a cientos de personas infectadas desde finales de los años 40 hasta su revelación definitiva en 1972.
  • El escándalo que afectó al laboratorio forense del FBI en 1998, en el que se descubrieron fallos graves en los protocolos de análisis que afectaron al resultado de juicios de más de 10000 personas, algunas de las cuales fueron condenadas a muerte con pruebas obtenidas de forma errónea.

No es necesario que nos detengamos demasiado en los riesgos de inferir valores para cualquier parámetro experimental basados en tres medidas, pero en este caso las medidas están, además, mal seleccionadas y tomadas sin cuidado, con incógnitas de gran magnitud que podrían afectar considerablemente al valor de la probabilidad de fallo en el secreto —hacia arriba o hacia abajo. Veamos: ¿cuántas personas estuvieron involucradas en cada caso? Para el caso de la NSA ofrece un número de 30000, lo que implica que la totalidad de los empleados de la agencia estarían potencialmente implicados en ese proyecto concreto. Todos los ejemplos llevan el sello de denominación de origen estadounidense, lo que podría minar la posible validez global de los resultados.

No solo eso; además, dos de ellos implican a agencias de seguridad, donde puede asumirse que el coste personal asociado a una revelación de secretos será particularmente alto. Los tres ejemplos implican a un número potencial de personas muy alto. Y por último: ¿dónde están los ejemplos de conspiraciones pequeñas?

Sin embargo, este fallo grave en la recogida de datos no es el único del artículo. El modelo matemático considera, para conspiraciones de suficiente duración, una tasa de desaparición de los conspiradores —entendamos que por fallecimiento, aunque nadie nos podría echar en cara que inventáramos explicaciones más creativas. Pues bien: echad un vistazo al siguiente gráfico de probabilidad acumulada de fallo en la conspiración (la misma variable L de los gráficos anteriores, solo que estimada para una conspiración sintética cuyas condiciones de contorno no vienen ahora al caso):

Como podéis observar, hay modelos en los que la probabilidad acumulada de fallo en la conspiración disminuye con el tiempo. Pero esto es equivalente a suponer que ¡la conspiración puede volver a ser secreta una vez revelada! La intuición más elemental afirma que a cualquier conspiración que llegue a ser conocida por el público debería aplicársele la máxima expresada al final del primer segmento del episodio 18 de la tercera temporada de Futurama, «Historias de Interés II»:

You watched it, you can’t unwatch it! (¡Lo habéis visto, no podéis des-verlo!)

Se supone que PLOS ONE es una publicación respetable y revisada por pares y no una revista de «estudios culturales posmodernos» como la que se tragó el cebo de Alan Sokal en 1996. Es legítimo preguntarse: ¿quién se durmió aquí al timón? ¿Ocurren casos así con la frecuencia suficiente como para preocuparse por la calidad de lo que llamamos «ciencia»? ¿Forma acaso todo esto parte de una conspiración?

Salvo la última pregunta, que claramente es una broma (sí, en serio), las otras dos son perfectamente pertinentes. La consecuencia es que si uno busca información acerca de la investigación de Grimes no es difícil encontrarse con la aseveración de que está desacreditada (debunked, en inglés). Lo cierto es que, solventados los errores matemáticos de planteamiento del modelo —cosa que hizo el autor en una corrección publicada en PLOS ONE poco después—, las conclusiones finales pueden seguir siendo consideradas válidas. Haría falta un trabajo más exhaustivo en lo referente a la estimación de la probabilidad de revelación de información por persona y año, pero la popularidad del chismorreo entre nuestra especie hace sospechar que quizá valores de una entre un millón sean excesivamente optimistas de cara a planear una conspiración de largo alcance. Porque las conspiraciones existen, las conspiraciones particularmente grandes son también extremadamente inviables, y la ciencia, con todos sus defectos, termina corrigiéndose para ofrecernos una —condicional, mejorable, pero sólida— última palabra.

Este post ha sido realizado por Iván Rivera (@Brucknerite) y es una colaboración de Naukas con la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU

Bibliografía y más información:

Grimes, D. R. (2016). On the Viability of Conspiratorial Beliefs. PLOS ONE, 11(1). doi:10.1371/journal.pone.0147905

Grimes, D. R. (2016). Correction: On the Viability of Conspiratorial Beliefs. PLOS ONE, 11(3). doi:10.1371/journal.pone.0151003

Robbins, M. (2016). The maths of the paper disproving conspiracy theories don’t add up. Visitado el 22/05/2017 en http://littleatoms.com/david-grimes-conspiracy-theory-maths

Sokal, A. D. (06/1996). A Physicist Experiments With Cultural Studies. Visitado el 22/05/2017 en http://www.physics.nyu.edu/faculty/sokal/lingua_franca_v4/lingua_franca_v4.html

Tuskegee Syphilis Study Legacy Committee. (05/1996). Final Report of the Tuskegee Syphilis Study Legacy Committee. Visitado el 22/05/2017 en http://exhibits.hsl.virginia.edu/badblood/report/

USDOJ/OIG (04/1997). The FBI Laboratory: An Investigation into Laboratory Practices and Alleged Misconduct in Explosives-Related and Other Cases. Visitado el 22/05/2017 en https://oig.justice.gov/special/9704a/

2 comentarios

  • Avatar de Fernando

    La experiencia, los libros de historia e incluso las noticias de todos los días demuestran que las conspiraciones existen.

    ¿Cómo se llama entonces al que cree en menos conspiraciones de las que existen? ¿Hipoconspiranoico? ¿Aconspiranoico? ¿Paranoico de la no conspiración?

    ¿Son los falsos positivos (creer en una conspiración que no es real) siempre más irracionales que los falsos negativos (negar una conspiración real)?

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