Si algo nos ha enseñado la geología planetaria en la segunda mitad del siglo XX y en estos principios del siglo XXI, es que el Sistema Solar es un lugar mucho más diverso y dinámico de lo que soñábamos.
Y es que, más allá de la cotidianidad de los mundos rocosos de nuestro Sistema Solar interior, encontramos una suerte de sistemas planetarios en miniatura girando en torno a los gigantes gaseosos.
Estos satélites en la mayoría de ocasiones son mundos helados, es decir, cuerpos cuya corteza, lo que nosotros vemos, no está formada por roca, sino por hielo, y deben su dinámica interna, precisamente, y a diferencia de los planetas interiores del Sistema Solar, al agua y el hielo que circula -o circuló, si ya no tienen actividad- por su interior.
La presencia de agua y de procesos que sean capaces de mantenerla en estado líquido en el interior de estos cuerpos a lo largo del tiempo geológico hace que sean lugares con un gran potencial astrobiológico, ya que en nuestro planeta el agua es un ingrediente fundamental para la vida tal y como la conocemos.
Con esto no queremos decir, obviamente, que haya tenido lugar el desarrollo de vida, pero que sin duda los hacen lugares muy interesantes para estudiar esta posibilidad. Y precisamente, uno de los candidatos que más ha despertado el interés de los científicos es Europa, satélite de Júpiter.
El asombrosamente plano Europa
Con un radio de 1560 kilómetros, es el sexto satélite en tamaño de nuestro Sistema Solar y precisamente antecedido por nuestra Luna, pero, a diferencia de esta, es un cuerpo asombrosamente plano, sin apenas cráteres de impacto ni cadenas montañosas.
La escasez de cráteres ya nos quiere decir algo: que su superficie es joven y ha ido cambiando a lo largo del tiempo acaecido tras su formación, ya que, si nada modificase su superficie, estaría completamente cubierta de cráteres.
Y en el caso de Europa, esta transformación no procede de fenómenos externos, como el viento o la lluvia a los que tanto estamos acostumbrados en la Tierra, sino de un activo interior que se manifiesta renovando el aspecto de este satélite.
Esta actividad aparente nos hace pensar -junto con otros datos- que hay un océano bajo su corteza y que pone en contacto su núcleo con el agua, que la calienta y la hace ascender hacia la corteza, empujando al hielo y obligándole a adoptar nuevas formas, un papel similar al que tiene nuestro manto terrestre.
El telescopio espacial Hubble también detectó moléculas de vapor de agua escapándose, y distintos modelos geofísicos atestiguan que Europa tiene una corteza de hielo que tiene un espesor del entorno de los 30 kilómetros, y de muy difícil acceso si algún día tuviésemos la capacidad para perforar y adentrarnos para ver que ocurre en su interior.
Pero no todo está perdido. Una de las formas del relieve más comunes en Europa podemos verla en prácticamente toda su superficie: un juego doble de crestas separadas por un pequeño valle y que llega a medir de centenares de kilómetros de longitud.
Hasta ahora, se habían propuesto distintos mecanismos de formación, desde el criovulcanismo hasta el ascenso de penachos de hielo en un estado más plástico y que se emplazaban en la corteza, pero ninguno de estos modelos parecía satisfacer todas las morfologías que se observaban.
Pero resulta que en nuestro planeta hay unas formas similares y que hasta ahora habían pasado desapercibidas, concretamente en Groenlandia. Allí se forman cuando pequeñas bolsas de agua permiten que esta suba a través de las fracturas del propio hielo. El agua acaba congelándose de nuevo, formando un dique vertical que traza el camino del agua y que, al expandirse, genera más fracturas y deformación en el hielo.
Si este proceso se repite en el tiempo, gracias a las nuevas fracturas generadas alrededor del dique de hielo, de nuevo ascenderá el agua, deformando la superficie y fracturándola todavía más. En este proceso se generan estas formas de crestas y valles tan parecidas a las que hay en Europa.
Este mecanismo se ha podido verificar gracias a las observaciones de georradar, que permiten observar la estructura del subsuelo -en este caso, bajo el hielo- y ver las distintas capas y discontinuidades que existen, algo que todavía no podemos hacer en Europa.
Pero en 2023, si todo va según lo previsto, despegará la misión JUICE (Jupiter Icy Moons Explorer), con una llegada prevista al sistema joviano en 2031, y que llevará también un radar que permitirá, desde la órbita, poder estudiar y quizás dilucidar el mecanismo de formación de estas crestas.
¿Y por qué es tan importante este hallazgo?. Los autores estiman que, en Europa, estas bolsas de agua se encontrarían a unos 5 kilómetros de profundidad, mucho más cerca de la superficie que el océano subterráneo, por lo que acceder hasta este punto sería mucho más fácil para una futura sonda.
Pero todavía más importante, ¿de dónde vendría el agua líquida que rellena estas bolsas? Eso es lo más interesante, ya que, si no hay mecanismos que expliquen una fusión del hielo en el interior de la corteza, estas bolsas podrían formarse por el ascenso de agua desde el océano hacia la superficie por distintos sistemas de fracturas, permitiéndonos muestrear el contenido de esas aguas, por lo que este hallazgo mejora mucho las perspectivas de cara al diseño y desarrollo de futuras misiones astrobiológicas a este satélite.
Referencia:
Culberg, R., Schroeder, D.M. & Steinbrügge, G. (2022) Double ridge formation over shallow water sills on Jupiter’s moon Europa. Nat Commun doi: 10.1038/s41467-022-29458-3
Para saber más:
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Sobre el autor: Nahúm Méndez Chazarra es geólogo planetario y divulgador científico.
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