Para los pueblos de la antigüedad las montañas eran lugares terribles, pavorosos y misteriosos, en parte debido a sus distancias imponentes, a las cumbres rodeadas de nubes o humo y a los ruidos atronadores que provenían de ellas, pero también porque las montañas eran las moradas de los dioses.
Es raro encontrar en la literatura antigua relatos de humanos subiendo montañas, y cuando aparecen describen casos de imperiosa necesidad. Sin embargo, las montañas fascinaron tanto a los humanos que no pudieron evitar buscar explicaciones a los fenómenos extraños asociados con ellas. Los primeros intentos de explicación fueron mitológicos y fantásticos, algunos de los cuales veremos a continuación. Pero con el tiempo, los pensadores antiguos comenzaron a hacer preguntas sofisticadas y a encontrar respuestas naturalistas, lo que veremos en la próxima entrega de La maldición de Prometeo.
Los relatos míticos con las montañas como coprotagonistas se encuentran en muchas culturas del mundo. Los antiguos hindúes sentían una especial fascinación por Meru, una montaña legendaria al norte de la cordillera del Himalaya. Los hindúes y budistas de todo el sur de Asia construyeron montañas artificiales a imitación de Meru. Igualmente, los antiguos mesopotámicos, egipcios e indígenas americanos construyeron montañas artificiales (zigurats y pirámides) en un intento simbólico de acercarse a lo divino.
Las sociedades antiguas de Oriente Próximo también colocaron montañas reales como parte central de sus relatos que se reflejan en algunas de las publicaciones más antiguas del mundo. La epopeya de Gilgamesh, compuesta a fines del tercer milenio a.e.c., describe las aventuras del héroe Gilgamesh, quien se introdujo en el ámbito de lo divino, las montañas, y tuvo la valentía de ascenderlas en busca de la gloria.
Las montañas se asociaron con algunos de los dioses más importantes del panteón mesopotámico. Enlil, la deidad principal, controlaba una gran montaña celestial que contenía la tierra y el aire. Un monstruo protegía Mashu, dos picos gemelos donde el sol descendía y ascendía, y dentro de los cuales reinaba una oscuridad infernal. Los bosques de cedros, custodiados por el semidión Humbaba, originalmente en las laderas de las montañas Zagros, eran sagrados para Ishtar, una diosa de la fertilidad cuyo culto implicaba la prostitución sagrada. Gilgamesh y su amigo Enkidu ascendieron estas montañas, donde experimentaron visiones trascendentales que indicaban eventos futuros.
Algunos hebreos también tuvieron experiencias extraordinarias en montañas. La más conocida aparece en Shemot (conocido en la cristiandad como Éxodo),segundo libro de la Torá, compuesto muy probablemente durante el segundo milenio a.e.c., donde se describe al profeta Moisés recibiendo de Dios (Yahvé) el Decálogo, los Diez Mandamientos, en el Monte Sinaí, un pico de 2,285 metros en la Península del Sinaí. El Sinaí era aterrador, rodeado de “[…] truenos y relámpagos y una densa nube sobre el monte y un poderoso resonar de trompeta […]” (Éxodo 19:16). Los truenos que resuenan desde la cima de una montaña cubierta de nubes oscuras atravesadas por frecuentes relámpagos pueden sonar como una trompeta de otro mundo para la mente predispuesta.
El paisaje de Grecia es ondulado, con montañas y valles, pero pocas llanuras. Esta península rocosa que se adentra en el mar Mediterráneo, entre los mares Jónico y Egeo, acogió al cazador y al pastor pero también al poeta. Las montañas de Grecia asombraron y por ello inspiraron a los griegos a la hora de intentar encontrar explicaciones de su sublimidad, lo que derivó en un uso creativo de la lengua. Algunas grandes montañas del entorno griego que alimentaron la imaginación griega durante siglos fueron Parnaso, Nisa, Cilene, Ida, Dindymon y Olimpo [*].
La montaña más famosa era el Olimpo, que, como la montaña más alta de Grecia con 2,918 metros, se adaptaba perfectamente a ser el hogar de los dioses. Los griegos se negaron a subir a la montaña debido a su altura, su dificultad y sus estatus sagrado. Las nubes a menudo ocultaban la cumbre distante, una cobertura perfecta para las secretas vidas eternas de los dioses. Las tormentas frecuentes no podían ser otra cosa que Zeus asintiendo con su gran cabeza atronadora y deidades como su hija Atenea lanzándose a la tierra, a la velocidad de un rayo, para difundir la voluntad del padre. Desde la perspectiva del Olimpo, los dioses observaban el comportamiento humano, escuchaban (o no) peticiones y súplicas y emitían juicios basados en su conciencia del futuro a la luz del presente y el pasado. La montaña simbólicamente se elevaba por encima de la ignorancia y el tiempo humanos, proporcionando los brillantes rayos de la verdad atemporal.
Los griegos estaban más familiarizados con el mar que con las montañas. Ambos ámbitos eran asombrosos y aterradores, pero las montañas lo eran tanto más porque estaban cerca, siempre a la vista, eran imponentes siempre y, en última instancia, desconocidas. Las montañas sirvieron para explicar fenómenos desconcertantes como los relámpagos y los truenos; las laderas misteriosamente boscosas; el temblor de la tierra; los frecuentes cambios del cielo y los fenómenos meteorológicos; el sentido sublime de lo divino encarnado en las partes inaccesibles de la naturaleza; y, en definitiva, eran el nexo entre tierra y cielo.
Nota:
[*] El mundo griego estaba rodeado por dos titanes que sufrían las consecuencias de la desobediencia a Zeus. Atlas en el oeste sostenía los cielos, sus hombros parecían enormes picos. En el este, en el extremo del mundo eran las montañas del Cáucaso, donde Prometeo estaba encadenado a una roca, soportando diariamente la tortura de un buitre que le mordía el hígado. Más cerca de casa, Parnaso, a más de 2.400 metros de altitud, se alzaba sobre Delfos, el Oráculo sagrado para el dios arquero Apolo; Parnaso fue también el hogar de las doce musas, las hijas de Zeus. El monte Nisa en Tracia estaba consagrado al dios del vino Dioniso. En Nisa, las ninfas de las montañas criaron al joven dios. El monte Cilene en Arcadia, el Peloponeso griego, fue el lugar de nacimiento de Hermes, el hijo alado de Zeus y Maya, la hija de Atlas. En el monte Cilene, Hermes inventó la lira a partir de un caparazón de tortuga. El monte Ida en Creta era sagrado para Zeus, el rey de los dioses y portador del rayo. Otro monte Ida (otra montaña del mismo nombre en el noroeste de Asia Menor) era famoso por albergar los ríos que regaron la Tróade, donde se encontraba la antigua Troya (Ilios). También en el monte Ida, Afrodita concibió al gran guerrero troyano Eneas. El monte Dindymom en Cícico era sagrado para una primigenia diosa de la fertilidad, Rea, madre de Zeus y esposa de Cronos.
Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance
Montañas y explicaciones naturalistas — Cuaderno de Cultura Científica
[…] Los griegos, y después de ellos los romanos, rara vez intentaron explicar los fenómenos montañosos. La ciencia requiere no solo observación, sino análisis basado en la experiencia directa y, cuando es posible, en la experimentación. Y a los griegos les faltó la voluntad de ascender a las altas cumbres. Además, las montañas se consideraban sagradas, asociadas con lo sobrenatural y trascendente. […]
Leyendas volcánicas — Cuaderno de Cultura Científica
[…] Montañas y mitosLa Geología según HeraclesLos volcanes submarinos de Bizkaia y Gipuzkoa […]