Una consecuencia inesperada de la longevidad

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A lo largo del siglo XX los test que medían el cociente de inteligencia (IQ) y otras capacidades cognitivas arrojaron valores cada vez mayores en los países occidentales. Al parecer, la gente era cada vez más inteligente. Y ese mismo ascenso se ha producido también en otras zonas del Mundo. Es el fenómeno conocido como efecto Flynn y aunque no se sabe bien a qué obedece, se atribuye a una mejor alimentación, entornos más estimulantes, mejor formación y, quizás también, menor incidencia de enfermedades infecciosas. Sin embargo, hace algo más de una década el IQ dejó de aumentar y empezó a bajar en algunos países de Occidente a un ritmo de entre siete y diez puntos de IQ por siglo.

Si no estaban claras las razones del ascenso a lo largo del siglo XX, menos lo están las del descenso actual. No cabe alegar que los mismos factores que provocaron la subida actúen ahora en sentido contrario por haber empeorado las condiciones. Ni la alimentación, estado de salud, educación, o calidad intelectual del entorno, por apuntar los citados antes, son peores ahora que hace dos décadas. La explicación más aceptada ha sido la que proponía que las mujeres mejor educadas y que viven en entornos más estimulantes tienen, por comparación, menos hijos que las demás mujeres, y que ese hecho, por sí mismo, ha podido provocar el cambio de tendencia en el valor medio de IQ.

No es fácil hacer estudios en que se comparan valores de IQ de diferentes épocas, porque los test han variado. Pero se pueden estudiar aspectos parciales que todos los test utilizados tienen en común. Partiendo de esa idea, un equipo dirigido por Robin Morris, del King’s College de Londres ha examinado 1750 tipos de test utilizados de 1972 en adelante y ha seleccionado los que han medido la memoria a corto plazo y los que han medido la memoria operativa. La primera se refiere a la capacidad para almacenar información durante breves periodos de tiempo, y la segunda a la capacidad para procesar y utilizar esa información en la toma de decisiones. Lo que vieron es que la memoria a corto plazo no ha dejado de elevarse, siguiendo una pauta similar a la del efecto Flynn, mientras que la memoria operativa ha descendido durante los últimos años. El grupo de Morris también observó que ha aumentado bastante la proporción de personas mayores de sesenta años que realizaban los test. Y es sabido que la memoria operativa desciende con la edad, mientras que la memoria a corto plazo se mantiene. Por ello, bien podría ocurrir que los descensos en la puntuación media de los test de inteligencia se deban en realidad al aumento de la proporción de personas mayores en la población, dada la menor puntuación que obtienen estos en algunas pruebas de los test. Y si así fuese, podría descartarse la hipótesis de la fecundidad que he comentado antes.

No obstante, conviene tomar estos resultados con cautela. Hacen falta estudios más detallados, enfocados a diferentes capacidades cognitivas, antes de sacar conclusiones que puedan considerarse firmes. Lo que me interesa de estas hipótesis en que en ambas se proponen elementos de carácter demográfico (fecundidad en una y longevidad en la otra) para explicar un fenómeno de carácter psicológico y de importantes consecuencias potenciales. Ambos elementos son, además, consecuencia de la transición demográfica que nos ha afectado. Y todo ello no hace sino remarcar la gran importancia que dicha transición ha tenido y tendrá en el futuro inmediato de Occidente, y en el futuro algo más lejano de la humanidad.

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Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU


Una versión anterior de este artículo fue publicada en el diario Deia el 22 de octubre de 2017.

2 comentarios

  • Avatar de pint

    En el estudio se deja fuera el factor del aumento de poblaciones de origen no europeo?
    Porque sin duda es un factor muy importante.

  • Avatar de Pensamiento crítico, por favor

    No doy crédito: «No cabe alegar que los mismos factores que provocaron la subida actúen ahora en sentido contrario por haber empeorado las condiciones. Ni la alimentación, estado de salud, educación, o calidad intelectual del entorno, por apuntar los citados antes, son peores ahora que hace dos décadas.»
    A veces me pregunto si vivo en un mundo paralelo. La cantidad de gente viviendo en la pobreza ha aumentado mucho en las últimas dos décadas en ciertos países del primer mundo -como España, sin ir más lejos- con las consecuencias que ello conlleva en su alimentación, su acceso a una vivienda (y por ende, a una higiene) digna, etc.
    Si a ello añadimos que la alimentación, no sólo entre dichos «nuevos pobres», sino en líneas generales, ha empeorado ostensiblemente (a pesar de todas las mejoras de la ciencia a ese respecto), o que los austericidios de la última década han deteriorado el acceso a una sanidad o una educación de calidad (ni remotamente comparables a las de finales de los ochenta y principios de los noventa, a pesar, una vez más, de los increíbles avances del conocimiento y la técnica en dichos campos), por citar dos claros factores, no puedo llegar a entender qué ceguera lleva al autor a proclamar semejante despropósito.
    Pero como decía, cada día estoy más convencido de que vivo en otro mundo

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