Composers have a gift, as Barber did, for confirming with music what we already know—sad music intensifies sadness, and in that intensity, solace is somehow provided. [*]
The saddest music ever written, Thomas Larson, 2010.
Los humanos somos unos monos muy raros. A veces, cuando nos duele algo, goteamos. Pongamos que se nos ha muerto un cactus, que nuestro gato nos deja, que nos pillamos un dedo con la puerta. Entonces, una glándula de la región externa del ojo empieza a liberar un líquido salado lleno de proteínas, agua, moco y grasa. Este líquido, más conocido como lágrimas, fluye por la superficie del ojo y se desprende desde las pestañas hasta que, además de goteras, tenemos la cara roja, la nariz congestionada, el rímel como si lo hubiese aplicado Jackson Pollock…
A priori, no parece una reacción especialmente provechosa y, para colmo, los humanos somos la única especie que produce las llamadas lágrimas psíquicas o emocionales1. En su tercer libro sobre teoría evolutiva, La Expresión de las Emociones en el Hombre y los Animales (1872), Charles Darwin llegó a afirmar que este tipo de lágrimas son “inútiles”. Por suerte, algo hemos aprendido desde entonces.
Para empezar, hoy sabemos que no todas las lágrimas son iguales. Las lágrimas emocionales son solo un tipo. Las producimos cuando sentimos emociones intensas, principalmente dolor, pero también con la risa y la felicidad. Existen además lágrimas reflejas o irritativas, que son las que derramamos al ver sufrir a una cebolla o si se nos mete algo en el ojo. Y aunque desde fuera puedan parecer iguales, al microscopio las diferencias se vuelven evidentes. Si bien todas contienen lípidos, metabolitos, electrolitos y enzimas, las lágrimas emocionales tienen además una mayor cantidad de proteínas y hormonas que no se encuentran en el caso de las reflejas. En concreto, se encuentran sustancias relacionadas con la respuesta al estrés y al dolor, como la Encefalina (un anestésico natural) y la Adrenocorticotropa (un trabador de lenguas artificial), que podrían tener un efecto autorregulador. Eso explicaría por qué a veces uno se encuentra mejor después de una buena llorera.
Y para el profesor David Huron explicaría también, por qué disfrutamos de la música triste2: “Cuando una persona está en un estado triste, esta hormona llamada prolactina se libera y tiene un efecto psicológico de consuelo”. Es como si nuestro cuerpo tuviese un mecanismo para que la tristeza y el dolor no se agudicen demasiado, no alcancen ciertos límites que nos incapaciten. Ahora bien, es posible sentir esta sensación de alivio incluso en situaciones donde no existe ningún duelo real. Y una de esas situaciones se da cuando escuchamos música. “La música triste nos pone en un estado de duelo. Pero al final del día, ¡nada terrible ha sucedido!”, no se nos ha muerto el cactus, no nos ha dejado el gato, no hay restos de dedo en ninguna puerta. Por ello, afirma Huron, “sí es posible llorar a gusto, gracias a la música”.
Sin embargo, esta hipótesis sobre el llanto no es la única ni tampoco la más explicativa3. Si bien las lágrimas desencadenan una respuesta fisiológica, su función principal es actuar como señal. Los ojos con goteras, la nariz congestionada, la cara hinchada y salpicada como un Pollock… todos estos síntomas combinados comunican a otros Sapiens un mensaje claro y directo: “Socorro, necesito ayuda”.
En ese sentido, el llanto es muy distinto de la apacible tristeza. Mientras la tristeza deja ver indicios que pueden llegar a confundirse con otros estados fisiológicos (como el cansancio), el llanto es una señal explícita, su función es comunicar y por ello se vale de varios canales, para resultar más evidente e inequívoca. Cuando lloramos, no sólo goteamos; también vocalizamos de una manera muy peculiar: nuestra garganta se tensa, nuestra voz se agudiza, emitimos sonidos vibrantes y ruidosos, a veces sostenidos en el tiempo —notas largas que languidecen y se rinden hacia el grave—, otras veces, entrecortados en forma de sollozo. Nada que ver con los sonidos de la tristeza.
Algunos estudios muestran que, cuando vemos a alguien llorar, se activa en nosotros automáticamente una respuesta de empatía y compasión por los demás. ¿Quizás sucede lo mismo cuando oímos a un violín llorar?
Referencias:
1Asmir Gračanin, Lauren M. Bylsma, Ad J. J. M. Vingerhoets. “Why Only Humans Shed Emotional Tears”. Humane Nature, 2018.
2David Huron. “Why is sad music pleasurable? A possible role for prolactin”. Musicae Scientiae, 2011.
3Michael Trimble. “Why humans like to cry: Tragedy, evolution and the brain”. 2012
Nota:
[*] Los compositores tienen un don, como lo tenía Barber, para confirmar con música lo que ya sabemos; la música triste intensifica la tristeza, y en esa intensidad, de alguna manera, se proporciona consuelo. [Traducción de César Tomé López]
Sobre la autora: Almudena M. Castro es pianista, licenciada en bellas artes, graduada en física y divulgadora científica
Iñaki
Gracias por el artículo y por la buena música.
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