Rosa Ballester Añón y Enrique Perdiguero-Gil
La utilización masiva de recursos para atajar la pandemia generada por el SARS-CoV-2 puede empeorar otros problemas de salud. Las estrategias en curso para disminuir la mortalidad producida por enfermedades tanto o más mortíferas que la covid-19 pueden quedar en segundo plano. La malaria es uno de los ejemplos. Tanto, que en noviembre de 2020 la Organización Mundial de la Salud pidió que se reforzaran las medidas para luchar contra la enfermedad.
La Estrategia Mundial contra la Malaria 2016-2030 fue aprobada por la Asamblea Mundial de la Salud en 2015. Su audaz objetivo es un mundo sin paludismo. Se pretende que en 2030 se reduzca en un 90 % la carga de mortalidad por esta enfermedad.
Anualmente son diagnosticados más de 200 millones de nuevos casos. El Informe mundial sobre el paludismo 2019 señala que el 93 % de los casos y de las muertes se produce en el África subsahariana. Más de la mitad se diagnosticaron en Nigeria, República Democrática del Congo, Uganda, Costa de Marfil, Mozambique y Níger. Más de dos tercios de los fallecimientos, unos 400 000 en 2018, correspondieron a niños menores de cinco años. Desde 2000 se han reducido significativamente casos y defunciones, pero en años recientes se ha estancado el declive. El paludismo avanza en algunos países, sobre todo en Latinoamérica.
Hace cien años, la malaria tenía carácter endémico en una amplísima franja que incluía Europa y América del Norte. En estas zonas hoy solo aparecen unos pocos casos importados. En España la enfermedad, conocida desde la Antigüedad, se declaró erradicada en 1963.
La malaria (del italiano medieval «mal aire») o paludismo (de paludis, genitivo del término latino palus: ciénaga o pantano) es una enfermedad producida por parásitos del género Plasmodium. Durante siglos, la causa de las fiebres típicas de la enfermedad se atribuyó a determinadas condiciones que creaban un “ambiente palúdico”.
Alphonse Laveran identificó el agente causal de la malaria en 1880. Entre 1891 y 1892 se describieron las diferentes especies del parásito. El papel de las distintas especies del mosquito Anopheles como vehículo de transmisión fue aclarado por Ross y Masson entre 1897 y 1899. Hacia 1902 fue posible plantear estrategias de intervención. Las campañas antipalúdicas incluyeron acciones contra las larvas de los mosquitos, mosquiteras, aislamiento de viviendas y la utilización preventiva de la quinina.
Llegaron las cloroquinas, pero la malaria no se fue
El uso posterior de otras medidas preventivas, como el insecticida DDT, generó cierto optimismo en la lucha contra la enfermedad. Un paso más fue la aparición de la cloroquina, un medicamento de síntesis que permitió superar la escasez de quinina. Se trataba de un optimismo extendido a todas las enfermedades infecciosas En las ediciones de los años sesenta del manual Historia Natural de la enfermedades infecciosas de Burnet y Davis se afirmaba: “En muchos aspectos se puede decir que la primera mitad del siglo XX marca el final de una de las mas importantes revoluciones sociales de la historia: la virtual eliminación de las enfermedades infecciosas como un factor significativo de la vida social”.
La malaria, sin embargo, no desapareció del planeta. Los intentos de globalizar las medidas antipalúdicas desarrolladas por la Sociedad de Higiene de la Liga de Naciones y, más tarde, de la Organización Mundial de la Salud, no tuvieron el éxito esperado. Se utilizaron estrategias de tipo vertical. Fue el caso del uso del DDT y de la cloroquina en la Segunda Guerra Mundial. La enfermedad se había convertido en un problema para los ejércitos aliados. Se decía que era más peligroso que las balas enemigas.
Las actuaciones integrales fueron menos utilizadas. Su objetivo eran los cambios estructurales y las mejoras en las condiciones de vida de las poblaciones. Además debían fortalecerse los sistemas de salud pública. Décadas después, el paludismo continúa siendo un grave problema a nivel mundial.
La búsqueda de una vacuna eficaz y segura es muy reciente. La vacuna RTS,S/AS01 (RTS,S) es la primera y, hasta la fecha, la única efectiva. Permite reducir significativamente la incidencia de la enfermedad y la potencial letalidad para los niños africanos.
La covid-19 y su impacto sobre la malaria
El Día Mundial del Paludismo (25 de abril) de 2019 se inició la primera campaña universal de vacunación infantil contra el paludismo. Según Pedro Alonso, director del programa de malaria de la Organización Mundial de la Salud: “esta vacuna no será la solución definitiva, pero tiene el potencial de salvar miles de vidas y, por ende, contribuirá al desarrollo económico y social de algunas de las zonas más desfavorecidas del planeta”.
En la situación actual, con el trasfondo de la pandemia, algunos autores han hecho estimaciones muy preocupantes. En 2020, en el peor de los escenarios posibles, las muertes por paludismo en el África subsahariana serían unas 769 000. Supondría volver a las tasas de mortalidad de principios de siglo. La causa sería la suspensión de las campañas de distribución de mosquiteros tratados con insecticidas y la reducción del acceso a antipalúdicos eficaces.
Las esperanzas generadas por la vacuna contra la covid-19 no deben oscurecer otras enfermedades infecciosas cuya erradicación es, hoy por hoy, imposible. El fracaso frente al paludismo puede ser una buena vacuna para el virus del optimismo exagerado.
Sobre los autores: Rosa Ballester Añón es catedrática emérita de Historia de la Ciencia y Enrique Perdiguero-Gil es catedrático de Historia de la Ciencia, ambos en la Universidad Miguel Hernández
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Artículo riginal.