El encéfalo de un ser humano adulto tiene una masa de entre 1,2 kg y 1,4 Kg, lo que representa alrededor de un 2% de la masa corporal total. Su volumen viene a ser de 1260 cm3 en los hombres y 1130 cm3 en las mujeres, aunque hay una gran variabilidad entre individuos. A pesar de representar un 2% de la masa corporal, consume alrededor de un 20% de la energía que gasta todo el organismo.
Ese gasto energético tan alto tiene su origen en la frenética actividad que desarrollan las aproximadamente noventa mil millones de neuronas que posee. Cada neurona mantiene con las vecinas del orden de cinco mil conexiones sinápticas. El número total de tales conexiones se encuentra, quizás, entre 2 x 1014 y 3 x 1014. Un encéfalo normal puede establecer y deshacer un millón de conexiones por segundo.
Hace uso de un conjunto de sensores capaces de recibir información en forma de variaciones de presión, radiaciones electromagnéticas y sustancias químicas. Los propios sensores convierten esa información en señales bioeléctricas que consisten en despolarizaciones transitorias, de magnitud constante, que se desplazan con frecuencias variables a lo largo de las membrana de las neuronas que conectan los sensores con el encéfalo. Éste, una vez recibidas, filtra y prioriza las señales en función del interés de la información que contienen o del peligro que indican. Y a partir de esa información y de la que posee almacenada en sus circuitos, reconstruye –o recrea- el entorno en el que se encuentra. Siempre que el cuerpo aguante, puede almacenar información durante un siglo, catalogándola automáticamente y editándola cuando se necesita. De hecho, modifica esa información cualitativa y cuantitativamente cada vez que accede a ella, y construye a partir de ella un «yo» cada vez que se hace consciente al despertar.
Gobierna un sistema de mensajería química de gran complejidad y coordina la actividad de al menos seiscientos músculos. Mediante esas herramientas se ocupa de organizar el procesamiento de energía, de gobernar las actividades conducentes a la reproducción del organismo en el que se encuentra y, por supuesto, de preservar su misma existencia, aunque a esta último fin dedica normalmente un esfuerzo mínimo.
El resto de su capacidad la dedica a relacionarse con otros encéfalos, valorar el sentido de la existencia y aprender de la experiencia y de semejantes a los que ni siquiera ha llegado a conocer.
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU
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