Genuinamente humano

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Foto: Cristian Newman / Unsplash

Algunos rasgos humanos son peculiares. La forma en que habitualmente practicamos el sexo, por ejemplo, y algunas de sus características son propias de nuestra especie. Si la comparamos con otros primates y, más en concreto, con los otros miembros de la familia Hominidae -orangutanes, gorilas, chimpancés y bonobos- que son nuestros parientes más cercanos, uno de los rasgos que nos diferencia –o, mejor dicho, que diferencia a las hembras humanas de las de esas especies- es que las de la nuestra son sexualmente receptivas de manera permanente y ocultan la ovulación.

Las hembras de los demás primates son receptivas cuando se encuentran, desde el punto de vista fisiológico, en situación de concebir, tras la ovulación. En esas circunstancias los machos están muy interesados en copular, porque es cuando el apareamiento puede desembocar en una gestación y el nacimiento de un nuevo individuo. Pero las mujeres están receptivas siempre, tanto en la fase del ciclo en que puede ser fecundado un óvulo, como fuera de esa fase, de donde se deriva que en nuestra especie la práctica del sexo cumple funciones distintas de la reproductiva.

Otro rasgo humano es que somos, generalmente, monógamos sociales. Esto es, en nuestra especie se forman parejas relativamente estables. Monógamos sociales, sí, pero monógamos sexuales, no tanto. La monogamia sexual es aquella en que la práctica del sexo está restringida al ámbito de la pareja. Es muy habitual que la monogamia social no venga acompañada por la sexual, lo que quiere decir que uno o ambos miembros de la pareja (estable) busca (y a veces consigue) copular con otro individuo. Es cierto que hay algunas sociedades poligínicas, en las que un único varón tiene varias parejas reproductivas femeninas, y también que hay sociedades –pocas- poliándricas, en las que una única mujer tiene varias parejas masculinas. Pero esas condiciones no son las más frecuentes.

La monogamia social es un rasgo distintivo de nuestra especie porque nuestros parientes más cercanos no la practican. En orangutanes y gorilas hay una fuerte competencia para erigirse en el macho alfa, que es el que copula con las hembras de su territorio (orangután) o grupo (gorila). Y los chimpancés y bonobos son promiscuos; no forman parejas estables. Ninguno de ellos, como puede comprobarse, circunscribe la práctica del sexo a la pareja porque, para empezar, en ninguno de ellos existen tales parejas.

Otra diferencia notable entre nuestra especie y los demás homínidos es que nosotros nos escondemos para practicar el sexo. Nos parece lo normal, pero lo cierto es que es una rareza. Orangutanes, gorilas, chimpancés y bonobos no se esconden, sino que copulan a la vista de los demás miembros del grupo. La práctica del sexo en privado no es un rasgo cultural en nuestra especie. Salvo alguna extraña forma de práctica sexual de carácter ritual u orgías normalmente aderezadas por el consumo de alguna droga, no hay grupos humanos en los que se practique sexo a la vista de los demás. No depende del código moral del grupo; es un rasgo universal.

Todo esto quizás se deba a lo costosa que es la crianza de la prole en nuestra especie. Lo es tanto, que es necesaria la aportación de los dos miembros de la pareja, lo que favorece la existencia de un vínculo fuerte entre ambos. A ello obedecería el carácter monógamo de la relación. La ocultación del celo y la receptividad sexual permanente de las hembras cumpliría, en ese contexto, la función de reforzar el vínculo. Y la práctica del sexo en privado probablemente contribuye también, a través de una mayor intimidad en la relación, al mismo fin.


Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU

1 comentario

  • Avatar de Juan Carlos Pérez Cortés

    Este es el que algunos autores denominan «el relato estándar» de la antropología y psicología evolutiva. Dado que el registro fósil no ofrece información directa sobre los patrones de comportamiento a este nivel, las evidencias empíricas que sostienen ese persuasivo relato (con un sospechoso aire de «guión adaptado» de las relaciones en la época actual) provienen de estudios del comportamiento humano y de interpretaciones basadas en el conocimiento de los procesos de selección natural. El problema es que la metodología de estos estudios, y sobre todo sus interpretaciones, muestran un indudable sesgo hacia una narración acorde con la moral y los valores de la época y la sociedad de quienes las proponen según esta va cambiando.

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